domingo, 16 de febrero de 2020

“UNA EDUCACIÓN NECESARIA”


Uno de los temas relevantes que se están tratando estos días, sin la seriedad debida es el de la educación. Quizá por ignorancia, incapacidad, cortedad de miras, pereza, egoísmo, o por objetivos que muy poco tienen que ver con una auténtica educación.

Antes que ver si la educación de sus larvas está a cargo de unas u otras instancias, debería ponerse de acuerdo la sociedad entera en qué resultados se pretende obtener con ella.

En las discusiones previas, existen demasiados prejuicios e interferencias: educación pública o privada olvidando la necesidad tan denostada -pero necesaria, aunque sólo fuera por razones económicas-, de la ‘concertada’. Según una encuesta realizada por OCU (Organización de Consumidores y Usuarios, de bastante neutralidad y objetividad), el coste por alumno de la E.S.O., en la Privada concertada era de 1.117 euros, en la Privada sin concierto de 2.617 euros, y en la Pública de 6.171 euros.

Estos datos -que tampoco pretenden ser definitivos- no se suelen manejar demasiado, mientras que se establece la polémica entre el modelo religioso o laico, regulado por el estado y pendiente del beneplácito familiar, o por una entidad privada, de ideología definida, basado en modos y costumbres de un signo u otro.

El Estado -sobre todo, el de izquierdas, aunque los de derechas no han sabido usar estos datos con la contundencia debida- hace grandes problemas de las matriculaciones, de los privilegios, y exenciones fiscales de la Iglesia, pero parece no querer caer en la cuenta de las cantidades ingentes que la Iglesia ahorra al Estado, en obras sociales, sanitarias, asistenciales y -como decíamos- educativas.

Es patente, a poco que se profundice en su estudio, que -en todo tipo de debate, en todos los campos del entendimiento- casi todas las conclusiones, incluso llamadas científicas, se mueven antes por razones viscerales -prejuicios emocionales, ideas preconcebidas-, que por serenas lógicas racionales.

Suelo citar la famosa frase del filósofo francés Blais Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Y me encanta uno de los pequeños pensamientos, que llenan el gran pequeño libro de Kalil Jibran, “Arenas y espuma”: “Una mujer gritó: ‘¡La guerra era justa, allí murió mi hijo!’.”

Se dice que, en muchos campos, sectores o niveles del ‘pensar humano’, primero nos dice el corazón -la familia, la experiencia, la creencia- lo que ‘tenemos que pensar’, y luego le manda a la razón que traiga argumentos coherentes, que sustenten lógicamente lo que hemos ‘decidido’ defender.

Por eso, es muy posible que, desde la mentalidad laicista, se mira la educación impartida por la Iglesia como el enemigo público número uno. Y, desde los sectores eclesiales, no podemos olvidar cuántas barbaridades se han cometido en instituciones religiosas, y no hace demasiado tiempo.

Prescindiendo ahora del espinoso y terrible tema de los abusos, hay que admitir que la mayoría de los sectores de Iglesia mantenía que era la poseedora de la única y universal verdad. Por tanto su misión educativa era indoctrinar, convertir al catolicismo, hacer prosélitos. Cosa totalmente ajena al Evangelio de Jesús.

Hay un caso muy significativo de esa mala interpretación: es la ‘llamada’ de los primeros discípulos. Dos parejas de hermanos -de muy distinta clase social- están pescando. Jesús los ve, les llama y les dice: “Seguidme: yo os haré pescadores de hombres”. Más claro, agua. La vocación del cristiano es hacer nuevos discípulos, pescar a mucha gente, para que se apunte a nuestra obra. Y así se ha entendido siempre, tanto por los que lo veían bien, como por aquellos a quienes les parecía demasiado proselitismo.

Y el verdadero significado es, gracias a Dios, muy distinto. En los tiempos de Jesús, y en toda la literatura de su tiempo y anterior, ‘el mar’ era la representación del ‘mal’, del caos, del sinsentido. Ya en el relato de la creación del libro del Génesis –aprox. siglo X a de C.-, se lee: “Y el espíritu de Yavé -el orden, la lógica- sobrevolaba la faz de las aguas -el caos, el desorden, el magma sin forma-. El autor de ese relato del Génesis nos pinta que Dios puso orden en el desorden. De ahí que, en realidad, Jesús llama a los que quieran seguirle, para ayudar a las personas perdidas y desorientadas, a encontrar un sentido y una ilusión a su vida: lo mismo que él hizo en toda su vida.

La palabra ‘educar’ viene del latín ‘educere’, que viene a significar ‘entresacar’. Educar a una persona no es ‘meterle’ una serie de conocimientos o principios, sin ayudarle a que saque su propio esquema mental y personal de lo mejor de sí mismo.

Existe un cuento, que me parece muy inspirado, que ilumina esta realidad:
Un hombre rico, muy aficionado a los caballos, dentro de su yeguada, tenía un caballo precioso, que le tenía enamorado. Se enteró que, cerca de su gran cortijo, vino a vivir un afamado escultor, y enseguida se le ocurrió la idea de inmortalizar su tesoro, en un lujoso mármol.
Una tarde, fue con su hijo de 5 años a visitar al escultor, llevándole una fotografía del caballo. Estuvieron un buen rato, comentando posibilidades de tamaño, tiempo y forma. Había un paralelepípedo de brillante mármol, de unos dos, por noventa, por uno cincuenta.
Llegaron a un acuerdo en todos los detalles de la escultura. El artista dijo que, aunque la fotografía podía ser suficiente, se pasaría por su finca, para ver al caballo trotando.
El niño observaba todo con avidez.
Pasado el tiempo convenido, el escultor llamó al dueño del caballo, para que viera su obra terminada, que luego llevaría él a su destino en la finca, bien embalada y segura en su furgoneta, para evitar dificultades y disgustos de última hora.
Fueron de nuevo, padre e hijo, a casa del escultor, y realmente se quedaron maravillados ante la viveza realista del mármol.
El padre pagó el cheque, y, al volver en el coche, el niño preguntó al padre: “Papa, ¿cómo sabía ese señor que dentro del bloque estaba ese caballo?”

Un día que conté este cuento, me dijo uno de los oyentes, sumamente inteligente: “Evidentemente, la profesión de escultor es la más fácil del mundo: sólo tiene que quitar lo que sobra”.

Solo dos observaciones: el educador es el arte más bello y el oficio más difícil del mundo. Porque, en un bloque de piedra, tienes que intuir que existe un precioso caballo -a veces en el bloque tosco de granito de un adolescente es imposible ver el ‘Caballo ganador’ que lleva dentro-. Y, encima, no tienes que quitar lo que sobra, sino ayudar a que lo que estorba, se vaya cayendo. Porque, por fuerza y voluntad, no se va lo malo: hay que irlo aceptando, sin riña ni rabia, y se irá yendo.

Hay un principio en educación, que dice: “Un educando llega a ser aquello que la persona de su referencia espera de él”.

Un buen padre o profesor, tiene que empezar por aceptar que está haciendo un costoso regalo, que sólo será apreciado y agradecido después de muchos años. Y tiene que sentir un auténtico entusiasmo en esa obra de arte que va a realizar, sin regatear esfuerzos. El mero hecho de hacer lo que hace es su paga y su recompensa. ¡Si no es así, que se dedique a otra cosa!

Hay dos esquemas mentales que sustentan dos tipos contradictorios de educación. Uno se basa en la frase: “¡Tú obedece, no pienses, y no te equivocarás!”. El otro dice: “Tú decide por ti mismo; te puedes equivocar. Pero, si no decides, ¡ya te has equivocado!”

Una persona muy querida para mí, tiene dos anécdotas, que me resultan altamente significativas. Cuando tenía cuatro o cinco años, le preguntaron en una ocasión: “¿Qué quieres ser de mayor?”. Y él, con total naturalidad, contestó: “Hijo”. En otro momento, le dijo, todo miedoso, a su madre: “Yo no quiero ir al cielo”. Su pobre madre, religiosa a ultranza, le preguntó asustada el por qué. Y él le dijo: “¡Porque, tan alto, y sin barandilla!”. Cuando me las contaron, como fuente de gracia y humor, yo las procesé en ese apartado. Ahora, que conozco bastante a la persona, que tiene, más o menos, mi edad, veo que eran dos deseos profundamente introyectados, que, a pesar de haber pasado por muchas y serias responsabilidades, ha logrado ejercer: no decidir, ni arriesgarse a ser libre y volar.

Es el fruto natural de la ‘educación’ que lleva dándose desde mi más tierna infancia, tanto a mi generación, como a la de mis padres y abuelos, ‘sin ir más lejos’. “Haz lo que los demás esperen de ti”. “Serás feliz, cuando todos estén felices contigo”. “Procura siempre ‘quedar bien’, y no pienses en ‘quedarte bien’.”. Y la más morbosa, venenosa y destructiva: “¡No hagas nunca nada de lo que ‘yo’ me pueda arrepentir!”.

En general, los padres quieren lo mejor para sus hijos. Hasta ahí vamos bien. Lo malo es que, desde ese buen principio, se pasa a malos fines: “Lo mejor para mí será lo mejor para mi hijo”. “Lo mejor que puedo yo hacer por mis hijos es transmitirles mis valores, mis gustos, mis criterios; ¡porque estos jóvenes no tienen valores!”. La profesión ideal para el hijo será la que crea el padre; la mujer adecuada, la que guste a su madre. La conducta cabal, la que coincida con sus valores.

En una reunión de la ‘high society’ madrileña, una encopetada señora, de visible alto poder adquisitivo, exclamaba, lamentándose: “Y mi hija, que podía haberse casado con quien le hubiera dado la gana, va y se casa con ese ‘don nadie’, ¡que no tiene ni el graduado!”. Y mi madrina, que ‘participaba’ en esa reunión -y debió de salir a mí-, le dijo: “Pues mira, eso es lo que ha hecho: se ha casado con quien le ha dado la gana”.

Volvemos al precioso cuento del caballo: lo mejor que pueden hacer unos padres por sus hijos es ayudarles a que desarrollen lo mejor de sí mismos. Un cristiano diría: a cultivar la semilla de Dios que lleva en el fondo de su corazón.

Y eso no se logra a base de castigos, riñas, indicaciones y consejos. Y, curiosamente, es el método más usado en nuestras familias, nuestras escuelas, incluso nuestros púlpitos. Decía un castizo que los curas dicen en sus homilías a los fieles presentes, todos los improperios que dirían a los que no vienen a la iglesia.

Y por algún sitio, escribí hace poco que la relación entre padres e hijos, profesores y alumnos, en general y por desgracia, parece un combate declarado entre enemigos y rivales. Suele abundar la cara de enfado -a veces, parece odio- el dedo índice de la mano derecha bien erguido y en postura autoritaria, y el tono de la voz, denota cualquier cosa, menos cariño, amabilidad y afecto.

Parece que seguimos convencidos de los principios tradicionales: “La letra con sangre entra”, y “quien bien te quiere te hará llorar”. Cuando está universalmente comprobado que, como el educando perciba esos gestos y tonos amenazantes, ya no oye, no atiende, no escucha. Se pone un paraguas imaginario y espera a que termine el chaparrón.

Un famoso pedagogo alemán decía que, cuando devolvemos los exámenes corregidos, mucho más beneficioso que devolver subrayado en rojo lo equivocado, sería presentar subrayado en azul lo acertado; y olvidar los fallos. La calificación sería la misma, pero la reacción del alumno sería, en este caso, mucho más positiva y enriquecedora.

Las actitudes y actuaciones que se corrigen o se castigan quedan mucho más fijadas y se repiten casi eternamente. Las que se premian, alaban, o se agradecen, ejercen una labor enorme de reforzamiento, autoestima y satisfacción, con unos frutos impensables así se irá cayendo lo que sobra en el bloque de mármol.

Hay una anécdota de San Ignacio, iluminadora. Estaba tratando un problema bastante complicado con el Vaticano, y su interlocutor era un cardenal que tenía fama de ser de los de armas tomar -“¡Lo que yo digo es lo único válido!”-, y que él no gozaba de su favor. Lo comentó con un asesor de confianza y le dijo: “Habrá que hacer capaz al cardenal”  -frase genial y método copiable-. Daba por supuesto que, por las bravas, no iba a poder convencer al buen cardenal. Primero habría que buscar el modo de entrarle poco a poco, hasta que le fuera más comprensivo. Ignacio tenía ya muy claro un principio esencial en educación y en toda convivencia-: Nada que sea impuesto será aceptado como verdadero”  -otra gran frase para el archivo-. Más importante que tener la verdad es hacer al otro capaz de aceptarla. Jesús en el evangelio lo formuló más fuertemente: “No echar margaritas a los cerdos”, o la de San Pablo: "Hacerse todo a todos, para 'ganarlos' a todos". O el refrán clásico: “Entrar con la de ellos, para salir con la nuestra”.

Si, cuando tu hijo te cuenta una travesura que acaba de hacer, tú le riñes o castigas -“¡Que no me vuelva yo a enterar!”-, es cuando mejor te obedece: ¡no te vuelves a enterar! Y luego comentarás asombrado: “Es que mi hijo a mí no me cuenta nada”. O, peor aún, oirás, o comprobarás, -sin poder darle crédito- que tu hijo miente más que habla.

Y no te podrás creer que, a hijos que sus progenitores les hablan sin ojos de odio, ni cara de dolor de estómago, nada más llegar a casa, cuentan ‘ce por be’, todo lo que les ha pasado en el colegio.
                                       
‘Transmitir valores’ sólo se consigue, siendo tú -viviendo- lo que quieres que sea tu hijo: “¡La palabra mueve, el ejemplo arrastra!”. Y no ‘para que’.  Porque eso, a la larga, no funciona. Cultivando tú la semilla de Dios de tu corazón, no queriendo quedar bien, ‘faire semblant’, no actuando -eso que ahora se llama ‘postureo’-, ‘para’ que tu hijo aprenda. Si haces algo sólo para que tu hijo te copie, seguro que no te copia.

Creo que es Mariano Osorio (Sevilla 1777), el que escribió un poema que me encantó:

“Cuando pensabas que no te veía, te vi 
  pegar mi primer dibujo al refrigerador,
e inmediatamente quise pintar otro.  

  Cuando pensabas que no te veía, 
  te vi arreglar y disponer de toda 
  nuestra casa, para que fuese 
  agradable vivir, pendiente 
  de detalles y entendí que las 
  pequeñas cosas, son las cosas 
  especiales de la vida.

  Cuando pensabas que no te veía, 
  te oí pedirle a Dios, y supe que 
  existía un Dios al que le podría 
  platicar, y en quien confiar.

Cuando pensabas que no te veía, te vi preocuparte por tus amigos sanos y enfermos, 
y aprendí que todos debemos ayudarnos y cuidarnos unos a otros.

Cuando pensabas que no te veía, debí dar tu tiempo y dinero,
 para ayudar a personas que no tienen nada,
 y aprendí que aquellos que tienen algo deben compartirlo con quienes no tienen.

 Cuando pensabas que no te veía, te sentí darme un beso por la noche,
 y me sentí amado y seguro.

 Cuando pensabas que no te veía, te vi atender la casa y a todos nosotros,
 y aprendí a cuidar lo que se nos da.

 Cuando pensabas que no te veía, vi como cumplías con tus responsabilidades,
 aun cuando no te sentías bien, y aprendí que debo ser responsable cuando crezca.

 Cuando pensabas que no te veía, vi lágrimas salir de tus ojos,
 y aprendí que algunas veces las cosas duelen y que está bien llorar.

 Cuando pensabas que no te veía, vi que te importaba,
 y quise hacer todo lo que puedo llegar hacer.

 Cuando pensabas que no te veía, aprendí casi todas las lecciones de la vida,
 que necesito saber para ser una persona buena y productiva cuando crezca.

 Cuando pensabas que no te veía, te vi, y quise decir gracias,                           
gracias por todas las cosas que vi.


Escribe Tony de Mello: “Una madre fue a preguntar al maestro, ‘¿Qué haré, para que mi hijo sea feliz?’. Y el maestro le contestó dulcemente, ‘Sea usted feliz’.”  En ‘Escuela de Padres’, usábamos como lema: “Los hijos no aprenden, imitan”. Por suerte, todos acababan convencidos. Aunque no sea nada fácil -ni creérselo, ni practicarlo-.

“Hay que dar raíces, pero también alas”, “El pájaro que nace en una jaula cree que volar es pecado”.

La medida del valor de una educación se da en lo que se riega y cultiva las propias emociones y valoraciones del educando, y en la longitud de la cuerda con que se deja salir al mundo a los hijos.

Es mucho más cómodo -tanto para el educador como para el educando-, transmitir, introyectar, meter, llenar de nuestras convicciones, valores, ideas o principios -sean costumbristas, familiares, académicos, religiosos, políticos o morales-. Pero, así, no educamos, no formamos personas libres, autónomas, críticas, creativas, humanas.

¡Ni coherentes! Que es, para mí, la cualidad más necesaria e importante para ser persona humana, libre y feliz: la coherencia es la mayor fuente de satisfacción.

Explicando la ‘Ventana de Jo-Hary’ -mi ‘guitarrito’, en “Comunicarse para ser feliz”-, suelo decir que ‘sinceridad’ es decir lo que se piensa: ser veraz de tu ‘uno’ al ‘uno’ del otro -decir lo que piensas-; ‘autenticidad’ es contarte tú a ti mismo lo que sientes: ser veraz de tu ‘dos’ a tu 'uno’ -saber lo que sientes-; y ‘coherencia’ es hacer lo que piensas y sientes -actuar por tu decisión libre-.

Una persona que no decide por sí misma, desde su decisión libre, no puede ser coherente, y nunca estará satisfecho con su vida ni con sus actos. Y siempre necesitará tener una referencia, una autoridad, una norma, un manual, donde apoyarse, que le dé seguridad. Pero eso no es ‘humano’, y crea inseguros y descontentos.

De ahí la esencial distinción entre educación y formación. Simplificando, podríamos afirmar que la educación es hacer un buen expediente, formación ayudar a crecer a una persona coherente, comprometida, colaboradora, compasiva, consciente y competente.

Y, bajando a más detalles, para eso es necesario cultivar la semilla de la tolerancia, la comunicación, la escucha, la sensibilidad, la misericordia, el respeto, la flexibilidad, el diálogo, la comprensión, la sonrisa, la confianza, la ilusión, la responsabilidad.

No la culpa ni el miedo, la infravaloración, la desconfianza, la mentira, el fanatismo, la radicalidad, la obsesión, la inseguridad, la indecisión, la despersonalización, el veletismo, el perfeccionismo, el activismo, el descontento, la agresividad: que son los componentes de una inmensa mayoría de los seres que habitan -y destrozan, destrozados- este planeta.

Dice el refrán: “De padres gatos, hijos michinos”, “de tal palo tal astilla”. Suelo decir con frecuencia que, para conducir, nos exigen -y con toda razón- pasar por un aprendizaje caro, largo y necesario: unas clases teóricas, sobre las normas de la circulación y un mínimo conocimiento del funcionamiento del motor, y, una vez aprobado éste, unas clases prácticas, que demuestren que estás capacitado para aquello que pides licencia para realizar. Y, para ser padres, ahora parece que se quieren fomentar potenciar los ‘cursillos prematrimoniales’ -que algunos, por desgracia, te dicen los novios que no les sirvieron de nada-, pero no se exige ningún ‘carnet’ especial. Y tener un hijo es bastante fácil, pero educar a una persona es de las tareas más difíciles.

Algo parecido habría que decir de los maestros y profesores -aunque suele haber bastante diferencia entre ambos-. No sólo se debería pedir el conocimiento probado de unas materias, y el saberlas hacer llegar y entender a los educandos, sino un grado de personalidad, estabilidad, serenidad, escucha y cercanía, que, probablemente, es mucho más importante en la tarea educativa.

En mi larga experiencia educativa, me he solido encontrar con profesores que te dicen que les ha tocado una clase inaguantable. Tengo la ocasión de ver cómo trata en clase ese profesor a sus alumnos, y me lo explico todo. Incluso, suele pasar que la maestra que los tuvo el año anterior, que es una dulzura de mujer, me había confesado que tenía un grupo humano maravilloso.

Hoy se dice que los claustros hacen grandes esfuerzos por mejorar, ponerse al día, conocer las habilidades y diversidades de sus alumnos, pero la mayor parte del tiempo y del esfuerzo -que, encima, suele cansar y agobiar a los docentes, ya, de por sí, muy cargados de tareas- se lo llevan los papeleos, las programaciones, en reuniones interminables, donde -¡además!- te explicas que los niños no escuchen.

Antes de entrar en la última parte de esta reflexión -los planes de estudio, las pretensiones de los diversos grupos políticos y religiosos-, quiero hacer notar que es importante la concepción previa que se tenga del ‘sujeto’ -por desgracia, muchas veces, objeto- de la educación y gran preocupación de filósofos como J. J. Rousseau o de cineastas como Truffaut -“El niño salvaje”-: ¿el niño nace bueno por naturaleza, y la sociedad lo malicia, o nace malo y egoísta, y hay que ‘convertirlo’?

Igualmente, conviene caer en la cuenta de que se entiende por educación la última fase de un proceso, que empieza en la socialización, personalización: no se puede dar por supuesto que el hijo o el educando es un recipiente, perfectamente terminado y rematado, para ir echando en él la educación y la formación.

Hace tiempo, en un curso a tutores, tenía yo asignado un tema. Subí al escenario con una armónica, y una guitarra desafinada. Toqué con la armónica un trozo de una canción conocida. Después me puse a cantar otra canción, acompañándola con la guitarra. Aquello sonaba a truenos. El auditorio -aparte del desconcierto ante mi ‘actuación’- estaba que no sabía si reír o llorar. Entonces y, todo serio, dije: “Veis que tengo dos instrumentos musicales. Sé tocar los dos. Pero tienen algo que los hace totalmente diferentes: la armónica está afinada, no hay más que saber soplar. Sin embargo la guitarra, antes de poder tocar, tiene que estar afinada. Y, si pretendes que acompañe la canción, primero tienes que haberla afinado”. Hay que saber afinar: ¡y es muy difícil!

Eso mismo pasa con los niños. Antes de enseñarles, hay que ‘afinarlos’. Antes de darles matemáticas, gramática, lectura, escritura, religión o gimnasia, hay que enseñarles a saber estar, a escuchar, a tener respeto, a distinguir la clase del recreo, la capilla del salón de actos, al maestro del compañero.

Los niños -como decíamos- no son cajas que hay que llenar, sino sujetos que tienen que ser conscientes de su protagonismo y querer aprender, querer crecer, madurar, sentir, reflexionar, conocerse, comprenderse. No son expedientes que tienen que ir rellenos de altas calificaciones, sino seres humanos que logren ser ‘tan civilizados como los animales’. ¡Y decidir efectivamente sobre el futuro de su vida!

Con gran pasmo de muchos profesores y padres, yo suelo decir que la ‘excelencia’ de un colegio, se mide por cómo están los alumnos en una clase o en la capilla, cuando no hay nadie vigilando o que les vaya a reñir o castigar. Tanto en casa como en el colegio, los decibelios de las conversaciones o de las clases, determinan el grado de categoría de padres y profesores.

Y deberíamos caer en la cuenta de que el que tiene la sartén por el mango, el que empieza con el grado de volumen, quien tiene que empezar predicando con el ejemplo, no es mi hijo, ni mi clase.

Hace poco, fui a dar el pésame, a Pereiró pues había muerto, muy joven, la madre de dos alumnos -con uno de los cuales, que había acabado el curso anterior, tenía una cordial relación-. Me presentó a su padre, y éste me dijo: “¡Pues lo recordamos poco en casa! Hablábamos de usted cada dos por tres. Sobre todo, recordando que, en la primera visita que hicimos al Colegio, usted nos habló en el salón de actos los 5 últimos minutos de la sesión, y es lo que más se nos grabó. Usted nos dijo: ‘¿Qué preferís, que vuestro hijo, dentro de 30 años, sea un gran hombre de negocios, famoso, rico y bien situado; o que su casa tenga un calor de hogar especial, donde os apetezca ir a vivir, cuando os jubiléis?’.”

Evidentemente, hay ‘personas’ doctísimas y educadísimas -doctores de universidad o empresarios millonarios- que yo no los querría ni como padre, ni como hijo, ni como espíritu santo: son zafios, vulgares, egoístas, caprichosos, insociables. En fin, ¡una joya!

Aunque yo, que no he tenido hijos que educar, admito que es muy difícil ‘vivir a largo plazo’, actuar, por lo que le va a venir mejor al niño, y no por lo que te sale en ese momento. Aunque, precisamente por eso, conozco a la perfección la mejor teoría.

Y permitidme un ‘escupitajo de erudición’. El ser humano, al nacer, no ha terminado de formarse. Nace en el último momento en que su cráneo puede pasar por la cavidad pélvica de la madre. Pero, para que el cerebro -sobre todo- se termine de desarrollar, definir, consolidar, necesita otros 6 u 8 meses. De ahí que se pueda decir que la cuna y ‘la jaula’ -y, sobre todo, ‘el colo’ de la madre- son la prolongación del útero. Con la cantidad de consecuencias en diversos campos que eso supone.

Otro tema que quedaba pendiente era la bondad o maldad del niño ‘cuando viene al mundo’. La corriente más ‘corriente’ -¡Je!- de pensamiento es que los niños son egoístas, no piensan más que en sí mismos, y los demás son rivales. Los juguetes son ‘suyos’, los amiguitos son ‘suyos’, y hasta su mamá es exclusivamente ‘suya’.

Flota por el ambiente el convencimiento generalizado de que el niño es egoísta, rebelde y sádico, hay que domesticarle y protegerse de él. Para comprobarlo, basta asistir a una reunión de madres jóvenes o al recreo de profesores de un colegio.

El niño nace en una burbuja individualista, y hay que sacarle de ella, socializarle, -‘desasnarle’-. Os confieso que, cuando veo a algunas madres tratar a sus niños, me viene una enorme perplejidad: por un lado, es verdad que a la madre se le despierta un instinto especial de cariño y protección -dicen los estudiosos que el instinto maternal no es innato a toda mujer-, que literalmente ‘se lo comen a besos’. Pero, por otro lado, y en otros momentos –no sé si es cuestión hormonal o pago de alguna ‘factura’ inconsciente impagada-, tienen gestos, miradas y tonos de voz, más propios del odio que del amor.

Pero, en general, tanto en casa como en la escuela, parece que existe el convencimiento inconsciente -y la voluntad secreta- de vencer, combatir, domesticar a los salvajes y egoístas infantes. Son demasiado frecuentes las frases: “¡Todo lo haces mal”, “eres inaguantable”, “eres un mentiroso”, “pareces tonto”, “¡no sé que va a ser de ti!”, ”a ver cuándo encuentras a otra que te aguante”, ”pobre de la que se case contigo”.

Y otras lindezas por el estilo, que se dicen, sin caer en la cuenta del terrible y profundo daño que están creando en la joven personalidad. Pienso que ésa es la causa de que luego nos encontremos con ‘personas’ miedosas, culpables, inseguras, indecisas y descontentas, que pueblan el planeta y amargan a todo el que tiene la mala suerte de cruzarse en su camino -incluso, quizá, su masoquista esposa-.

Como se puede notar -sin necesidad de ser Sherlock Holmes-, no estoy de acuerdo con esa convicción general. Creo que el principal factor de esta mi conversión fue un autor, que escribió grandes artículos, e hizo espectaculares -y criticadísimos en su tiempo- cambios revolucionarios en sus escuelas, sobre pedagogía y educación protagonizada por el educando.

Alexander Sutherland Neill (Escocia 1883 – 1973), pedagogo, autor de “Summerhill”, y reformador de los métodos convencionales, defiende que el niño nace con un instinto que le lleva -como a la mayoría de los animales- a saber y hacer lo que más le conviene, lo que mejor viene a su salud, a su inteligencia, a su felicidad. Tiene una frase célebre: “El niño, al nacer, trae a Dios dentro; al irle educando, le vamos metiendo demonios”. Y lo acompaña con un ejemplo que me parece muy iluminador: “Si a un niño de medio año le das una tableta de chocolate blanco, él dará dos o tres mordiscos, se pondrá perdido, y se sentirá satisfecho. Entonces, le dará a probar a su hermanita. Y se quedará encantado. Si, por el contrario, al primer bocado, su madre le dice: ‘¡Dale a tu hermana, egoísta!’ El frustrado y reñido niño, sintiéndose odiado (no querido) y humillado, odiará a su madre, odiará a su hermana, odiará el chocolate, y se odiará a sí mismo”. ¡Y ya hemos hecho otro amargado perpetuo más para la inmensa lista!

Su obra “Summerhill” es el desarrollo y explicación teórica de un experimento que él realizó: creó una escuela, donde cada niño estudiaba la materia que mejor le parecía, y hacía la distribución del tiempo que prefiriera. Contra la reticencia de muchos eruditos tradicionales, afirma que le fue fenomenalmente bien, y que ése debía ser el modelo de una pedagogía positiva, racional y fructífera.

Pongo otra anécdota que cuenta, porque me parece también muy iluminadora. Neill tenía un perro de buena raza, buen carácter, listo, cariñoso y bien domesticado. Un buen día, adquirió una molesta enfermedad -creo que era descomposición-. Lo llevó al veterinario, que le mandó cada ocho horas una cucharada de un jarabe. La primera toma la hizo tranquila y obedientemente. En la segunda, se negaba obstinadamente, y con el hocico cerrado empezó a dar golpes, hasta que se cayó el tarro del jarabe al suelo, y se hizo añicos.

Neill iba a por la fregona, preguntándose en que podía estar fallando su perfecta y comprobada teoría. Si un perro inteligente -como había comprobado y predicaba de los niños, aunque aún más- por instinto sabe perfectamente lo que le viene bien, debería tomar con gusto el jarabe, sabiendo que lo iba a curar.

Cuando volvió con la fregona para limpiar el suelo, cayó en la cuenta del problema: el perro estaba lamiendo el jarabe del suelo. Al perro le gustaba el jarabe, porque le venía bien, pero odiaba la cuchara, porque era un método totalmente inadecuado para un perro. Era del gusto del dueño, no del sujeto. ¡Sin comentarios!

Y voy a ir terminando, tocando, aunque sea de manera superficial, el tema de las distintas polémicas sobre la educación, surgidas en esta última temporada.

Dice un proverbio africano: “Para ganar una batalla, basta un ejército; para educar a un niño, es necesaria toda la tribu”. Y aquí entramos en una temática -y una problemática- en la que podríamos gastar mucha tinta -¡y mucha materia gris!-.

Leí un comentario a este proverbio de Julio Rogero -maestro de educación primaria, miembro activo del colectivo “Escuela Abierta”, perteneciente a los Movimientos de Renovación-, que puede ayudarnos a ahondar en este último tema-.

Empieza de una manera ambigua, que puede valer para varias ideologías: “La educación que fomenta el espíritu crítico, la promoción de la autonomía del sujeto, la convivencia positiva y la fraternidad, el respeto a la singularidad de cada uno, el amor al diferente, la igualdad entre sexos, la cooperación, la equidad, la justicia social, requiere la cooperación de toda la humanidad que, como aspiración e inspiración, dejó atrás el espíritu tribal para estar abierta a todas las personas en toda su diversidad. Sostener hoy en el seno de la escuela la apertura al medio, a la vida, a los procesos de humanización creciente que necesitamos, significa la destribalización del espacio y el tiempo educativo, e insertarlos en los horizontes civilizadores de cooperación y relación empática.
La tribu de la que debemos hablar va incluso más allá de la especie humana, sobre todo, si la relacionamos con la amplia realidad de lo viviente. En la educación, la tribu debe ser la vida. Y la significación de ese eslogan que cuestionamos no tiene ningún sentido hoy y aquí, y sí lo tiene una sociedad cada vez más abierta, universalizada y unida desde el respeto y el reconocimiento a las diferentes singularidades.”

Evidentemente, encargar la educación de la infancia a una única ‘tribu’ –estado, iglesia, partido, facción, o secta- sería un suicidio de nuestro futuro.

Pero, inmediatamente, pasa a denigrar la familia y ensalzar la escuela: La condición humana está marcada por su precariedad en el vivir. Desde su nacimiento sólo puede sobrevivir, si es cuidado y acogido. Entre las dimensiones de su existencia está el cuidado esencial. Se plasma en la convivencia social, fundamentada en la “biología del amor”, donde se construye la comunidad del cuidado más allá de los sistemas de cuidados instituidos. En el mundo simbólico socialmente construido se ha asignado a la mujer la tarea de la reproducción y de los cuidados. Es necesario hacer realidad que el cuidado mutuo es una tarea humana asignada a todos y cada uno en el proceso de la vida compartida. Somos seres en relación. El espacio y el tiempo escolar, construido y vivido como el espacio y el tiempo de vida y de aprendizaje, es el lugar idóneo de la experimentación del cuidado mutuo. La escuela puede y debe ser el lugar de la convivencia positiva donde se experimenta la emoción del compartir, el cuidado y la atención al otro, el aprendizaje del cuidar y ser cuidado, el cuidado del aprendizaje y la pasión por conocer.”

Y, a mi juicio, está dando a la escuela -evidentemente, pública, estatal- un valor que realmente no le corresponde. Cae en definir esta escuela, como esa ‘tribu’, partidista, fanática y desintegradora que poco más arriba criticaba. Y deja a la familia como un lugar neutro y aséptico, sin afecto ni efecto, sin capacidad de crear el caldo de cultivo ni el cuidado necesario para el desarrollo pleno de estos seres. Como si fueran amebas o bacterias, que hay que cultivar en tubos de ensayo, para luego ser implantados en un organismo suficientemente preparado para su mantenimiento.

También es verdad que un número, cada vez más mayoritario de familias, no son el “hogar, dulce hogar”, donde el infante pueda recibir todo el alimento afectivo que necesita para su maduración equilibrada y estable. Cuando los jerarcas de la Iglesia hacen alabanzas sin número de la familia, como la fuente de todo lo bueno posible, sin excepción alguna, me da cierta vergüenza.

Y tampoco digamos que esa carencia es fallo de estos tiempos de familias desestructuradas, porque, por desgracia, mi generación -ni las anteriores- no tuvimos en nuestras familias ejemplos modélicos de convivencia en la libertad, el amor y la paz.

Sin embargo, creo personalmente, que el Ministerio de Educación debería unirse con todos los agentes sociales, y establecer un ‘plan de estudios’, que perdurara a los diversos cambios de partidos en el gobierno, que no dejara que los alumnos de una región -se use la denominación que se le asigne en el momento- no puedan aprender suficientemente la lengua de toda la nación, reciban una indoctrinación ética, sexual, religiosa, atea, cívica, política, convivencial, dictada por la facción de tarados que en ese momento regulen los planes de estudio en esa zona.

Los niños no pertenecen a sus padres, como un libro o el televisor o la moqueta. Pero los padres tienen derecho a que no se les ‘coma el coco’, sin poder decir nada -con autoridad e influencia- en contra de tal tropelía.

Volviendo al ‘carnet’ obligatorio para ser padres, ni una escuela ni una familia debe tener plena potestad de evitarle a su hijo una formación total y madurante, que le capacite para privarle de la capacidad de decidir con libertad sobre su vida. Como ningún colegio puede privar al alumno de conocer sobradamente un idioma, que le vaya a ser necesario en el futuro; a enterarse objetivamente de todos los pensamientos y religiones existentes; u obligarle a vivir convencido que la homosexualidad es un pecado o una enfermedad, ni que es algo que te coloca por encima de un vulgar heterosexual; que cierta religión es totalmente errónea, o que es la única verdadera y posible; obligarle a romper las leyes vigentes en la nación, o los mínimos principios de ética universal -a no ser que los padres firmen un ‘pin parental’-; exigir que, en todos los colegios de España, los chicos lleven el pelo largo y las chicas minifalda de longitud máxima establecida, o de 20 cm por debajo de la rodilla; impedirle que tenga un código de valores y se guíe por unos principios comunes y esenciales, admitidos en cualquier sociedad.

Como seguro que me dejo alguna barbaridad que quisiera denunciar, acabo con un ejemplo, que no tiene nada que ver, pero, como todos, pueden iluminar.

El otro día oí que se iba a pedir -no sé por qué organismo internacional- a todos los fabricantes de teléfonos móviles, que unificaran el modelo de entrada o de salida, para cargadores y otros aditamentos. Pues es una pérdida inútil de dinero que, si cambio de marca, tengo que comprar, entre otras cosas, nuevo cargador.

Sería absurdo que en Cataluña o Galicia no se pueda hablar gallego o catalán -¡o castellano!-, que en Murcia haya que ir en fila a misa a una iglesia católica, en Extremadura no puedas casarte con un igual, que en Sevilla se prohíba la droga, en granada la reparta la Policía, en Castilla y León se legalice la Prostitución, en La Mancha se cierren las iglesias y en Madrid haya que sacar un carnet especial para conducir por la izquierda.


De nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me pongas un correo a mi dirección 
 

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