martes, 9 de mayo de 2017

“El talante”



Escribí este artículo para la revista ‘BELLAVISTA’ -de Antiguos Alumnos de este cole-, en el primer número de 2005, cuando el entonces presidente de gobierno, Rodríguez Zapatero, puso de moda esta palabra, casi como santo y seña de su política.

Está muy de moda la palabra ‘talante’. Zapatero la tomó por bandera programática y la exhibió como sonriente estandarte de sus promesas esperanzadas y esperanzadoras, que comparaba y contraponía ‘al pasado felizmente superado del inflexible, adusto y cavernícola Aznar’. De ahí, que a todos los de aquel lado se les contagie la sonrisa con sólo oír la palabrita; y que a los del otro les esté resultando cada vez más cargante: la palabra y la persona.

No hace mucho, en esta misma revista -con el título de ‘La Intolerancia’-, escribía largamente de cómo ‘todo es según el color del cristal con que se mira’. Y, en este mismo blog, hace muy poco, he comentado los temas de actualidad a este respecto. Por otro lado, no quisiera dar pie a algo que me aterra y es que, a propósito del tema que sea, con causa o sin ella, casi todo el mundo discute, chilla y grita -por no decir insulta y agrede- al vecino. No se escucha, no se atiende, no se comprende, no se aprende, no se reflexiona, no se cambia, no se mejora, no se humaniza; todo se polemiza, todo se politiza, todo se agresiviza. Recuerdo que mi padre decía con bastante gracia y mucha miga: “¡Qué cosa mala tendrá la política, que a la palabra ‘madre’ -lo mejor del mundo- le añades ‘política’ y te sale ‘suegra’!”

Dejo a los lectores unos primeros ‘deberes para casa’: claro que hay cuestiones polémicas y posturas crispadas en el mundo de la política o en el de la religión. Claro que hay terrorismo y muerte en fechas señaladas y recordadas, y en naciones acostumbradas y silenciadas. Claro que hay violencia en los campos de fútbol o en las calles oscuras de cualquier ciudad. Claro que hay malos tratos y abusos en parejas, familias y escuelas. Claro que muchos jóvenes son agresivos y amorales, individualistas y cómodos. Pero, ¿la solución es decirlo chillando, a ver quién grita más alto? Varias veces he defendido que a los niños, más que la violencia de la calle o de la tele, les influye la que se respire en casa: los comentarios airados ante el televisor, los malos modos y las palabrotas al volante del padre que lleva al niño, asombrado, al colegio, las reacciones airadas y los ojos de odio ante malas notas y comportamientos, o simples reveses y disgustos.

De ahí, mis ‘deberes para casa’: yo, personalmente, realmente, prácticamente, ¿genero y contagio violencia, agresividad, amargura?; ¿aprovecho cualquier noticia, actuación u opinión ajena, para gritar, discutir, insultar, e imponer la mía?

Pues volvamos al ‘talante’. La palabra viene del griego -‘τάλαντον’-, que primeramente significaba balanza, peso, medida de oro o plata -de ahí, ‘talento’, la moneda-; y posteriormente pasó a significar también ‘peso’ de una persona, ponderación, ecuanimidad, equilibrio, ‘talento’, personalidad.

Por eso, es normal que el uso actual más generalizado esté casi siempre unido a su adjetivación positiva. Así lo quería anunciar Zapatero, cuando prometía tenerlo y usarlo: talante de diálogo, de escucha, de consenso, de acercamiento, de cercanía, de flexibilidad.

Parece que el talante indica sólo bondad; pero hay días que en los que estamos ‘de mal talante’. Como la personalidad, que suele usarse con una ambigua positividad: “Mi hijo tiene mucha personalidad”; al contrario de carácter, que suele ser negativo: “¡Menudo carácter tiene tu padre!” Y no digamos nada de ‘temperamento’. Pero, en el fondo y sin entrar en disquisiciones psicológicas, talante, personalidad, carácter, incluso temperamento, vienen a ser lo mismo. Y puede ser bueno o malo, positivo o negativo, fuerte o débil, constructivo o destructivo, para uno mismo y para los demás.

Hace ya bastante tiempo, cuando tenía que explicar la ‘parábola de los talentos’ del final del Evangelio de Mateo (en Mt. 25, 14-30, justo antes y como preludio explicativo del ‘juicio final’, de los de la derecha y los de la izquierda, ¡qué curioso!, ¿no?), yo solía decir que la tal parábola debería llamarse de ‘los talantes’ en vez de ‘los talentos’. Imagino que todos sabéis de qué va: un rey se va de viaje y deja a tres de sus siervos cinco, dos y un ‘talento’ –moneda romana al uso-, para que negocien con ellos. A su vuelta, tanto el de 5 como el de 2, han negociado, y le devuelven el doble. El de 1, tuvo miedo a perderlo, lo enterró y se lo devolvió tal cual. A primera vista, puede parecer que se trata de que ‘el que más tiene más gana’; y se oyen explicaciones en el sentido de que, ‘cuantos más talentos -cualidades, beneficios, inteligencia- hemos recibido, mejor, aunque más estricta cuenta tendremos que dar a Dios’. Incluso puede parecer que Dios quiere más y trata mejor a ‘los listos’. Y ‘el pobre’ que recibe un talento le cae mal a Dios, ‘¡por tonto!’.

Y creo que no. No va por ahí. Como en muchísimos pasajes del evangelio, la moraleja que quiere Jesús que saquemos, no es de tipo religioso, de relación con Dios, sino de tipo humano, psicológico, de autorrealización y felicidad personal.

De ahí, que lo primero importante es que no se trata de ‘los talentos’ que hayamos recibido. Lo esencial para Jesús es ‘el talante’, la actitud, la postura de corazón, el estilo de vida: la actitud con la que actuamos con las cosas, ‘el talante’ con que usamos nuestros ‘talentos’. Con lo que tenemos -da igual que sea mucho o poco-, con nuestra vida, ¿qué hacemos?, ¿cómo la usamos?, ¿a qué número apostamos?: ¿al miedo o al riesgo, a no quedar mal o a crecer, a acomodarnos o a luchar, a criticar o a construir, a gritar o a calmar, a enfocar en lo malo o en lo bueno, a crear amargura o a contagiar felicidad, a quedar bien o a quedarte bien, a complacer o a ser libre?; en definitiva, ¿al egoísmo o al amor? Y seguro que cada uno de nosotros estamos en una postura de fondo o en la contraria -son incompatibles: ‘no se puede estar en misa y repicando’, ‘no se puede servir a Dios y al Dinero’-. Porque no se trata de lo que nos proponemos o lo que creemos o queremos hacer. Se trata de lo que ‘nos sale’ casi sin darnos cuenta. Como de un estado de ánimo, un cimiento profundo, una actitud ya permanente. Un color del fondo de la piscina, que hace que la superficie del agua se vea clara o turbia, azul o marrón, limpia o sucia; por mucho que pasemos el ‘quita hojas’, incluso el ‘limpiafondos’. Y sin querer, sin darnos cuenta, sin poderlo admitir, a veces.

Recuerdo una serie de televisión de hace muchos años, creo que por los setenta: ‘El Dr. Gannon’. Un cardiólogo, guapo, joven, listo y amable, que, además de operar prodigiosamente, hacía de psicólogo, de coach personal y desfacedor de entuertos. Pues hubo un detalle de un episodio que me llamó la atención y me hizo pensar mucho, aunque entonces no lo acababa de entender; hoy creo entenderlo, lo comparto y me parece muy revelador. Después de una larga operación a corazón abierto, sin quitarse la bata, se acerca sudoroso al recién operado, todavía en el más profundo sueño de una larga anestesia, y le dice: “Yo ya he hecho todo lo que he podido; ahora todo depende de ti.”

Pero, ¡si está dormido!, ¡si no oye!, ¡si no es consciente!, ¡si no puede hacer nada!, ¡si no depende de él!, ¡si no tiene voluntad ni entendimiento para poder decidir! Pues mire usted: ahí funcionan fuerzas -que hay quien dice que son las que dominan nuestra vida-, de las que depende que unos superen y otros no el mismo cáncer o la misma dificultad. Y a eso es lo que yo le llamaría el ‘talante’ de una persona. A esa actitud vital, lentamente establecida, complicadamente introyectada, inconscientemente mantenida e involuntariamente autónoma -fruto de muchas influencias ajenas, unas veces, y de largo y esforzado entrenamiento propio, otras-, es a la que se debe que seamos buenos o malos, grandes o raquíticos, generosos o egoístas, comprensivos o intolerantes; en definitiva, humanos o miserables.

Y, la mayoría de las veces -¡oh misterio!- sin realizar yo mismo la decisión, ni caer en la cuenta, ni ejercer la propia voluntad. Se ha hecho ya como un reflejo.

Creemos que nos mueve lo voluntario, lo que prometemos: lo que queremos hacer; lo que ‘nos parece’ bueno, incluso lo mejor. Y, en el fondo, nos mueve nuestro ‘talante’, nuestro inconsciente, nuestra sensibilidad. Eso que hay que cultivar. Eso que surge de nosotros sin darnos cuenta. Eso que sólo veremos si nos atrevemos a llegar al fondo de nosotros mismos: ése que nos da tanto miedo conocer, porque, siempre que hemos llegado a verlo, nos han o nos hemos reñido, despreciado, castigado.

Suelo unir esta realidad interior a la imagen del ‘iceberg’: si alguien quisiera moverlo empujando sólo la pequeña parte que se ve, la que sobresale a la superficie, no conseguiría desplazarlo ni unos milímetros. Habrá que desplazarlo poniendo la fuerza en esa otra parte, mucho más grande y pesada, que no está a la vista. Eso es mucho más costoso y lento. ¡Aunque lo único efectivo!

Tendríamos que caer en la cuenta de que, en la mayoría de los problemas, ‘la causa’ del problema -y, por tanto, la solución-, no está en ‘lo que se ve’. En la parte exterior del iceberg, en la que yo no suelo ver. Y probablemente vea mejor alguien ajeno a mí, que me conozca bien. Y -¡la gran clave!- sin que yo me sienta reñido, reprochado, ofendido.

Alguien decía que es imposible ‘reconocerse’ -conocerse, aceptarse-, hasta haberse visto desde unos ojos que te miran con amor incondicional. ¡Y qué difícil viene resultando eso!

Recuerdo con cierta nostalgia aquel ejemplo que se solía poner a este propósito. El hijo mayor, adolescente, obediente y sumiso, que acude con su familia los domingos a la misa de doce de la parroquia. Su madre no se atreve a preguntarle sobre el agrado de esa semanal e ininterrumpida práctica devota. En el fondo, astuta de ella, sospecha que a su hijo le gusta la hija mayor de los vecinos del quinto, y que ésa es la auténtica causa de su fidelidad en acudir al templo. Pero no se lo pregunta, no sólo por temor a que no le conteste la verdad, sino, porque sospecha que ni su mismo hijo es consciente de la auténtica motivación inconsciente.

Consciente y voluntariamente pondremos una cara u otra, mantendremos una sonrisa o un gesto crispado; incluso podremos usar una careta de un tipo en unas situaciones o con unas personas, y otra máscara muy distinta otras veces; pero eso no es el ‘talante’, ahí no nos jugamos nada serio. Con nuestros gestos podremos hacer creíbles nuestras promesas o nuestros arrepentimientos, podremos quedar más o menos bien ante los demás; pero donde nos jugamos nuestra vida y nuestra felicidad -y la de los que nos rodean, ¡claro!- es en nuestra actitud profunda, en la postura de nuestro corazón, en nuestro talante vital. Ése que no se improvisa y no depende de nuestros ‘talentos’; ése que ni siquiera depende de nuestra relación con los demás. Ése talante que sólo depende de mi relación conmigo, de mi entrenamiento y cultivo interior, de mi exigencia continua por ser fiel a lo mejor de mí mismo. Eso que da la felicidad, que precisa y preciosamente describía el gran Juan XXIII: “El estado interior de satisfacción profunda, que produce el saber que he intentado hacer, no mi voluntad, sino lo que en ese momento me ha parecido, honradamente, más coherente”.

Decía Tony de Mello: “He recibido una educación tan excelente, que me ha costado 30 años quitármela de encima”. Dada la multiplicidad incontable de capas que han ido superponiendo -o que nosotros nos hemos ido poniendo-, para ser perfectos, complacientes, del gusto de los demás, el atrevernos a llegar al fondo de nosotros mismos, el intentarlo e irlo consiguiendo, es una tarea terriblemente difícil y costosa. Nos da miedo llegar al fondo y encontrarnos con demasiada porquería. Nos resulta muy problemático ir abandonando los mandatos de ‘la buena educación’ -“¡No hagas nada de lo que yo me pueda arrepentir!”-, con una culpa, inseguridad y miedos que, en el 90 % de los casos, nos echan para atrás.

Sin embargo, casi todos los autores que buscan la auténtica espiritualidad -incluido Jesús de Nazaret-, coinciden en que esa aventura de volver a ser lo mejor de uno mismo -despertar, nacer de nuevo, lograr la iluminación, el nirvana, la mística- es lo único para lo que hemos nacido, y el único camino para ser amor, libertad, sensibilidad, humanismo, felicidad.

Deberes finales para casa: ¿quieres salir mono en la foto, que la gente te aplauda, quedar bien y siempre por encima de los demás, gritar mucho para que parezca que tienes razón; o quieres que nos dediquemos a hacer un mundo mejor, a base de cultivar nuestro jardín interior, para ser felices y contagiar felicidad? ¿Te apuntas al auténtico humanismo o prefieres seguir en el eterno victimismo?

En el fondo -siempre igual-, es la pregunta del millón: lo único importante. ¿Quieres ser tú el que decide la meta -y el camino- de tu vida?


N.B. Sigo diciendo, que, si quieres comentarme algo,

ponme un correo a
 

fermomugu@gmaill.com



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