viernes, 25 de noviembre de 2016

¿Qué puedo hacer yo por arreglar el mundo?


Sabemos y afirmamos que “nuestra casa es el mundo”, que somos responsables de que nuestra casa, nuestro mundo no esté hecho un desastre. A partir del precioso documento “Laudati sí”, sabemos que el cuidado de la ‘madre tierra’, ‘la pachamama’, depende de todos y cada uno de nosotros. Y, por otro lado, cada día más, vemos que este nuestro planeta es un auténtico caos en casi todos los sentidos: climático, sostenible, económico, político, igualitario, social, educativo. De ahí nos debe surgir la gran pregunta: “Yo, ¿Qué puedo hacer?”

Ante la crisis actual, como ante cualquier crisis, suelen darse dos posturas. La más fácil y común es la del victimismo protagonista de quejarse de todo y criticar a cualquier cosa que se mueva, sobre todo, si está por encima de nosotros o dependemos –de alguna manera– de ella: lamento continuo, exagerar la desilusión, tirar la toalla, apostar por la ‘Ley de Murphy’, que nos pronostica que “No hay nada tan malo, que no pueda empeorar”; y, desde ese convencimiento, tomar la postura caracolesca de sálvese quien pueda, yo a lo mío y el que venga detrás que arree.

Hay otra –menos frecuente y visible–, que consiste en usar el significado de ‘crisis’ en sus sinónimos más positivos, como ‘oportunidad, catalizador, ruptura, ocasión, purificación, posibilidad’. Pensar, con el ‘antimurfy’, que hemos llegado a un punto en que ya sólo es posible mejorar. Tomar la actitud positiva y creativa de que ‘otro mundo es posible’, y poner nuestras personas al intento: “Un grano no hace granero, pero ayuda al compañero”.

Me contaron una historia iluminadora: un padre, que quiere trabajar un buen espacio sin distracciones, para que su hijo de 5 años no le moleste, coge una lámina con un ‘mapa mundi’, la recorta en piezas y las echa sobre el suelo de su habitación, para que el niño arme el puzzle, convencido de que su escaso conocimiento del mapa terrestre le tendrá entretenido ese largo rato que él necesita. A los diez minutos, el niño le dice: “Papá, ya he terminado, porque le he dado la vuelta; y la lámina, por detrás, tenía la figura de un hombre. ¡Era muy fácil!”

Armar el mapamundi, es tarea harto complicada para un párvulo. Recomponer una figura humana resulta mucho menos costoso. Todos pretendemos arreglar el mundo: la economía, la religión, la política, las autonomías, la corrupción y hasta el sistema judicial. Y lo peor del caso es que hablamos y hablamos, como si fuéramos expertos que, si de nosotros dependiera, tendríamos soluciones rápidas y efectivas para todo. No puedo dejar de recordar que, cada vez que yo comentaba a mi padre algún problema de actualidad, él me cogía del brazo con cariño y me decía: “Fernando, vamos a ser tú y yo buenos, y habrá dos pillos menos en el mundo.”

Lo único que yo puedo hacer por arreglar el mundo es mejorarme a mí en la medida de mis posibilidades. Cosa que tampoco es fácil ni rápida, pero es posible, factible y, desde el propósito que nos congrega hoy aquí, absolutamente necesaria e ineludible: Tengamos la edad que tengamos, ‘tenemos toda nuestra vida por delante’; o, como dijo, Shakespeare: “Hoy es el primer día del resto de tu vida”. No deberíamos caer en la fácil tentación de echar la culpa a los demás, o de esperar que cambien las circunstancias. Ya decía el gran Tolstoi: "Todo el mundo quiere cambiar la humanidad, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo".

La cuestión a plantear sería qué es ‘humanizar’: qué es lo mejor que puedo hacer por mí. No quiero alargarme en disquisiciones filológicas, pero tampoco me resisto a obviar un par de pequeñas reflexiones que considero iluminadoras. La palabra ‘humano’, al igual que humildad, viene de la latina ‘humus’, tierra. Y puede tener un sentido peyorativo, como terreno y material, en contraposición con divino y espiritual. Sin embargo, tanto para la moderna ecología, como para la teología cristiana, ‘material’ viene de ‘mater’ –madre–; y el barro y la tierra están cristificados, redimidos, ‘divinizados’: “Sois tesoros en vasijas de barro”, de Pablo en Corintios (2 Cor. 4, 7), o aquel último precioso verso del famoso soneto de Quevedo, al referirse a sus cenizas: “Polvo serán, mas polvo enamorado”. La persona humilde es la que tiene los pies en la tierra, es objetivo, realista y sabe hasta dónde puede llegar. Santa Teresa decía: “Humildad es vivir en la verdad”, ‘tener los pies en la tierra’. Lo mismo que, curiosamente, ‘generoso’ viene del que realmente pertenece al ‘género humano’. Como se dice de un buen vino que es un vino generoso, o que en una tienda se vende buen género. La persona ‘generosa’ es –¡ni más ni menos!– la que es profundamente ‘humana’. Es muy curioso a este respecto lo que dice el profeta libanés Kalil Gibran: “¡Que ridículo soy, si la vida me ha dado oro, yo te doy plata, y me creo generoso!”


Desde otra perspectiva, la psicológica o antropológica, se puede discutir qué es lo específico del ser humano, del humanismo, de la humanización. Y –¡la eterna polémica!– si el niño nace ‘humano’, generoso y desinteresado, o, por el contrario, nace egoísta y cerrado sólo en su interés. La última escuela de investigadores revisionistas del psicoanálisis afirma que el infante nace como una hoja en blanco, aunque dotado de ‘apego’: preparado para ser ‘humano’, pero que tiene que encontrar alguien –un ‘catalizador’– con quien relacionarse y que le haga experimentar su humanidad, para ser ‘humano’ y poder amar. Evidentemente, el que encuentren –y cómo sea ése que encuentren– ese alguien, parece esencial para salir del infierno narcisista, egoísta e impersonal, incluso mortal.

 Y, como decíamos antes, desde que Jesús asumió nuestra humanidad, el ser humano está llamado a participar de la vida divina, a vivir ‘como Dios’: a ser amor. En palabras de Arrupe: “Ser personas para los demás”. Pero, ¿cómo hay que darse a los demás? ¿Qué es amor y qué no es amor? ¿Cuál es la clase de amor que nos humaniza a nosotros y a los demás? ¿Qué tipo de amor nos iguala a Dios? ¿Qué amor debemos perseguir si queremos ser felices?

Desde luego, no todo lo que se vende o presume o da como amor; amor auténtico es el que nos hace libres, independientes, autónomos; es decir, que, antes que ‘ser para los demás’, es necesario ser personas. “Nadie da lo que no tiene”. Y, en ese sentido, hay que entender el “Amarás al prójimo como a ti mismo”; que creo que habría que traducirlo por: ‘te aviso que tu medida, capacidad, posibilidad de amar al prójimo, está marcada por la medida en que te ames, te valores, te aceptes, te conozcas, te cultives, te ocupes de ti’.

Probablemente, por la educación que hemos recibido, nuestras vidas están preñadas de ‘quedar bien’, culpa, arrepentimiento, perfeccionismo, activismo, obediencia, sumisión, cumplimiento. Esto, para mí, es indiscutible y universalizado; y lo achaco al mensaje inconsciente que se nos grabó a ‘fuego lento’ –mezcla de inmensidad de la variedad de sentimientos castrantes que nos metieron–, de manera terrible: “¡No hagas nada de lo que yo me pueda arrepentir!”. Decía el gran pedagogo A.S. Nelly: “Al nacer, el niño trae a Dios dentro; al irle educando, le vamos metiendo demonios”. “He tenido una educación tan excelente, que me ha costado 20 años quitármela”, lo formulaba el gran Tony de Mello.

Es muy preocupante el reflejo inconsciente que todos tenemos de mirar para afuera en los momentos graves. Tanto de obligación como de necesidad, de deber o de placer: siempre está la referencia fuera –padres, pareja, profes, amigos, Dios–. En casi todas las circunstancias en las que nos jugamos algo importante –trabajo u ocio–, no preguntamos a nuestro corazón, a nuestra intuición, sino que miramos quién se puede enfadar –¡castigar!– o quién nos puede aprobar –premiar–.

Si yo voy a tu casa el sábado, invitado a comer, y me preguntas que si me apetece tomar algo antes, primero miro el reloj –son las dos menos cuarto–, luego pregunto si vosotros tomáis algo, y, si tengo mucha confianza, pregunto qué soléis tomar –qué se debe, qué se suele, qué se puede hacer–. Nunca suelo preguntarle a mi estómago, a mi gusto. Y acabo tomando algo o no, no porque es lo que me apetece o me viene bien, sino porque es lo que me hace quedar mejor –o no quedar peor–. Se puede afirmar que, incluso la mayoría de las decisiones importantes de la vida, se toman por motivos, la mayoría, ajenos, externos. (¡!)

Recordemos los dos tipos simbólicos tan enriquecedores: ‘el burro’ y ‘el pozo’. El pobre burro se mueve eternamente para alcanzar la deseada zanahoria, que nunca podrá alcanzar. Incluso, esa zanahoria, puede ser un obsequio que ofrece, para que le den lo que él anda buscando y apeteciendo, sin atreverse a pedir.

Recuerdo que un cobrador de autobús me extendía la mano abierta, con el billete, esperando a que yo le pusiera en su palma abierta las monedas que costaba. Tardé bastante en encontrarlas, y pensé: “Este buen hombre está convencido de que me da un billete; pero la realidad es que me está pidiendo el precio: ¡mientras no se lo dé, no me da el billete!”. Hay demasiada gente que se cree que está dando; pero, en el fondo, están pidiendo. Y es que no pueden dar, porque no tienen, y ¡están convencidos de ello!

Mientras que el pozo, tras mucho trabajo, tras quitar la abundante basura y piedras que han echado dentro de su brocal, tras lograr conectar con el fondo de sí mismo, de donde brota agua limpia, cristalina, agradable y apaciguadora de su sed, nunca saldrá afuera a pedir. Si sale, será a dar. Aunque sin prisa ni propagandas. Lo triste es que el pobre pozo, siempre vacío, siempre pidiendo, siempre buscando en los demás, es un modelo social perfectamente visto y aprobado, porque entra dentro de los cánones sociales y religiosos; el pozo es fruto del endémico activismo, perfeccionismo, inseguridad, insatisfacción –“¡yo no soy nada y del polvo nací!”–; mientras que el ‘orgulloso y autosuficiente’ pozo será duramente criticado: “¡Va a lo suyo, es un egoísta, no le importan los demás!”
                           
Un paréntesis que me parece enormemente importante es distinguir entre ‘ocuparse’ y ‘preocuparse’. Se suelen tomar como sinónimos. Pero yo estoy convencido de que son contradictorios: el que se ‘ocupa’ realmente de ti, nunca se ‘preocupará’ de ti: no te protegerá, aconsejará, meterá miedo, hará mil manifestaciones de que ‘le importas’. Hará, dirá o dará lo que necesitas. Pero no estará agobiante, demostrándote todo lo que se preocupa de ti, porque le importas y te quiere. No necesita que se note. No pretende quedar satisfecho de lo bueno que es.

Otro síntoma muy parecido se demuestra en la medida en que no se deja hacer favores. Te hará todo lo que él crea que necesitas –desde él–, pero tanto cuando tú le pides algo que necesitas, como cuando le ofreces tus servicios, no se rebajará a necesitarte.

Y un detalle muy curioso y significativo de esto es un ejemplo enormemente simple en la comida. Observa que la gente que come contigo te sirve –o te pregunta si quieres– agua, sólo cuando su vaso está vacío. Parece de broma, pero es real. Fíjate. Hace diez minutos que tú tienes el vaso vacío, pero sólo caerá en la cuenta, cuando está también vacío el suyo.

Y creo que es también muy aclarador el pasaje de Marta y María. Jesús va a comer a la casa de las dos hermanas. Marta está todo el rato haciendo y preparando cosas. ¡No para! Y María se siente al lado de Jesús y se pone a escucharle, con toda calma. Como es lógico, al cabo de un rato, Marta le dije enfadada a Jesús: “¿Por qué no le dices a mi hermana que no me deje sola preparando?”. Y Jesús le dice –seguro que dejándola fatal–: “Marta, Marta, estás preocupada de muchas cosas. Pero sólo una es importante: María ha escogido la mejor parte.”

Volviendo a mi experiencia personal, si voy el sábado a comer a tu casa, prefiero mil veces que estés dándome conversación, a que me digas: “Te pongo la tele, porque voy a la cocina a preparar todo”. ¡No, por favor! Nos tomamos unos pinchos, y estamos charlando tranquilos, aunque tú no te quedes orgullosa del banquete que me has dado, pero hazme caso. Como esas veces que llegas a una casa y te dicen lo que tienes que hacer, lo que es mejor para ti: “Siéntate, toma una cerveza, pasa al baño, mira este dibujo de mi hijo, te enseño la casa, te presento a mi suegra”. Hay gente que dice que yo soy muy raro –y no les falta razón–, pero yo prefiero que me digas: “Fernando, estás en tu casa, haz lo que te apetezca, y, si quieres algo, me lo pides.”

Es totalmente necesario e imprescindible distinguir entre amar, importar, querer, preocuparse, ocuparse, proteger, tener cariño, caer bien, que se note que quieres, que sienta que le amas, dejar volar, dejar equivocarse, dejar aprender.

Hace poco, vi una película interesante: “Un monstruo viene a verme”. No es una película ‘para niños’, y tiene escena duras y fuertes. Pero, leyendo entre líneas, y queriendo encontrarse con el fondo de uno mismo –la solución de casi todos los problemas, pero que pocos se atreven a afrontar–, tiene unas ‘moralejas’ altamente iluminadoras.
(Si te interesa, tengo el texto del libro en el que está basada, y, si me lo pides, te lo mando encantado.)

Seamos sinceros. ¿Tú estudias para autoformarte, para saber, para ser una persona de provecho, o para obtener buenos resultados, para tener a tus padres y profesores ‘contentitos’? Vuelve a pensar: si esperas sacar un 9 en un examen, ¿te desmoraliza hasta el ataque de nervios el haber obtenido un 7,50? O, si a tu hijo le ‘ponen’ siete ‘nueves’ y un ‘seis’, ¿le alabas los siete nueves, o le cuestionas, con el ceño fruncido, el triste seis? Muchos hijos se ponen terriblemente nerviosos ante los exámenes. Se lo comentas a sus padres, y te comentan, con toda ‘sinceridad’: “Pues yo les he hablado de notas; me da igual las notas que saque; me interesa sólo que se esfuerce”. Y yo me pregunto, si se lo creerán verdaderamente.

Recuerdo que, en una charla a padres de alumnos de un colegio, hace ya mucho tiempo, un padre –que, por cierto, no tenía demasiadas virtudes como ‘padre’– lanzó una pregunta-crítica desde el fondo del salón: “¡No sé qué les enseñan aquí en el colegio, porque en casa bien les decimos que se sacrifiquen ahora, para llegar a ser algo y poder vivir bien el día de mañana!”. Reconozco que con demasiada mala idea, pero con un tiro de corazón a corazón, le contesté: “Es que nos hacen caso demasiado pronto: les decimos que se sacrifiquen 5 años, para vivir luego sin dar golpe, y nos obedecen antes de tiempo. Porque les dejamos que empiecen a vivir ya hoy sin dar golpe.”


Dudo que sea verdadero amor el que te preocupe que tu hijo te deje vivir demasiado tranquilo, sacando muy buenas notas, y sin darte problemas. Como dudo igualmente que lo sea el no dejarle materialmente vivir, a base de estar continuamente diciéndole lo que tiene que hacer, cómo tiene que vestir, quiénes son buenas compañías y cuál es la mejor carrera que debe elegir.

Sin querer culpabilizar a nadie –¡que ya estamos demasiado!–, acabo esta reflexión como empecé: cuando criticamos lo mal que va el mundo, deberíamos preguntarnos con honradez si nosotros colaboramos a que las cosas vayan mejor, y si estamos contribuyendo tanto a dejar inmundo mejor a nuestros hijos, como si intentamos dejar al mundo unos ciudadanos más humanos.

Y quisiera convencerte: ¡Lo que tú y yo no hagamos, se quedará sin hacer!



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sábado, 12 de noviembre de 2016

"El amor es libertad"




Una vez, un reconocido guerrero indígena y la hija de una matrona de la tribu, se enamoraron profundamente; habían pensado en casarse, 
para lo cual tenían ya el permiso del cacique de la tribu.

Pero, antes de formalizar el casamiento, 
fueron a ver al anciano de la tribu, sabio y respetado, que debería dar su bendición a los futuros esposos.

El sabio, les dijo que ellos eran buenos jóvenes, y que no había ninguna razón para que nadie se opusiera.


Entonces ellos le dijeron que querían que les diera 
la fórmula para ser felices siempre. 


El sabio les dijo:

“Bueno hay algo que podéis hacer, pero no sé si estáis
dispuestos, porque es bastante trabajoso.” 

“Sí, claro”, le dijeron.

Entonces el sabio le pidió al guerrero que escalase
la montaña más alta, buscase allí al halcón más vigoroso,
el de vuelo más alto, el de apariencia más fuerte, el de pico más afilado; y que se lo trajera vivo. 

Y el sabio le dijo a ella:

“A ti no te va a ser tan fácil, vas a tener que internarte en el monte,
buscar el águila que te parezca que es la mejor cazadora, la que vuele más alto, la que sea más fuerte, la de mirada más aguda; 
 vas a tener que cazarla sola, sin que nadie te ayude, 
 y tienes que traérmela aquí viva.”

Cada uno salió a cumplir su tarea. Cuatro días, después volvieron con el ave que se les había encomendado, y le preguntaron al sabio: 

“¿Ahora qué hacemos?, 
 ¿las cocinamos?, ¿las comemos?, 
¿qué debemos hacer con ellas?”

“No, nada de eso”, dijo riendo el sabio. “¿Vosotros queréis ser realmente felices?”

“¡Sí”, le dijeron.

“¿Volaban alto las aves? ¿Eran fuertes sus alas, eran sanas, independientes?”

“Sí”, contestaron.

“Muy bien”, dijo el sabio. 

“Ahora debéis atar una a otra por las patas, y soltarlas, para que vuelen.”

Entonces el águila y el halcón comenzaron a tropezarse: intentaron volar, pero lo único que lograban era enredarse en el suelo, y hacerse daño mutuamente, hasta que empezaron a picotearse entre sí.

“Muy bien”, dijo el sabio. 
“Ahora debéis atar una a otra por las patas, y soltarlas, para que vuelen.”

Entonces el águila y el halcón comenzaron a tropezarse:
intentaron volar, pero lo único que lograban era enredarse en el suelo, y hacerse daño mutuamente, hasta que empezaron a picotearse entre sí.

Entonces el sabio de la tribu les dijo:


“Si vosotros queréis ser felices para siempre: 
volad, pero jamás 
os atéis el uno al otro.
Hay demasiada gente que identifica el amor 
con la posesión y la exclusividad.

Vosotros, en cambio, sabed que el verdadero amor 
lleva unida la libertad y la independencia: 
¡jamás la esclavitud.”



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