jueves, 8 de diciembre de 2016

“La felicidad es una actitud y viene del interior de la persona.”


Un hombre rico va con su hijo a encargar a un escultor una estatua de su caballo preferido; negocian el tipo de piedra, el tamaño -ven un bloque de mármol-, el precio y el tiempo. El niño va mirando todo con los ojos como platos. Pasado ese tiempo, van a dar el visto bueno a la esperada escultura. Ven la obra de arte terminada, paga el padre, y queda el escultor en hacérsela llegar. En el viaje de vuelta, el niño rompe su silencio expectante y le dice a su padre: “Papá, ¿cómo sabía aquel señor que este caballo estaba allí dentro?”

La educación, como la escultura, es una obra de arte. Algún castizo dijo: “Es muy fácil esculpir. ¡Es simplemente, quitar lo que sobra!”. Lo primero que hace falta es una mirada especial; una mirada de artista. Para educar hay que tener fe, esperanza y amor no sólo a Dios, sino al hijo, al alumno. Y para eso, hace falta tener fe, esperanza y amor en uno mismo: ¡nadie da lo que no tiene!

Tenemos que haber experimentado un descubrimiento que se vaya vivenciando muy poco a poco; una idea que cada vez más sea una experiencia envolvente, que se viva desde las tripas: que Dios -la Vida, el Amor, la Energía, porque el nombre o la idea no importa aquí- ha tenido fe en mí; que hay ‘alguien’ que siempre ha visto en mí una posibilidad de persona plena, libre y feliz.

Hay dos formas de buscar la felicidad, tanto psicológica como religiosamente, de las que hemos hablado ya; la postura ‘burro’ y la de ‘pozo’. Nos han educado en la postura del burro que persigue eternamente la lechuga que lleva colgada con un palo un metro delante; buscamos siempre fuera: amor, mimos, aplausos, éxitos; tenemos que merecer, agradar, ganar, complacer -‘y, si es sin placer, mejor’-; incluso con Dios. Hacemos cosas, por ‘hacer’; muchas veces, es por huir de nosotros mismos; como no nos queremos ni aguantamos, no nos tratamos ni queremos conocernos, y la soledad suele resultarnos horrible.

Y lo que Dios quiere no es lo que hacemos, sino lo que somos. Y que empecemos por reconocer ese amor dentro de nosotros mismos. Que veamos ese caballo ganador que Dios, creador y padre amor, ve en nuestro interior y en el de los demás: a quienes sólo podremos cuidar, amar y hacer felices, si nosotros nos queremos, cuidamos y hacemos felices. En el fondo, sólo ‘contagiamos lo que somos’. “Una vida sólo es madura y fecunda si ‘se pierde’ media en encontrarse con uno mismo, para poder darse, en la otra media, a los demás”, escribe Antonio Blay Foncuverta. Y en otro momento: “Voy a intentar llevarme bien conmigo; los demás, también, saldrán ganando.”

Hay épocas en que nos sentimos más un bloque de piedra, sin pulir; que no podemos gustar a nadie; que tenemos que colocar una grúa debajo para podernos levantar y no aplastar a nadie, incluidos nosotros; que tenemos que pintarnos de purpurina para poder agradar y complacer; que tenemos que ‘hacer’ muchas cosas ‘para’ ser queridos. Y nos pillamos queriendo quedar bien, intentando hacer méritos, pretendiendo llamar la atención o caer bien. Tanto con los demás, como con Dios.

¡Qué poca gente hay que se sienta amada, agradecida, regalada, privilegiada, digna, útil, hija! ¡Cuántas veces queremos volver a nuestras seguridades, a posiciones de pequeño poder, éxito y prestigio; a nuestros recursos para quedar bien y sentirnos buenos chicos que cumplen con lo que se les manda!

Y no podemos vivir a medias; no nos conformemos con vegetar; no debemos buscar las seguridades de nuestros ‘actos’ buenos que buscan recompensa fuera. Tengamos la ‘actitud’ de sabernos ‘pozos’, que tienen dentro el manantial de agua pura y fresca. Y dediquemos tiempo y energía a desatrancar ese pozo, a cultivar nuestro jardín.

Desde esa perspectiva, la Encarnación -“El Verbo se hizo carne”- no debe contemplarse como un acontecimiento pasado, que sólo afectó a María; Dios sigue enviando hoy mensajeros al mundo, para que todo el que quiera deje a Jesús encarnarse en él. Tenemos la oportunidad de copiar a María y prestar nuestro vientre, nuestra vida, nuestra circunstancia concreta, para que Dios, el amor, la vida y felicidad plena, empiece a crecer dentro de nosotros. No tengo que ‘hacer’ nada, porque necesite probarme ni ganarme nada; sino que, si me quiero y aguanto a mí mismo, si me conozco y me cultivo, sentiré que mi vida es un regalo del amor, que se empequeñecería si me la guardara para mí. Sentiré que, dentro de mi vasija de barro, hay un tesoro que me llena tanto, que tengo que repartirlo para que no se me estropee: si me amo a mí, me saldrá amar. (Y, si no me amo a mí, lo que haga no será auténtico amor.)

La mayoría de los cristianos vivimos la Navidad como una fiesta de familia, de alegría, de comer y beber, de pasármelo bien yo, sin pensar si la abuela está sola, o si el vecino no tiene para cenar. Incluso ponemos el ‘nacimiento’ y cantamos ‘villancicos’, con lo que nos creemos que estamos celebrando las fiestas cristianamente.

“¿Sabes por qué los de Lepe meten el nacimiento en el microondas? ¡Para a-dorar al Niño!”. Es un chiste muy malo, pero tiene mucha moraleja. La mayoría de los cristianos adoramos el pesebre, con buey y mula incluidos, rezamos antes de cenar, incluso vamos muy devotos a ‘La Misa del Gallo’. Pero nuestra conducta, nuestra vida, cómo nos portamos con los demás, nuestra conducta se parece muy poco a la de Jesús o María.

La Encarnación es un reto para cada uno de nosotros; ser cristiano no es adorar a Cristo, sino 'revivir' a Cristo: prestar a Dios nuestro cuerpo, nuestra situación, nuestra personalidad para que se meta, para que haya más amor, más vida, más Dios a través de nosotros. No es cuestión de dejar a Dios que entre -¡que también!-, sino de ‘dejarle que salga’: darle a luz. No hacer cosas para él, sino dejarle que haga cosas en, por, a través de nosotros. Y, claro está, los primeros beneficiados somos nosotros.

Hay otro ejemplo que me parece muy significativo. Estudiando la neurofisiología femenina, enormemente compleja, una cosa pequeña me llamó mucho la atención. No quiero entrar ahora a discutir si las mujeres son más complicadas o más listas que los varones. Lo que sí es claro es que el cerebro femenino tiene un 'suplemento especial', para todo el mecanismo complicado del embarazo.

Regula la ovulación, la menstruación, la fecundación, la anidación, la placenta, la dilatación, el parto. Y, tras el parto, la lactancia. Y me quedo con esto: la producción de leche se realiza por un sistema de lo más simple. Si el niño succiona el pezón, se genera más leche; si el niño no mama, se para la producción.

¿A qué viene esto? Pues a que lo mismo que con el pecho pasa con el pozo. Si alguien bebe el agua de su pozo, de su manantial, éste mana, crea nueva agua, puede estar eternamente saciando su sed. Si alguien nunca usa su pozo, si siempre ha estado bebiendo de fuera; si ha usado todo tipo de botellas, pero no se ha podido asomar a su propio pozo, es normal que no vea dentro más que piedras, maleza, barro, basura y un olor putrefacto. Ni siquiera sospechará que allá debajo pueda haber nada parecido a agua.

Si bebes de tu pozo, cada vez tendrás más agua. Si no lo usas, es normal que creas que no puede haber nada bebible. “A aquel que me siga -el que se fíe de esto- le brotará de su interior un torrente que le llegará hasta la vida plena.” “Si bebes de otros pozos, siempre tendrás sed; el que beba del agua que yo -Dios en ti- doy, no volverá a tener sed.”

Otro ejemplo que he usado más veces: si ahora os digo que tengo que ir a toda velocidad a la estación a coger el tren hotel para Madrid a las 22:15, seguro que encuentro 40 que me quieran llevar. Pero ¿encontraría alguno, si pido las llaves ‘porque quiero llevar yo el coche’? Hacemos mil cosas por Dios; pero, ¿dejamos a Dios que haga con nosotros lo que quiera? Y, se supone que ‘sabemos’ que Dios quiere lo mejor para nosotros; que sabe conducir mejor que nosotros; que es quien mejor conoce mi camino para la felicidad; que puede sacar de nosotros lo más suyo,lo mejor; ¿dejamos espacios vacíos en nuestra vida para que pueda venir Dios a tomar lo que le guste?

Aquello de: "¿Por qué los de Lepe -¡otra vez los pobres de Lepe!- dejan una botella vacía en el frigorífico. Por si viene alguien que no quiere tomar nada". También tiene moraleja: si vas a una casa, es muy fácil que te hagan tomar -o hacer o sentarte o hablar o ver la tele- lo que mejor les parece a ellos que hagas; te resultará muy difícil que te dejen hacer lo que a ti te apetece más.

Casi todo el mundo te escucha, te hace favores o te aconseja, sin ‘ponerse en tus zapatos’. Casi nadie quiere -puede, sabe o intenta- perder el protagonismo -dejar el yo- y escuchar lo que tú sientes, o intuir lo que tú necesitas. Casi todos estamos dispuestos a servir, pero no desde el amor-pasividad-escucha-entrega, sino desde el activismo egoísta. Ahora, que no se lo digas a nadie, porque ¡te corren a boinazos!

En un momento de la terapia que hice, yo como paciente con un buen psiquiatra amigo mío, me dijo: “¿Te das cuenta de que estás al lado de una fuente pidiendo de beber a todo el que pasa?”

Incluso tenemos la experiencia de que, las veces que hemos abierto nuestro interior, ha salido demasiada porquería. Es como esas casas nuevas o en una que han cortado el agua. Abres los grifos, y sale un agua horrorosa: marrón y con gran cantidad de aire que te pone perdido si te acercas. La primera tentación es cerrar el grifo y beber de una botella de Mondariz o Fontbella o Lanjarón. Y lo que hay que hacer es ‘dejar correr’: esperar y esperar. Incluso se puede ir uno un rato a otra habitación. Cerrar la puerta para que no nos manche a nosotros ni asuste a nadie que lo pueda ver. Pero deja correr, y verás como, al cabo de un rato, sale clara.

Estamos demasiado acostumbrados a no dejar salir ninguna porquería. Nos tememos que dentro de nosotros no haya agua clara, sólo haya basura. Nos han dicho y nos hemos creído que, cuanto más al fondo lleguemos, más sucio será. Ése es el gran miedo, consciente o inconsciente, que nos paraliza y no nos deja lanzarnos a escuchar a nuestro corazón. Vivimos desde el miedo, la inseguridad y la culpa.

Otra experiencia personal -aunque esta vez no es real sino alegórica-: en un momento de una oración muy especial, sentí que el Señor Dios, se dirigía a mí con la mayor solemnidad. Y me decía algo así: “Fernando, mi hijo querido, hace tiempo que te veo actuar con las personas que te piden ayuda; veo que lo haces muy bien y la gente te quiere y está contenta contigo. Además, siendo psicólogo, tienes brillantes habilidades de ayuda y dedicación a los demás. Ahora que te replanteas cómo vivir mejor a mi servicio, te voy a encomendar una misión especial; una tarea que quiero que la consideres prioritaria. Hay una persona a quien quiero que ayudes, que la quieras, que la conozcas a fondo y la trates bien; es muy querida para mí y está un poco sola. Quizá sea un trabajo poco brillante, incluso puede ser mal visto por mucha gente; quizá prefirieras dedicarte a otros trabajos más vistosos y alabados. Pero te digo de verdad que, si tú no te ocupas de esta personilla que tanto quiero, si no me la cuidas tú, no tengo a nadie más que me lo haga.”

Yo me sentí muy halagado y le pregunté ilusionado el nombre de esa persona que su Dios me la quería encomendar a mí. Y sentí muy dentro que mi amigo Dios me decía: “Se llama Fernando Moreno Muguruza”. ¡Me hizo polvo! Hubiera preferido ‘ayudar y consolar’ a cualquier otra persona -mejor siempre ‘otra’, joven y linda-. Yo me atreví a decirle: “Señor, pero yo me tengo que entregar a los demás; siempre he querido dedicarme a los más necesitados, los más tristes y solos”. Y sentí que el Señor Dios, me decía sonriendo con cariño: “Ya sabes, mi niño, que nadie da lo que no tiene. Si no sacas las fuerzas del fondo de tu corazón, donde vamos a hacer nuestro nido, estarás siempre temiendo encontrarte contigo mismo; si no te encuentras a gusto contigo, necesitarás inconscientemente huir y no estar solo; el darte a los demás no será provechoso ni para ellos ni para ti; no darías amor, porque tus actuaciones no nacerían de nuestro amor, de tu calma y felicidad, sino de una huida de ti mismo que, a la larga, produce activismo, perfeccionismo y, en el fondo, amargura e insatisfacción”. Quizá, después de esta alegoría anecdótica, puede quedar un poco más claro lo que os quería decir.

Y otra anécdota personal: poco antes de morir mi madre, le tuvimos que poner un gotero. Una hermana mía enfermera le puso el catéter, y yo colgué el frasco de suero en el único clavo que había en la pared, para lo cual, tuve que quitar el crucifijo. Ese mismo día, por la noche, le di la extremaunción. Y, al ver la pared, se me ocurrió decir a mis hermanos, que el ejemplo de nuestra madre nos podía ayudar a que nuestra religión no nos dejara quedarnos mirando el cielo, como los discípulos tras la ascensión, adorando un dios de madera, estático y paralizante; sino que fuéramos como el frasco de suero, que da vida y refrigera, que ayuda a vivir y alivia la enfermedad y la muerte.

El Dios de Jesús no es un dios de muertos, sino de vivos; no está sólo en el cielo ni en los altares; quiere estar, sobre todo, dentro de nuestro corazón. Por eso el misterio de la Encarnación, la celebración de la Navidad es reconocer que, si queremos ser cristianos, deberíamos ser otra María que da a luz a Dios, otro Jesús que dedica su vida a curar, sanar, ayudar, alentar, animar. Aunque suene muy fuerte, me gusta decir que todo ser humano está preñado de Dios.

Y, como cualquier embarazada, no tengo que ‘hacer’ nada para que nazca bien el niño. No tengo que hacer nada especial 'para cuidarle a él', ni porque necesite probarme ni ganarme nada; sino que, si me quiero y aguanto a mí mismo, si me cultivo y maduro, si me cuido y llevo una vida sana para mí, sentiré que mi vida es un regalo del amor, que se empequeñecería si me la guardara para mí y unos pocos. Sentiré que, dentro de mi vasija de barro, hay un tesoro que me llena tanto, que me surge -no ‘tengo que’- repartirlo para que no se me estropee. El gran Kalil Jibran escribía: "Si una madre no quisiera dejar salir el fruto de sus entrañas, moriría ella, y lo mataría a él". Si me amo a mí, y me siento amado, seré fecundo, me saldrá naturalmente amar, pasaré, como Jesús, 'haciendo el bien'. Y, si no me amo a mí, lo que haga no será amor.

Que no vivamos más desde el miedo y la culpa, desde el querer escapar de nosotros, sino desde ese amor -sentido primero vivamente como regalo a mí- que da y contagia la única felicidad profunda y duradera.


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viernes, 25 de noviembre de 2016

¿Qué puedo hacer yo por arreglar el mundo?


Sabemos y afirmamos que “nuestra casa es el mundo”, que somos responsables de que nuestra casa, nuestro mundo no esté hecho un desastre. A partir del precioso documento “Laudati sí”, sabemos que el cuidado de la ‘madre tierra’, ‘la pachamama’, depende de todos y cada uno de nosotros. Y, por otro lado, cada día más, vemos que este nuestro planeta es un auténtico caos en casi todos los sentidos: climático, sostenible, económico, político, igualitario, social, educativo. De ahí nos debe surgir la gran pregunta: “Yo, ¿Qué puedo hacer?”

Ante la crisis actual, como ante cualquier crisis, suelen darse dos posturas. La más fácil y común es la del victimismo protagonista de quejarse de todo y criticar a cualquier cosa que se mueva, sobre todo, si está por encima de nosotros o dependemos –de alguna manera– de ella: lamento continuo, exagerar la desilusión, tirar la toalla, apostar por la ‘Ley de Murphy’, que nos pronostica que “No hay nada tan malo, que no pueda empeorar”; y, desde ese convencimiento, tomar la postura caracolesca de sálvese quien pueda, yo a lo mío y el que venga detrás que arree.

Hay otra –menos frecuente y visible–, que consiste en usar el significado de ‘crisis’ en sus sinónimos más positivos, como ‘oportunidad, catalizador, ruptura, ocasión, purificación, posibilidad’. Pensar, con el ‘antimurfy’, que hemos llegado a un punto en que ya sólo es posible mejorar. Tomar la actitud positiva y creativa de que ‘otro mundo es posible’, y poner nuestras personas al intento: “Un grano no hace granero, pero ayuda al compañero”.

Me contaron una historia iluminadora: un padre, que quiere trabajar un buen espacio sin distracciones, para que su hijo de 5 años no le moleste, coge una lámina con un ‘mapa mundi’, la recorta en piezas y las echa sobre el suelo de su habitación, para que el niño arme el puzzle, convencido de que su escaso conocimiento del mapa terrestre le tendrá entretenido ese largo rato que él necesita. A los diez minutos, el niño le dice: “Papá, ya he terminado, porque le he dado la vuelta; y la lámina, por detrás, tenía la figura de un hombre. ¡Era muy fácil!”

Armar el mapamundi, es tarea harto complicada para un párvulo. Recomponer una figura humana resulta mucho menos costoso. Todos pretendemos arreglar el mundo: la economía, la religión, la política, las autonomías, la corrupción y hasta el sistema judicial. Y lo peor del caso es que hablamos y hablamos, como si fuéramos expertos que, si de nosotros dependiera, tendríamos soluciones rápidas y efectivas para todo. No puedo dejar de recordar que, cada vez que yo comentaba a mi padre algún problema de actualidad, él me cogía del brazo con cariño y me decía: “Fernando, vamos a ser tú y yo buenos, y habrá dos pillos menos en el mundo.”

Lo único que yo puedo hacer por arreglar el mundo es mejorarme a mí en la medida de mis posibilidades. Cosa que tampoco es fácil ni rápida, pero es posible, factible y, desde el propósito que nos congrega hoy aquí, absolutamente necesaria e ineludible: Tengamos la edad que tengamos, ‘tenemos toda nuestra vida por delante’; o, como dijo, Shakespeare: “Hoy es el primer día del resto de tu vida”. No deberíamos caer en la fácil tentación de echar la culpa a los demás, o de esperar que cambien las circunstancias. Ya decía el gran Tolstoi: "Todo el mundo quiere cambiar la humanidad, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo".

La cuestión a plantear sería qué es ‘humanizar’: qué es lo mejor que puedo hacer por mí. No quiero alargarme en disquisiciones filológicas, pero tampoco me resisto a obviar un par de pequeñas reflexiones que considero iluminadoras. La palabra ‘humano’, al igual que humildad, viene de la latina ‘humus’, tierra. Y puede tener un sentido peyorativo, como terreno y material, en contraposición con divino y espiritual. Sin embargo, tanto para la moderna ecología, como para la teología cristiana, ‘material’ viene de ‘mater’ –madre–; y el barro y la tierra están cristificados, redimidos, ‘divinizados’: “Sois tesoros en vasijas de barro”, de Pablo en Corintios (2 Cor. 4, 7), o aquel último precioso verso del famoso soneto de Quevedo, al referirse a sus cenizas: “Polvo serán, mas polvo enamorado”. La persona humilde es la que tiene los pies en la tierra, es objetivo, realista y sabe hasta dónde puede llegar. Santa Teresa decía: “Humildad es vivir en la verdad”, ‘tener los pies en la tierra’. Lo mismo que, curiosamente, ‘generoso’ viene del que realmente pertenece al ‘género humano’. Como se dice de un buen vino que es un vino generoso, o que en una tienda se vende buen género. La persona ‘generosa’ es –¡ni más ni menos!– la que es profundamente ‘humana’. Es muy curioso a este respecto lo que dice el profeta libanés Kalil Gibran: “¡Que ridículo soy, si la vida me ha dado oro, yo te doy plata, y me creo generoso!”


Desde otra perspectiva, la psicológica o antropológica, se puede discutir qué es lo específico del ser humano, del humanismo, de la humanización. Y –¡la eterna polémica!– si el niño nace ‘humano’, generoso y desinteresado, o, por el contrario, nace egoísta y cerrado sólo en su interés. La última escuela de investigadores revisionistas del psicoanálisis afirma que el infante nace como una hoja en blanco, aunque dotado de ‘apego’: preparado para ser ‘humano’, pero que tiene que encontrar alguien –un ‘catalizador’– con quien relacionarse y que le haga experimentar su humanidad, para ser ‘humano’ y poder amar. Evidentemente, el que encuentren –y cómo sea ése que encuentren– ese alguien, parece esencial para salir del infierno narcisista, egoísta e impersonal, incluso mortal.

 Y, como decíamos antes, desde que Jesús asumió nuestra humanidad, el ser humano está llamado a participar de la vida divina, a vivir ‘como Dios’: a ser amor. En palabras de Arrupe: “Ser personas para los demás”. Pero, ¿cómo hay que darse a los demás? ¿Qué es amor y qué no es amor? ¿Cuál es la clase de amor que nos humaniza a nosotros y a los demás? ¿Qué tipo de amor nos iguala a Dios? ¿Qué amor debemos perseguir si queremos ser felices?

Desde luego, no todo lo que se vende o presume o da como amor; amor auténtico es el que nos hace libres, independientes, autónomos; es decir, que, antes que ‘ser para los demás’, es necesario ser personas. “Nadie da lo que no tiene”. Y, en ese sentido, hay que entender el “Amarás al prójimo como a ti mismo”; que creo que habría que traducirlo por: ‘te aviso que tu medida, capacidad, posibilidad de amar al prójimo, está marcada por la medida en que te ames, te valores, te aceptes, te conozcas, te cultives, te ocupes de ti’.

Probablemente, por la educación que hemos recibido, nuestras vidas están preñadas de ‘quedar bien’, culpa, arrepentimiento, perfeccionismo, activismo, obediencia, sumisión, cumplimiento. Esto, para mí, es indiscutible y universalizado; y lo achaco al mensaje inconsciente que se nos grabó a ‘fuego lento’ –mezcla de inmensidad de la variedad de sentimientos castrantes que nos metieron–, de manera terrible: “¡No hagas nada de lo que yo me pueda arrepentir!”. Decía el gran pedagogo A.S. Nelly: “Al nacer, el niño trae a Dios dentro; al irle educando, le vamos metiendo demonios”. “He tenido una educación tan excelente, que me ha costado 20 años quitármela”, lo formulaba el gran Tony de Mello.

Es muy preocupante el reflejo inconsciente que todos tenemos de mirar para afuera en los momentos graves. Tanto de obligación como de necesidad, de deber o de placer: siempre está la referencia fuera –padres, pareja, profes, amigos, Dios–. En casi todas las circunstancias en las que nos jugamos algo importante –trabajo u ocio–, no preguntamos a nuestro corazón, a nuestra intuición, sino que miramos quién se puede enfadar –¡castigar!– o quién nos puede aprobar –premiar–.

Si yo voy a tu casa el sábado, invitado a comer, y me preguntas que si me apetece tomar algo antes, primero miro el reloj –son las dos menos cuarto–, luego pregunto si vosotros tomáis algo, y, si tengo mucha confianza, pregunto qué soléis tomar –qué se debe, qué se suele, qué se puede hacer–. Nunca suelo preguntarle a mi estómago, a mi gusto. Y acabo tomando algo o no, no porque es lo que me apetece o me viene bien, sino porque es lo que me hace quedar mejor –o no quedar peor–. Se puede afirmar que, incluso la mayoría de las decisiones importantes de la vida, se toman por motivos, la mayoría, ajenos, externos. (¡!)

Recordemos los dos tipos simbólicos tan enriquecedores: ‘el burro’ y ‘el pozo’. El pobre burro se mueve eternamente para alcanzar la deseada zanahoria, que nunca podrá alcanzar. Incluso, esa zanahoria, puede ser un obsequio que ofrece, para que le den lo que él anda buscando y apeteciendo, sin atreverse a pedir.

Recuerdo que un cobrador de autobús me extendía la mano abierta, con el billete, esperando a que yo le pusiera en su palma abierta las monedas que costaba. Tardé bastante en encontrarlas, y pensé: “Este buen hombre está convencido de que me da un billete; pero la realidad es que me está pidiendo el precio: ¡mientras no se lo dé, no me da el billete!”. Hay demasiada gente que se cree que está dando; pero, en el fondo, están pidiendo. Y es que no pueden dar, porque no tienen, y ¡están convencidos de ello!

Mientras que el pozo, tras mucho trabajo, tras quitar la abundante basura y piedras que han echado dentro de su brocal, tras lograr conectar con el fondo de sí mismo, de donde brota agua limpia, cristalina, agradable y apaciguadora de su sed, nunca saldrá afuera a pedir. Si sale, será a dar. Aunque sin prisa ni propagandas. Lo triste es que el pobre pozo, siempre vacío, siempre pidiendo, siempre buscando en los demás, es un modelo social perfectamente visto y aprobado, porque entra dentro de los cánones sociales y religiosos; el pozo es fruto del endémico activismo, perfeccionismo, inseguridad, insatisfacción –“¡yo no soy nada y del polvo nací!”–; mientras que el ‘orgulloso y autosuficiente’ pozo será duramente criticado: “¡Va a lo suyo, es un egoísta, no le importan los demás!”
                           
Un paréntesis que me parece enormemente importante es distinguir entre ‘ocuparse’ y ‘preocuparse’. Se suelen tomar como sinónimos. Pero yo estoy convencido de que son contradictorios: el que se ‘ocupa’ realmente de ti, nunca se ‘preocupará’ de ti: no te protegerá, aconsejará, meterá miedo, hará mil manifestaciones de que ‘le importas’. Hará, dirá o dará lo que necesitas. Pero no estará agobiante, demostrándote todo lo que se preocupa de ti, porque le importas y te quiere. No necesita que se note. No pretende quedar satisfecho de lo bueno que es.

Otro síntoma muy parecido se demuestra en la medida en que no se deja hacer favores. Te hará todo lo que él crea que necesitas –desde él–, pero tanto cuando tú le pides algo que necesitas, como cuando le ofreces tus servicios, no se rebajará a necesitarte.

Y un detalle muy curioso y significativo de esto es un ejemplo enormemente simple en la comida. Observa que la gente que come contigo te sirve –o te pregunta si quieres– agua, sólo cuando su vaso está vacío. Parece de broma, pero es real. Fíjate. Hace diez minutos que tú tienes el vaso vacío, pero sólo caerá en la cuenta, cuando está también vacío el suyo.

Y creo que es también muy aclarador el pasaje de Marta y María. Jesús va a comer a la casa de las dos hermanas. Marta está todo el rato haciendo y preparando cosas. ¡No para! Y María se siente al lado de Jesús y se pone a escucharle, con toda calma. Como es lógico, al cabo de un rato, Marta le dije enfadada a Jesús: “¿Por qué no le dices a mi hermana que no me deje sola preparando?”. Y Jesús le dice –seguro que dejándola fatal–: “Marta, Marta, estás preocupada de muchas cosas. Pero sólo una es importante: María ha escogido la mejor parte.”

Volviendo a mi experiencia personal, si voy el sábado a comer a tu casa, prefiero mil veces que estés dándome conversación, a que me digas: “Te pongo la tele, porque voy a la cocina a preparar todo”. ¡No, por favor! Nos tomamos unos pinchos, y estamos charlando tranquilos, aunque tú no te quedes orgullosa del banquete que me has dado, pero hazme caso. Como esas veces que llegas a una casa y te dicen lo que tienes que hacer, lo que es mejor para ti: “Siéntate, toma una cerveza, pasa al baño, mira este dibujo de mi hijo, te enseño la casa, te presento a mi suegra”. Hay gente que dice que yo soy muy raro –y no les falta razón–, pero yo prefiero que me digas: “Fernando, estás en tu casa, haz lo que te apetezca, y, si quieres algo, me lo pides.”

Es totalmente necesario e imprescindible distinguir entre amar, importar, querer, preocuparse, ocuparse, proteger, tener cariño, caer bien, que se note que quieres, que sienta que le amas, dejar volar, dejar equivocarse, dejar aprender.

Hace poco, vi una película interesante: “Un monstruo viene a verme”. No es una película ‘para niños’, y tiene escena duras y fuertes. Pero, leyendo entre líneas, y queriendo encontrarse con el fondo de uno mismo –la solución de casi todos los problemas, pero que pocos se atreven a afrontar–, tiene unas ‘moralejas’ altamente iluminadoras.
(Si te interesa, tengo el texto del libro en el que está basada, y, si me lo pides, te lo mando encantado.)

Seamos sinceros. ¿Tú estudias para autoformarte, para saber, para ser una persona de provecho, o para obtener buenos resultados, para tener a tus padres y profesores ‘contentitos’? Vuelve a pensar: si esperas sacar un 9 en un examen, ¿te desmoraliza hasta el ataque de nervios el haber obtenido un 7,50? O, si a tu hijo le ‘ponen’ siete ‘nueves’ y un ‘seis’, ¿le alabas los siete nueves, o le cuestionas, con el ceño fruncido, el triste seis? Muchos hijos se ponen terriblemente nerviosos ante los exámenes. Se lo comentas a sus padres, y te comentan, con toda ‘sinceridad’: “Pues yo les he hablado de notas; me da igual las notas que saque; me interesa sólo que se esfuerce”. Y yo me pregunto, si se lo creerán verdaderamente.

Recuerdo que, en una charla a padres de alumnos de un colegio, hace ya mucho tiempo, un padre –que, por cierto, no tenía demasiadas virtudes como ‘padre’– lanzó una pregunta-crítica desde el fondo del salón: “¡No sé qué les enseñan aquí en el colegio, porque en casa bien les decimos que se sacrifiquen ahora, para llegar a ser algo y poder vivir bien el día de mañana!”. Reconozco que con demasiada mala idea, pero con un tiro de corazón a corazón, le contesté: “Es que nos hacen caso demasiado pronto: les decimos que se sacrifiquen 5 años, para vivir luego sin dar golpe, y nos obedecen antes de tiempo. Porque les dejamos que empiecen a vivir ya hoy sin dar golpe.”


Dudo que sea verdadero amor el que te preocupe que tu hijo te deje vivir demasiado tranquilo, sacando muy buenas notas, y sin darte problemas. Como dudo igualmente que lo sea el no dejarle materialmente vivir, a base de estar continuamente diciéndole lo que tiene que hacer, cómo tiene que vestir, quiénes son buenas compañías y cuál es la mejor carrera que debe elegir.

Sin querer culpabilizar a nadie –¡que ya estamos demasiado!–, acabo esta reflexión como empecé: cuando criticamos lo mal que va el mundo, deberíamos preguntarnos con honradez si nosotros colaboramos a que las cosas vayan mejor, y si estamos contribuyendo tanto a dejar inmundo mejor a nuestros hijos, como si intentamos dejar al mundo unos ciudadanos más humanos.

Y quisiera convencerte: ¡Lo que tú y yo no hagamos, se quedará sin hacer!



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sábado, 12 de noviembre de 2016

"El amor es libertad"




Una vez, un reconocido guerrero indígena y la hija de una matrona de la tribu, se enamoraron profundamente; habían pensado en casarse, 
para lo cual tenían ya el permiso del cacique de la tribu.

Pero, antes de formalizar el casamiento, 
fueron a ver al anciano de la tribu, sabio y respetado, que debería dar su bendición a los futuros esposos.

El sabio, les dijo que ellos eran buenos jóvenes, y que no había ninguna razón para que nadie se opusiera.


Entonces ellos le dijeron que querían que les diera 
la fórmula para ser felices siempre. 


El sabio les dijo:

“Bueno hay algo que podéis hacer, pero no sé si estáis
dispuestos, porque es bastante trabajoso.” 

“Sí, claro”, le dijeron.

Entonces el sabio le pidió al guerrero que escalase
la montaña más alta, buscase allí al halcón más vigoroso,
el de vuelo más alto, el de apariencia más fuerte, el de pico más afilado; y que se lo trajera vivo. 

Y el sabio le dijo a ella:

“A ti no te va a ser tan fácil, vas a tener que internarte en el monte,
buscar el águila que te parezca que es la mejor cazadora, la que vuele más alto, la que sea más fuerte, la de mirada más aguda; 
 vas a tener que cazarla sola, sin que nadie te ayude, 
 y tienes que traérmela aquí viva.”

Cada uno salió a cumplir su tarea. Cuatro días, después volvieron con el ave que se les había encomendado, y le preguntaron al sabio: 

“¿Ahora qué hacemos?, 
 ¿las cocinamos?, ¿las comemos?, 
¿qué debemos hacer con ellas?”

“No, nada de eso”, dijo riendo el sabio. “¿Vosotros queréis ser realmente felices?”

“¡Sí”, le dijeron.

“¿Volaban alto las aves? ¿Eran fuertes sus alas, eran sanas, independientes?”

“Sí”, contestaron.

“Muy bien”, dijo el sabio. 

“Ahora debéis atar una a otra por las patas, y soltarlas, para que vuelen.”

Entonces el águila y el halcón comenzaron a tropezarse: intentaron volar, pero lo único que lograban era enredarse en el suelo, y hacerse daño mutuamente, hasta que empezaron a picotearse entre sí.

“Muy bien”, dijo el sabio. 
“Ahora debéis atar una a otra por las patas, y soltarlas, para que vuelen.”

Entonces el águila y el halcón comenzaron a tropezarse:
intentaron volar, pero lo único que lograban era enredarse en el suelo, y hacerse daño mutuamente, hasta que empezaron a picotearse entre sí.

Entonces el sabio de la tribu les dijo:


“Si vosotros queréis ser felices para siempre: 
volad, pero jamás 
os atéis el uno al otro.
Hay demasiada gente que identifica el amor 
con la posesión y la exclusividad.

Vosotros, en cambio, sabed que el verdadero amor 
lleva unida la libertad y la independencia: 
¡jamás la esclavitud.”



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domingo, 30 de octubre de 2016

“LOS ORÍGENES Y EL ‘FIN’ DE LA RELIGIÓN”

Parece que, desde el principio de los tiempos, los seres humanos han tenido algún tipo de ‘religión’.

A la palabra religión se le dan varios significados primigenios -relación, religación-, pero, en el fondo, hacen referencia a la relación del ser humano con ‘otro’. Lo que sea ese ‘otro’ tiene ya muy diferentes interpretaciones.

Parece normal que el ser humano, en cuanto empieza a ser consciente de su vida, la de los demás y de la naturaleza, intuye que se dan fenómenos -internos, relacionales o naturales-, que él, por sí solo, no puede explicar. Ni siquiera entender, formular o describir, y, mucho menos, interpretar.

Sentimientos, alteraciones en sus emociones, problemas en las relaciones con los demás -tanto de su mismo sexo como del otro-, terremotos, tormentas, cambios de climatología, son cosas que ni controla ni comprende ni se explica.


Es probable que se haya dado -casi universalmente también- la aparición de algún ‘iniciado’, que parece saber interpretarlos, y, en general, atribuye a la existencia de un ‘ser’ superior, exterior y ajeno a todo lo humano. Y, a un paso de esto, tenemos la aparición de las diversas religiones.




























En demasiadas ocasiones, ese ‘Otro’ suele ser exigente, insaciable, poderoso y dominador. Y, en general, enemigo, rival, de los seres humanos, terrible, incomprensible para estos pobres seres inferiores y necesitados, aunque celoso de sus peticiones y posibles poderes.

No pocas veces, esta sensación de poder temible fue utilizado por los poderosos -bien sean los mismos iniciados o los pronto aliados gobernantes-. La religión pasa a ser un aliado muy efectivo y práctico del poder.

Dada la inmensa diversidad de culturas, caracteres e ideologías, existe una inmensidad de tipos de religión diferentes. Pero todas ellas tienen esos rasgos descritos: dios lejano, enemigo, y, con frecuencia, poderoso, sanguinario, cruel, vengativo, horrible y temible.

Con algunas matizaciones, un tipo de religión muy parecido a las descritas es el que adopta el pueblo de Israel. Desde ahí interpretan y escriben su historia y sus historias.

Aunque, desde bastante pronto, hay escritos en los que se da un giro de 180 º a su concepción de Yahvéh. Muchos trozos de los llamados ‘profetas’ -‘hablan en nombre de Dios’, no adivinos del futuro-, como Isaías, Ezequiel, Jeremías, Amós u Oseas, así como algunos pasajes de los libros ‘sapienciales’, describen a Yahvé como ‘padre’, ‘madre’, ‘misericordioso’ y ‘amante’.

Pero tiene que llegar el siglo primero, para que Jesús de Nazaret rompa total y brutalmente con esa mentalidad, para contarnos su ‘nueva noticia’: Dios es amor y sólo amor, no es celoso de los seres humanos, sino que los ama con ternura, como una madre amorosa, y nos regala, por medio de Jesús, su misma vida, amor y espíritu, para que podamos vivir como él, porque siempre quiere lo mejor para cada uno de nosotros -sus hijos amadísimos-.

Es curioso que el pecado mayor en casi todas las religiones -nuestro ‘pecado original’- es que ‘los hombres quieran ser como dioses’, y, precisamente la ‘buena noticia’, el regalo de Jesús, es que él se ha hecho carne, para traernos, regalarnos la Vida de Dios, ‘para que seamos como dioses’ -para que podamos vivir de su amor, de su vida-.

Por tanto, desde Jesús, no es posible pensar en que Dios castiga, condena, se ofende, se enfada, nos vuelve la espalda. Desde el Dios que nos enseña Jesús, no es posible pensar en la culpa, en el pecado, en que podemos perder su amistad. Con el Dios cristiano es incluso impensable ‘pedir perdón’: lo que sí es pensable -y recomendable- es ‘afradecerle el perdón concedido, el que nos siga perdonando, amando, dando fuerzas, a pesar de todo.

Por tanto, el cristianismo no consiste en ‘cumplir con Dios’, sino cumplir su encargo: usar su vida para vivir desde el amor, para ser felices y contagiar esa felicidad.

Hay una frase en el evangelio, que puede ser muy significativa: “Porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir”, Mateo, 20, 28. Siempre la hemos entendido como que tenemos que servir, cumplir, amar -a Dios y a los demás-, como Jesús. Pero hay otra explicación más ‘cristiana’: ‘El Hijo del Hombre, yo, en representación del Padre, no he venido para que me sirváis, para que cumpláis con nosotros, sino para serviros, para que, gracias a nuestro amor, podáis amar y ser felices: seáis plenamente humanos’.

Hay un autor francés que tituló un libro “Cristianismo, la religión sin religión”. Todas las religiones son para ‘religarnos’ con Dios, cumpliendo sus mandamientos. El cristianismo es para relacionarnos con los demás -y con nosotros mismos- desde el amor y la vida de Dios.

Una vez que le preguntaron al Dalái lama cuál era, según él, la auténtica religión, contesto: “La que a usted le haga más feliz”. Y san Agustín -uno de los teólogos más respetados del cristianismo- decía en el siglo IV: “Deus, intimius intimo meo” (Dios es lo más íntimo de mi intimidad, lo mejor de mí mismo, lo que Dios sueña para mí, lo que me hace ser más yo mismo-feliz-amor-Dios.)

En el evangelio de Juan ‘la samaritana’ le pregunta a Jesús dónde hay que adorar a Dios: “Porque unos dicen que aquí y otros que allá”. Y Jesús le contesta que el único sitio es el fondo del corazón: “Vosotros sois templos del Espíritu”. Y un teólogo moderno muy considerado, dice que todos los seres humanos estamos embarazados de Dios, que tenemos en nuestro corazón, una semillita del mismo Dios. Ser humano, cristiano, feliz, genial, amor, depende de cómo cultivemos esa semilla.

Por eso, y aunque suene escandaloso a primera vista, cada persona ha de tener su propio Dios, y, por tanto, ha de buscar su propia religión: el camino que mejor le lleve a lo más divino de sí mismo. Si tú me dices: “Fernando, tú que naciste a Madrid, y vas allí con frecuencia, dime cómo hago para ir a Madrid”, como me llamas desde el móvil, yo te preguntaré: “¿Dónde estás?” Porque, si estás en Vigo, deberás que encaminarte hacia el suroeste, pero, si estás en Cartagena, lo correcto es ir al nordeste”. Mi camino no puede ser el tuyo, ni el tuyo puede ser el de tu madre.

Y, aunque suene a ‘propaganda ilegal’, por eso he titulado yo mi último libro “El jardín interior”, que te recomiendo. No el libro, sino el serio cultivo de tu ‘jardín’: el 'arreglo' de tu corazón.
 
 

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