Llevamos
una temporada demasiado larga, en la que hay mucha gente pasándolo muy mal. En
otro momento decíamos que, además de las evidentes razones económicas, se
respira una atmósfera cargada de falta de ilusión, de valores, esperanzas y
certezas. En casi todos los aspectos de la vida -personal, sentimental,
familiar, social, sanitario, económico, político, religioso- existen razones
-verdaderas o creadas, eso es otro cantar- para no estar tranquilos. No puedo evitar que me recuerde a aquella otra frase: "¡Andan como ovejas sin pastor!". Se habla
mucho -¡y con razón!- de la violencia, corrupción, malos tratos y abusos.
Pero creo
que esto no es la causa, sino el efecto de otra realidad que lo genera. He
visto un dato que me parece acertado y muy preocupante: “la enfermedad que mayor incidencia tendrá -incluso en el aspecto
laboral- dentro de pocos años será la
depresión”. Desde mi ‘butaca crítica’ de espectador en este “Gran teatro del mundo”, veo que
realmente hay mucho vacío afectivo, inseguridad, sinsentido, desequilibrio. Hoy
quisiera dar algunas pistas sobre una enfermedad que he dado en llamar “protagonismo
victimista”. Una auténtica pandemia, muy extendida en esta sociedad
nuestra del bienestar, y que está haciendo sufrir mucho; a los que la padecen y
a los que los rodean.
Creo que
el virus causante de esta pandemia tiene su origen en un tipo de educación
bastante generalizada, que no sabría situar en el tiempo, pero que percibo que
se ha dado a través de varias generaciones; y es muy difícil determinar en qué
época ha sido peor y por qué. Una educación que se ha caracterizado por dar
muchas cosas pero poco afecto, consumo material y facilidades varias sin
comunicación profunda, caprichos -o consejos y castigos, a veces- sin cariño,
sin atención y cercanía. No voy a entrar en las causas ni en las culpas: suponemos
que, en general, se ha hecho ‘con la mejor intención’.
Repito
con insistencia en mi ‘Escuela de Padres’: “Los
hijos no aprenden, imitan”. Cuando alguien viene a intentar corregir su
falta de afecto, su inseguridad, su culpa permanente -substrato generalizado de
la mayoría del personal-, es fácil que surja el culpar a sus padres de esa
falta de afecto recibido. Sin embargo, enseguida, hay que entender que nuestros
padres nos han dado lo mejor que tenían, lo han hecho lo mejor que sabían; y,
probablemente, no nos han dado más ni mejor, porque ellos tampoco lo recibieron
a su tiempo.
Lo cierto
es que el personal crece sin sentirse suficientemente valorado y atendido, y,
enseguida, necesita construir su personalidad, insuficientemente abastecida,
con el fin de lograr el protagonismo afectivo que no le concedieron. No puede
dar el “giro copernicano” -necesario para la madurez personal-: “Aceptar que, como la tierra, yo no soy el
centro del universo: mi vida debe girar alrededor de La Vida”; que no seré
feliz mientras espere que todos giren a mi ritmo, y no experimente la
satisfacción de colocarme en mi sitio, de aceptar serenamente que “las cosas no
pueden ser como no son”. Aquello que notamos en tanta gente, que necesita “ser el novio en la boda, el niño en el
bautizo y el muerto en el entierro”.
Todos
detectamos el enorme protagonismo de las personas con las que tratamos, aunque
no somos conscientes del nuestro. Y, dentro de las muchas maneras en que se
busca el protagonismo, el virus de la epidemia que quiero analizar -y quisiera
ayudar a erradicar- ha tenido la mutación del ‘victimismo’. Sin caer en la
cuenta, se crece en el autodesprecio, la inseguridad, el miedo a la soledad y
al abandono, el convencimiento de la propia incapacidad para generar aprecio, valoración
y afecto, acentuado desde la religión: “Señor,
yo no soy digno”, “Yo no soy nada y del polvo nací”. Y, como los otros no
me han dado lo que yo necesitaba, intento inútil y machaconamente, sin caer
tampoco en la cuenta, que los demás me tengan lástima, y me presten la atención
que ingenuamente supongo que va a llenar mis vacíos. Hace poco, me contaba una
madre que su hija, de infantil, le decía textualmente: “Mami, me voy a poner malita, porque así me haces más caso.”
Por todos
los sectores de nuestra sociedad se repiten estos estribillos: “Soy el que más sufro y el que menos me
quejo”, “¡¿Qué habré hecho yo para merecer esto?!”, “Con todo lo que yo he
hecho, mira cómo me lo pagan”, “Cría cuervos y te sacarán los ojos”. ¡Esta
sí que es ‘la canción del verano’, y la del invierno, y la del año que viene!
Hablando de los varios tipos que suelen darse en los diversos grupos, se suele
usar la figura del caracol para identificar el rol que estamos intentando
describir.
Se habla
del tipo ‘JULIO CÉSAR’, emperador a caballo, siempre mandando, liderando el
grupo desde el poder. Del ‘ESTRELLA’, que brilla, seduce, atrae, triunfa. Del
‘ENREDADERA’, que mete sus rumores y cotilleos por los posibles huecos de todos
los muros del grupo, y domina desde esa estrategia tan poderosa, temible y
frecuente. Y del ‘CARACOL’. De él se lee en cierto libro de autoayuda: “El pobre caracol es la víctima del grupo:
como no tiene poder, ni prestigio, ni influencia; como no puede tirar del grupo
por delante, tira por detrás. Va el último, haciendo esperar a todos. Siempre
le pasa algo que llame la atención y los cuidados de los demás.”
Aunque,
luego, dirá que a él no le pasa nada; se coloca, en un rincón, en postura
fetal, esperando que vengan a consolarlo: -“¿Te
aburres?” -“No, qué va. Divertíos vosotros..., que podéis”. Si no ve a
nadie a su alrededor, hace su vida, avanza, y hasta “saca sus cuernos al sol”.
Pero, si alguien se acerca o lo toca, vuelve a replegar sus cuernos y a
quedarse acurrucado y quieto, esperando una compañía suficientemente pendiente
y acariciante. El pobre caracol está convencido de que los demás tienen la
culpa de sus problemas y, por eso, se dedica a que ‘la paguen’.
Los
cuatro tipos tienen multitud de facetas y maneras de portarse. Se dan a todas
las edades y en todos los campos. Incluso, pueden intercambiarse en sus
diversos ambientes: ‘César’ en la pandilla y ‘caracol’ en casa. ‘Estrella’ con
su familia y ‘enredadera’ en el trabajo. Cada uno de ellos está huyendo de una
realidad personal insatisfactoria y, casi siempre, desconocida. Pero no se te
ocurra decirles que se enfrenten a sí mismos, para poder ser felices y
contagiar esa felicidad a los demás: ¡eso no entra en sus agitadas cabezas! Y
nuestro pobre caracol es el que peor lo pasa, y peor lo hace pasar. No es malo,
es enfermo: lo hace sin darse cuenta. Su papel le resulta triste y doloroso,
pero “más vale malo conocido que bueno
por conocer”. Incluso está inconscientemente convencido de que no sabría ni
podría sobrevivir estando bien.
Otro problema
de esta enfermedad es que realmente el caracol posee ‘percepción selectiva’: no
se ve objetivamente a sí mismo, no ve bien a los otros, y tampoco es realista
en ver su relación con los demás. Hay un ejemplo que me resulta muy gráfico: si
alguien me da 10 besos y 10 bofetadas y yo le doy 10 besos y 10 bofetadas,
estaré convencido de que me ha dado 100 bofetadas y 1 beso -o ninguno- y yo le
he dado a él -o a ella, claro- 100 besos y 1 bofetada -o ninguna-. Y ni sé
agradecer ni sé pedir perdón, porque no puedo ver lo malo que yo hago, ni lo
bueno que me hacen los demás.
El
caracol suele ir acompañado de otros dos ‘tipos’ complementarios, de uso
alternativo o simultáneo, bastante frecuente: el ‘MOSQUITO’ y el ‘AVESTRUZ’.
El
mosquito es un insecto bastante pequeño, casi invisible, pero cuya picadura
resulta francamente molesta. El ‘síndrome del mosquito’ consiste en que el
pobre tiene que estar siempre volando y zumbando; no puede pararse ni estar
quieto, porque siempre tiene la sensación de que, en cuanto se pare, lo matan,
van a por él. El caracol-mosquito necesita no parar de hacer cosas, para tener
razones de su valía. Y tampoco se deja querer: pide cariño, pero siente que no
merece -y no acepta- el que le dan.
Y el
avestruz es ese animal de cabeza escasa y desprotegida; cuello distanciador y
hábilmente flexible; cuerpo aguerrido y de acolchador plumaje; patas largas y
rápidas, que le dan la velocidad suficiente para escapar de sus agresores
habituales. Pero hay un enemigo temible de quien no puede escapar: el viento
veloz, cargado de fina arena; su cabeza no puede tolerar tan hiriente metralla.
Entonces entra en juego su defensa secreta: introduce la cabeza en la arena,
dentro de un agujero protector. Y no le importa que la arena, inofensiva ahí,
se estrelle contra su mullido y sufrido parapeto: “¡Ahí me las den todas!”. Tolera impasible el agresivo pero
pasajero temporal.
Cuando ha
pasado, vuelve a sacar la débil cabeza y: “Aquí
no ha pasado nada”. El caracol-avestruz anda lamentándose por la vida despreocupadamente.
Y, cuando le pillan en un renuncio, aguanta impertérrito la bronca; es más, les
da toda la razón: “¡No me merezco ni el
aire que respiro; sé que tengo la culpa de todo; seguid, seguid con vuestros
reproches, que todos serían pocos para lo malo que soy!”. Y, con la misma
insensatez e igual convencimiento: “¡Desde
mañana nada va a ser igual; he comprendido para siempre que tengo que callarme
y me callaré; nunca volveré a decir lo que tenéis que hacer; voy a daros gusto
en todo... desde mañana!”
¿Te
sientes identificado? ¿Te parece que es demasiado exagerado para tu caso? Pero,
¿a que ves aquí retratada a mucha gente que conoces? Y es que todos deberíamos
darnos por aludidos. A unos se les nota más y a otros menos, pero todos tenemos
mucho de ‘caracol’: a todos nos han inoculado el virus del ‘protagonismo
victimista’, aunque con secuelas más nocivas para unos que para otros. Todos hemos crecido, sintiendo menos afecto, valoración y atención, de la que nos hubiera hecho falta.
Y ¿qué
hacer para curarme de esta enfermedad, si es que la tengo, aunque no lo haya
podido reconocer hasta ahora?
Como
decíamos antes, uno mismo no se ve: como nos pasa con nuestra nuca. La mejor
vacuna, experimentada, barata y sin efectos secundarios, es una cámara de
vídeo, una grabadora o un espejo, incluso dos; bien sea de cristal o de carne y
hueso: una persona amiga que me ayude a abrir los ojos. Si lográramos vernos
como nos ven los demás, si escucháramos a las personas que nos quieren e
intentáramos vernos desde su punto de vista, si fuéramos anotando todas las
pistas que nos dan -aunque, en ese momento, no pudiéramos aceptarlas-, todas
esas veces que no ven las cosas como nosotros las creíamos ver; entonces y sólo
entonces, seguro que empezaremos a ver en nosotros la enfermedad.
Hace ya
años, el tutor de una alumna de 2º de Bachillerato me pidió que asistiera a la
entrevista que iba a tener él con sus padres, pues el padre -duro, cabezota y
autoritario- no le solía hacer mucho caso, y esperaba que a mí me hiciera más.
La hija vivía atemorizada, minusvalorada e insegura. El padre no hacía más que
echarle en cara sus defectos -¡para él todo lo hacía mal!-, y de una manera
bastante poco cariñosa, incluso yo diría que civilizada.
Yo estuve
un rato explicándole, como mejor pude, que su hija necesitaba aliento, afecto,
seguridad, apoyo y ánimo. En un momento dado, el padre me dijo: “Bueno, hábleme claro. Déjese de teorías.
¡Dígame qué tengo que hacer con mi hija! Yo necesito una fórmula concreta.”
Y, en ese
momento, se me ocurrió decirle: “De
acuerdo. Cómprese una grabadora, y grabe cada vez que usted se dirige a su hija.
Al cabo de dos días, lo mira, y seguro que se preguntará: ‘¿Pero puedo ser yo
ese monstruo, que chilla de esa manera a su hija?’.” No sé si me llegó a
entender. Creo que sí. Desde luego, su mujer -y el tutor, ¡por supuesto!- me miró con una sonrisa de lo más
cómplice y satisfecha.
¡Y eso ya
es el 90 % de la solución! Veremos cuándo se nos metió el virus, y cómo se
efectuó en nosotros su mutación. Incluso admitiremos cómo nuestra personalidad
se fue construyendo, sin culpa nuestra, como reacción y defensa inconsciente a
él. Y, al desculpabilizarnos y no reñirnos, podremos empezar a mirarnos con
cariño y ver todo con mayor objetividad. “Ver
comprender y aceptar, sin prisa por cambiar”, receta mágica de cambio, que
formulaba Tony de Mello.
Os comento
que este artículo lo publiqué para la revista ‘BELLAVISTA’, de octubre de 2009,
pero me ha parecido oportuno colgarlo hoy en este blog, pues sigue siendo
vigente, y puede venir bien leerlo a mucha gente.
De nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me pongas un correo a mi dirección
fermomugu@gmaill.com