Sabemos
y afirmamos que “nuestra casa es el mundo”, que somos responsables de que
nuestra casa, nuestro mundo no esté hecho un desastre. A partir del precioso
documento “Laudati sí”, sabemos que
el cuidado de la ‘madre tierra’, ‘la pachamama’, depende de todos y cada uno de
nosotros. Y, por otro lado, cada día más, vemos que este nuestro planeta es un
auténtico caos en casi todos los sentidos: climático, sostenible, económico,
político, igualitario, social, educativo. De ahí nos debe surgir la gran
pregunta: “Yo, ¿Qué puedo hacer?”
Ante
la crisis actual, como ante cualquier crisis, suelen darse dos posturas. La más
fácil y común es la del victimismo protagonista de quejarse de todo y criticar
a cualquier cosa que se mueva, sobre todo, si está por encima de nosotros o
dependemos –de alguna manera– de ella: lamento continuo, exagerar la
desilusión, tirar la toalla, apostar por la ‘Ley de Murphy’, que nos pronostica
que “No hay nada tan malo, que no pueda empeorar”; y, desde ese
convencimiento, tomar la postura caracolesca de sálvese quien pueda, yo a lo
mío y el que venga detrás que arree.
Hay
otra –menos frecuente y visible–, que consiste en usar el significado de
‘crisis’ en sus sinónimos más positivos, como ‘oportunidad, catalizador,
ruptura, ocasión, purificación, posibilidad’. Pensar, con el ‘antimurfy’, que
hemos llegado a un punto en que ya sólo es posible mejorar. Tomar la actitud
positiva y creativa de que ‘otro mundo es posible’, y poner nuestras personas
al intento: “Un grano no hace granero,
pero ayuda al compañero”.
Me
contaron una historia iluminadora: un padre, que quiere trabajar un buen espacio
sin distracciones, para que su hijo de 5 años no le moleste, coge una lámina
con un ‘mapa mundi’, la recorta en piezas y las echa sobre el suelo de su
habitación, para que el niño arme el puzzle, convencido de que su escaso
conocimiento del mapa terrestre le tendrá entretenido ese largo rato que él
necesita. A los diez minutos, el niño le dice: “Papá, ya he terminado,
porque le he dado la vuelta; y la lámina, por detrás, tenía la figura de un
hombre. ¡Era muy fácil!”
Armar
el mapamundi, es tarea harto complicada para un párvulo. Recomponer una figura
humana resulta mucho menos costoso. Todos pretendemos arreglar el mundo: la
economía, la religión, la política, las autonomías, la corrupción y hasta el
sistema judicial. Y lo peor del caso es que hablamos y hablamos, como si
fuéramos expertos que, si de nosotros dependiera, tendríamos soluciones rápidas
y efectivas para todo. No puedo dejar de recordar que, cada vez que yo
comentaba a mi padre algún problema de actualidad, él me cogía del brazo con
cariño y me decía: “Fernando, vamos a ser tú y yo buenos, y habrá dos pillos
menos en el mundo.”
Lo
único que yo puedo hacer por arreglar el mundo es mejorarme a mí en la medida
de mis posibilidades. Cosa que tampoco es fácil ni rápida, pero es posible,
factible y, desde el propósito que nos congrega hoy aquí, absolutamente
necesaria e ineludible: Tengamos la edad que tengamos, ‘tenemos toda nuestra
vida por delante’; o, como dijo, Shakespeare: “Hoy es el primer día del
resto de tu vida”. No deberíamos caer en la fácil tentación de echar la
culpa a los demás, o de esperar que cambien las circunstancias. Ya decía el
gran Tolstoi: "Todo el mundo quiere
cambiar la humanidad, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo".
La
cuestión a plantear sería qué es ‘humanizar’: qué es lo mejor que puedo hacer
por mí. No quiero alargarme en disquisiciones filológicas, pero tampoco me
resisto a obviar un par de pequeñas reflexiones que considero iluminadoras. La
palabra ‘humano’, al igual que humildad, viene de la latina ‘humus’,
tierra. Y puede tener un sentido peyorativo, como terreno y material, en
contraposición con divino y espiritual. Sin embargo, tanto para la moderna
ecología, como para la teología cristiana, ‘material’ viene de ‘mater’ –madre–;
y el barro y la tierra están cristificados, redimidos, ‘divinizados’: “Sois
tesoros en vasijas de barro”, de Pablo en Corintios (2 Cor. 4, 7), o aquel
último precioso verso del famoso soneto de Quevedo, al referirse a sus cenizas:
“Polvo serán, mas polvo enamorado”. La persona humilde es la que tiene
los pies en la tierra, es objetivo, realista y sabe hasta dónde puede llegar. Santa
Teresa decía: “Humildad es vivir en la
verdad”, ‘tener los pies en la tierra’. Lo mismo que, curiosamente,
‘generoso’ viene del que realmente pertenece al ‘género humano’. Como se dice
de un buen vino que es un vino generoso, o que en una tienda se vende buen género.
La persona ‘generosa’ es –¡ni más ni menos!– la que es profundamente ‘humana’.
Es muy curioso a este respecto lo que dice el profeta libanés Kalil Gibran: “¡Que ridículo soy, si la vida me ha dado
oro, yo te doy plata, y me creo generoso!”
Desde otra perspectiva, la psicológica o antropológica, se puede discutir qué es lo específico del ser humano, del humanismo, de la humanización. Y –¡la eterna polémica!– si el niño nace ‘humano’, generoso y desinteresado, o, por el contrario, nace egoísta y cerrado sólo en su interés. La última escuela de investigadores revisionistas del psicoanálisis afirma que el infante nace como una hoja en blanco, aunque dotado de ‘apego’: preparado para ser ‘humano’, pero que tiene que encontrar alguien –un ‘catalizador’– con quien relacionarse y que le haga experimentar su humanidad, para ser ‘humano’ y poder amar. Evidentemente, el que encuentren –y cómo sea ése que encuentren– ese alguien, parece esencial para salir del infierno narcisista, egoísta e impersonal, incluso mortal.
Desde otra perspectiva, la psicológica o antropológica, se puede discutir qué es lo específico del ser humano, del humanismo, de la humanización. Y –¡la eterna polémica!– si el niño nace ‘humano’, generoso y desinteresado, o, por el contrario, nace egoísta y cerrado sólo en su interés. La última escuela de investigadores revisionistas del psicoanálisis afirma que el infante nace como una hoja en blanco, aunque dotado de ‘apego’: preparado para ser ‘humano’, pero que tiene que encontrar alguien –un ‘catalizador’– con quien relacionarse y que le haga experimentar su humanidad, para ser ‘humano’ y poder amar. Evidentemente, el que encuentren –y cómo sea ése que encuentren– ese alguien, parece esencial para salir del infierno narcisista, egoísta e impersonal, incluso mortal.
Y,
como decíamos antes, desde que Jesús asumió nuestra humanidad, el ser humano
está llamado a participar de la vida divina, a vivir ‘como Dios’: a ser amor.
En palabras de Arrupe: “Ser personas para los demás”. Pero, ¿cómo hay que darse a los demás?
¿Qué es amor y qué no es amor? ¿Cuál es la clase de amor que nos humaniza a
nosotros y a los demás? ¿Qué tipo de amor nos iguala a Dios? ¿Qué amor debemos
perseguir si queremos ser felices?
Desde
luego, no todo lo que se vende o presume o da como amor; amor auténtico es el
que nos hace libres, independientes, autónomos; es decir, que, antes que ‘ser
para los demás’, es necesario ser personas. “Nadie
da lo que no tiene”. Y, en ese sentido, hay que entender el “Amarás al prójimo como a ti mismo”; que
creo que habría que traducirlo por: ‘te aviso que tu medida, capacidad,
posibilidad de amar al prójimo, está marcada por la medida en que te ames, te
valores, te aceptes, te conozcas, te cultives, te ocupes de ti’.
Probablemente,
por la educación que hemos recibido, nuestras vidas están preñadas de ‘quedar
bien’, culpa, arrepentimiento, perfeccionismo, activismo, obediencia, sumisión,
cumplimiento. Esto, para mí, es indiscutible y universalizado; y lo achaco al
mensaje inconsciente que se nos grabó a ‘fuego lento’ –mezcla de inmensidad de
la variedad de sentimientos castrantes que nos metieron–, de manera terrible: “¡No hagas nada de lo que yo me pueda
arrepentir!”. Decía el gran pedagogo A.S. Nelly: “Al nacer, el niño trae a Dios dentro; al irle educando, le vamos
metiendo demonios”. “He tenido una educación tan excelente, que me ha costado
20 años quitármela”, lo formulaba el gran Tony de Mello.
Es
muy preocupante el reflejo inconsciente que todos tenemos de mirar para afuera
en los momentos graves. Tanto de obligación como de necesidad, de deber o de
placer: siempre está la referencia fuera –padres, pareja, profes, amigos, Dios–.
En casi todas las circunstancias en las que nos jugamos algo importante
–trabajo u ocio–, no preguntamos a nuestro corazón, a nuestra intuición, sino
que miramos quién se puede enfadar –¡castigar!– o quién nos puede aprobar
–premiar–.
Si
yo voy a tu casa el sábado, invitado a comer, y me preguntas que si me apetece
tomar algo antes, primero miro el reloj –son las dos menos cuarto–, luego
pregunto si vosotros tomáis algo, y, si tengo mucha confianza, pregunto qué
soléis tomar –qué se debe, qué se suele, qué se puede hacer–. Nunca suelo
preguntarle a mi estómago, a mi gusto. Y acabo tomando algo o no, no porque es
lo que me apetece o me viene bien, sino porque es lo que me hace quedar mejor
–o no quedar peor–. Se puede afirmar que, incluso la mayoría de las decisiones
importantes de la vida, se toman por motivos, la mayoría, ajenos, externos.
(¡!)
Recordemos
los dos tipos simbólicos tan enriquecedores: ‘el burro’ y ‘el pozo’. El pobre
burro se mueve eternamente para alcanzar la deseada zanahoria, que nunca podrá
alcanzar. Incluso, esa zanahoria, puede ser un obsequio que ofrece, para que le
den lo que él anda buscando y apeteciendo, sin atreverse a pedir.
Recuerdo
que un cobrador de autobús me extendía la mano abierta, con el billete,
esperando a que yo le pusiera en su palma abierta las monedas que costaba.
Tardé bastante en encontrarlas, y pensé: “Este
buen hombre está convencido de que me da un billete; pero la realidad es que me
está pidiendo el precio: ¡mientras no se lo dé, no me da el billete!”. Hay
demasiada gente que se cree que está dando; pero, en el fondo, están pidiendo.
Y es que no pueden dar, porque no tienen, y ¡están convencidos de ello!
Mientras
que el pozo, tras mucho trabajo, tras quitar la abundante basura y piedras que
han echado dentro de su brocal, tras lograr conectar con el fondo de sí mismo,
de donde brota agua limpia, cristalina, agradable y apaciguadora de su sed,
nunca saldrá afuera a pedir. Si sale, será a dar. Aunque sin prisa ni
propagandas. Lo triste es que el pobre pozo, siempre vacío, siempre pidiendo,
siempre buscando en los demás, es un modelo social perfectamente visto y
aprobado, porque entra dentro de los cánones sociales y religiosos; el pozo es
fruto del endémico activismo, perfeccionismo, inseguridad, insatisfacción –“¡yo
no soy nada y del polvo nací!”–; mientras que el ‘orgulloso y autosuficiente’
pozo será duramente criticado: “¡Va a lo
suyo, es un egoísta, no le importan los demás!”
Un paréntesis que me parece enormemente importante
es distinguir entre ‘ocuparse’ y ‘preocuparse’. Se suelen tomar como sinónimos.
Pero yo estoy convencido de que son contradictorios: el que se ‘ocupa’
realmente de ti, nunca se ‘preocupará’ de ti: no te protegerá, aconsejará,
meterá miedo, hará mil manifestaciones de que ‘le importas’. Hará, dirá o dará
lo que necesitas. Pero no estará agobiante, demostrándote todo lo que se
preocupa de ti, porque le importas y te quiere. No necesita que se note. No
pretende quedar satisfecho de lo bueno que es.
Otro síntoma muy parecido se demuestra en la medida
en que no se deja hacer favores. Te hará todo lo que él crea que necesitas
–desde él–, pero tanto cuando tú le pides algo que necesitas, como cuando le
ofreces tus servicios, no se rebajará a necesitarte.
Y un detalle muy curioso y significativo de esto es
un ejemplo enormemente simple en la comida. Observa que la gente que come
contigo te sirve –o te pregunta si quieres– agua, sólo cuando su vaso está
vacío. Parece de broma, pero es real. Fíjate. Hace diez minutos que tú tienes
el vaso vacío, pero sólo caerá en la cuenta, cuando está también vacío el suyo.
Y creo que es también muy aclarador el pasaje de Marta
y María. Jesús va a comer a la casa de las dos hermanas. Marta está todo el
rato haciendo y preparando cosas. ¡No para! Y María se siente al lado de Jesús
y se pone a escucharle, con toda calma. Como es lógico, al cabo de un rato,
Marta le dije enfadada a Jesús: “¿Por qué
no le dices a mi hermana que no me deje sola preparando?”. Y Jesús le dice
–seguro que dejándola fatal–: “Marta,
Marta, estás preocupada de muchas cosas. Pero sólo una es importante: María ha
escogido la mejor parte.”
Volviendo a mi experiencia personal, si voy el
sábado a comer a tu casa, prefiero mil veces que estés dándome conversación, a
que me digas: “Te pongo la tele, porque
voy a la cocina a preparar todo”. ¡No, por favor! Nos tomamos unos pinchos,
y estamos charlando tranquilos, aunque tú no te quedes orgullosa del banquete
que me has dado, pero hazme caso. Como esas veces que llegas a una casa y te
dicen lo que tienes que hacer, lo que es mejor para ti: “Siéntate, toma una cerveza, pasa al baño, mira este dibujo de mi hijo,
te enseño la casa, te presento a mi suegra”. Hay gente que dice que yo soy
muy raro –y no les falta razón–, pero yo prefiero que me digas: “Fernando, estás en tu casa, haz lo que te
apetezca, y, si quieres algo, me lo pides.”
Es totalmente necesario e imprescindible distinguir
entre amar, importar, querer, preocuparse, ocuparse, proteger, tener cariño,
caer bien, que se note que quieres, que sienta que le amas, dejar volar, dejar
equivocarse, dejar aprender.
Hace poco, vi una película interesante: “Un monstruo viene a verme”. No es una
película ‘para niños’, y tiene escena duras y fuertes. Pero, leyendo entre
líneas, y queriendo encontrarse con el fondo de uno mismo –la solución de casi
todos los problemas, pero que pocos se atreven a afrontar–, tiene unas
‘moralejas’ altamente iluminadoras.
(Si te interesa, tengo el texto del libro en el que
está basada, y, si me lo pides, te lo mando encantado.)
Seamos
sinceros. ¿Tú estudias para autoformarte, para saber, para ser una persona de
provecho, o para obtener buenos resultados, para tener a tus padres y
profesores ‘contentitos’? Vuelve a pensar: si esperas sacar un 9 en un examen,
¿te desmoraliza hasta el ataque de nervios el haber obtenido un 7,50? O, si a
tu hijo le ‘ponen’ siete ‘nueves’ y un ‘seis’, ¿le alabas los siete nueves, o
le cuestionas, con el ceño fruncido, el triste seis? Muchos hijos se ponen
terriblemente nerviosos ante los exámenes. Se lo comentas a sus padres, y te
comentan, con toda ‘sinceridad’: “Pues yo
les he hablado de notas; me da igual las notas que saque; me interesa sólo que
se esfuerce”. Y yo me pregunto, si se lo creerán verdaderamente.
Recuerdo
que, en una charla a padres de alumnos de un colegio, hace ya mucho tiempo, un
padre –que, por cierto, no tenía demasiadas virtudes como ‘padre’– lanzó una
pregunta-crítica desde el fondo del salón: “¡No
sé qué les enseñan aquí en el colegio, porque en casa bien les decimos que se
sacrifiquen ahora, para llegar a ser algo y poder vivir bien el día de mañana!”.
Reconozco que con demasiada mala idea, pero con un tiro de corazón a corazón, le contesté: “Es que nos hacen caso demasiado pronto: les
decimos que se sacrifiquen 5 años, para vivir luego sin dar golpe, y nos
obedecen antes de tiempo. Porque les dejamos que empiecen a vivir ya hoy sin
dar golpe.”
Dudo que sea verdadero amor el que te preocupe que tu hijo te deje vivir demasiado tranquilo, sacando muy buenas notas, y sin darte problemas. Como dudo igualmente que lo sea el no dejarle materialmente vivir, a base de estar continuamente diciéndole lo que tiene que hacer, cómo tiene que vestir, quiénes son buenas compañías y cuál es la mejor carrera que debe elegir.
Sin
querer culpabilizar a nadie –¡que ya estamos demasiado!–, acabo esta reflexión
como empecé: cuando criticamos lo mal que va el mundo, deberíamos preguntarnos
con honradez si nosotros colaboramos a que las cosas vayan mejor, y si estamos
contribuyendo tanto a dejar inmundo mejor a nuestros hijos, como si intentamos
dejar al mundo unos ciudadanos más humanos.
Y quisiera convencerte: ¡Lo que tú y yo no hagamos, se
quedará sin hacer!
N.B. Si te apetece hacer alguna sugerencia o comentario, ponme un correo:
<fermomugu@gmail.com >