El último
día de 'Escuela de Padres' de este curso 2017 – 2018, como sesión de clausura y
despedida, celebramos una Eucaristía, y luego tuvimos unos pinchos, para
cambiar impresiones y desearnos un buen verano.
Cambio de
impresiones, que suelo yo decir que nunca se produce, pues lo general es que el
personal no cambiamos la impresión que tenemos, y muy pocas son las veces que
realmente alguna charla, alguna conversación o simplemente un cambio de
situación es capaz de hacer que cambiemos la impresión que teníamos antes de
producirse.
Hecho este
paréntesis un tanto sofisticado, os quisiera contar cuál fue el tema del que
hablamos en la Celebración Eucarística, tema complicado, tema mal entendido,
tema que puede parecer excesivamente ‘subido’, y religioso, pero que siempre me
ha parecido importantísimo, para entender, tanto la vida y el mensaje de Jesús,
como lo esencial del ser humano, la parte profundamente espiritual de toda persona, aunque demasiada gente prefiere seguir mirando -y, así, despreciar, y no tener que cultivar, como religiosa-: “El
Reino de Dios”.
Honradamente,
poca gente conozco, tanto entre los sectores eclesiásticos, como -evidentemente,
mucho menos- en los profanos, que tengan una idea clara de lo que es y lo que
significa.
En el
evangelio, Jesús habla de él no menos de 30 veces, y, prácticamente siempre,
por medio de ejemplos, parábolas, comparaciones. Por lo cual, es entendible que
su comprensión no sea nítida, clara ni clarificadora.
El
significado equivocado más generalizado es el del “Reino de los cielos”: es decir, el cielo, la otra vida, el más
allá. Pero resulta que Jesús vive y predica para esta vida, para el más acá.
Esta
realidad, que muchos ignoran, es la que hace que se vea -y se desprecie o
minusvalore- el evangelio y el cristianismo, como algo de curas, para la
iglesia, para la otra vida, para nuestra relación con Dios. Y, dadas las
imágenes terribles y nefastas que se han dado -y, por desgracia, se siguen
dando- de Dios, pasen absolutamente, cuando no llegan a tener auténtica
aversión visceral a todo lo relacionado con ese mundo ininteligible e inútil de
la religión.
Y no
podemos olvidar, aunque a veces cuesta comprenderlo, que todo lo de Dios ha ido
mucho tiempo unido a dogmatismos, dictaduras, excesos, crueldades,
esclavitudes, imposiciones, intolerancias, persecuciones, fanatismos, que, para
mucha gente, son prácticamente imposibles de olvidar y de diferenciar.
Para
Jesús, sin embargo, “El Reino de Dios”
es algo enormemente actual, humano y apasionante. Es una manera de ser, de
sentir y de actuar, propia de seres humanos enormemente maduros, cultivados, y
evolucionados.
Recordamos
que la voluntad del Dios de Jesús es que sus hijos sean profunda y plenamente
felices -voluntad y mayor deseo de cualquier buen padre-. Y la misión de Jesús
-su ‘buena noticia’- es que él vino al mundo, para regalarnos a los seres
humanos la Vida y el Amor de Dios, como únicos instrumentos capaces de lograr
ese objetivo.
En
castellano es frecuente oír de alguien rico, famoso, brillante, exitoso, que “vive como Dios”. Y nos cuenta el libro
del Génesis -y la mayoría de las religiones o culturas primitivas- que el mayor
deseo del ser humano era ‘llegar a ser como dioses’.
Sin
embargo, todos reconocemos que los grandes millonarios o políticos y artistas superfamosos,
no viven ‘como Dios’: su vida interior, afectiva, familiar, incluso social,
está mucho más cerca de la amargura y el sinsentido -recordemos que la primera
causa de muerte en Europa y Estados Unidos es el suicidio-, que de la
felicidad, la paz interior y la satisfacción propia.
Pues, precisamente,
ese ‘vivir como Dios’ auténtico, ese sentirse en paz, útil, alegre, reconocido,
querido y agradecido, viene a ser lo que Jesús define como “El Reino de Dios”. Vivir con los valores, con el amor, con el
espíritu, con la vida, con la plenitud vital, de Dios.
Algunos
teólogos cristianos dicen que la misión, la tarea, el objetivo vital, el
interés, lo que más le preocupaba a Jesús, no era la Religión, Dios Padre, la
Iglesia, el cielo, su vida, sino “El
Reino”. Con dos niveles: el personal y el social.
El
personal: que cada ser humano viviera ‘como Dios’, con esa plenitud vital que
acabamos de describir. Lo cual incluye también una serie de cualidades, fruto
de un entrenamiento y convencido esfuerzo personal, como sensibilidad, madurez,
escucha, compromiso, coherencia, compasión.
Puede
parecer difícil, y hasta cosa de unos pocos privilegiados. Pero yo suelo decir
-aunque pueda parecer pretencioso-, que, dada la cierta sensibilidad musical
que yo tengo, si me hubieran puesto a los tres años una guitarra en las manos,
y hubiera echado a practicar un buen número de horas diario, no tendría nada
que envidiar a Paco de Lucía, a Andrés Segovia, a Manolo Sanlúcar o Regino Sainz
de la Maza.
Y creo que
conviene no olvidar que el evangelio no es el fundamento de la religión
cristiana, sino -hablando en terminología actual- un ‘manual de autoayuda’.
Leyendo el Nuevo Testamento con cierta calma, profundidad, y conocimiento de
los géneros literarios, no encontraremos frases que traten sobre el
‘cumplimiento con Dios’, sino que, contra lo que se suele pensar, está plagado
de enseñanzas, altamente sabias y prácticas, sobre la manera de comportarse,
para vivir en paz con uno mismo.
Y el
social o universal: que esta nuestra humanidad pueda ser un espacio, donde
todos los seres humanos puedan vivir con la capacidad de haber experimentado
que son amados y perdonados incondicionalmente -por un ser sólo amor y bondad,
no esas imágenes vengativas y malvadas-: el nombre, ideología, creencia,
cultura, indoctrinación es lo de menos.
Y, por
tanto, desde esa experiencia vital de amor y perdón, les surja -como oferta
posible, y no como obligación onerosa- el comportarse como auténticos hermanos
con todos los seres humanos: cercanos o lejanos, iguales o distintos, buenos o
malos, amigos o enemigos.
En
definitiva, ésa es la esencia de “El
Padre Nuestro”: no una serie de frases, más o menos acertadas o vividas,
sino una actitud vital, una postura de corazón, donde se considera muy seria y
coherentemente que todos somos hijos de un padre-madre-ser común, y que no es
humano tratar inhumanamente a alguien que sabes tu hermano.
Ésa es la
tarea de Jesús -y, por tanto, la nuestra- ‘construir reino’. Que cada uno de
nosotros viva desde la mayor plenitud de vida humana posible, y que la
humanidad no sea una jauría de inhumanos salvajes, corruptos, maltratadotes,
violentos y amargados.
En el
evangelio de Mateo, hay tres capítulos, en los que se puede encontrar el mayor
número de alusiones al Reino de Dios. En el 5º, ‘las bienaventuranzas’, dice de
distintas maneras que ‘son Reino’ los desprendidos, los pacíficos, los
misericordiosos, los justos, los rectos, los luchadores, los que saben sufrir.
El
capítulo 13 es una serie de comparaciones: el grano de mostaza, un poquito de
levadura, el trigo y la cizaña, el hombre que encuentra un tesoro y lo vende
todo para comprarlo, o el buen vendedor que aprovecha todo lo bueno, sea nuevo
o viejo, donde la moraleja es clara y plenamente conocida.
Y, por
fin, el 25: las doncellas que vienen preparadas con aceite para sus lámparas,
los empleados que saben negociar con los talentos, y, sobre todo los que -sean
de cualquier raza o nación- demuestran que han tenido una vida ‘de Reino’,
porque se ocuparon de ‘éstos mis hermanos
más pequeños’.
Igualmente
son claros los ejemplos del capítulo 15 de Lucas: la oveja perdida, la dracma
extraviada o ‘el hijo pródigo’. Los conocemos como ‘las parábolas de la
misericordia’, y efectivamente, hablan claramente de cómo es el Dios,
Padre-Madre, de Jesús, abierto al pecador y dispuesto al perdón, aun antes de
que haya arrepentimiento.
Pero hay
dos parábolas, que me gustaría explicar más despacio, pues suelen encontrar
resistencias en su comprensión y aceptación, y quizá van al fondo crucial de la
cuestión.
El primero tiene un final que puede ser mal interpretado. Lo
cuenta también Mateo (18, 23): “Por eso,
el Reino de Dios se parece a un rey que quiso arreglar cuentas con sus
servidores”. Comenzada la ardua tarea, le trajeron a uno que le debía diez
mil talentos. Como no podía pagar. El rey mandó que fuera vendido junto con su
mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar su deuda. El servidor se
arrojó a sus pies, diciéndole: “Señor
dame un plazo y te pagaré todo”. El rey sintió misericordia, lo dejó ir y,
además, le perdonó toda la deuda.
Al salir, éste se encontró con un compañero que le debía cincuenta
talentos. Se abalanzó sobre él y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes". El otro se
arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame
un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo
poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver
lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este
lo mandó llamar y le dijo: "¡Miserable!
Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de
tu compañero, como yo me compadecí de ti?".
En general, se entiende -como decimos en el ‘padre nuestro’- que,
si nosotros no perdonamos, Dios no nos perdonará. Ya hemos dicho en muchas
ocasiones que eso no es cristiano: el Dios de Jesús no nos perdona ‘según
merecen nuestros actos’, sino ni siquiera se siente ofendido, por su infinito
amor. Si fuera de la manera usual, estaríamos perdidos. Pero es que nosotros
estamos perdonados, aunque tropecemos una y mil veces en la misma piedra.
La moraleja cristiana es que ‘de
corazones bien nacidos es el ser agradecidos’: si he experimentado que a mí
me han perdonado ‘una millonada’, me surgirá, naturalmente, sin proponérmelo, perdonar
las mil y una pequeñas cosas que a mí me hacen.
Otro
ejemplo que nos cuenta Mateo, y que también tiene una complicada aceptación está
en 20, 1: “Porque el Reino de Dios se
parece a un propietario que salió de madrugada a contratar obreros a trabajar
en su viña”. Contrata a todos los parados de la plaza, y les promete un
denario. Vuelve a salir a media mañana, a mediodía y al final de la tarde, y a
todos les dice que les pagará su salario.
Cuando
empieza a pagar por los que fueron a trabajar a última hora, y les da un
denario, los de la primera se hacen grandes ilusiones. Y, cuando a ellos les
paga lo mismo, el denario convenido,
todo, se enfurecen y le dicen que no es justo.
Eso mismo
piensa mucha gente al oír esta parábola. Termina Mateo con estas palabras del
propietario: “¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece?
¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?".
Una de las
conclusiones que deberíamos sacar del evangelio, que creo se desprenden de este
tema del Reino de Dios, es que la filosofía del evangelio, el corazón de Dios,
la sensibilidad de un cristiano, la idiosincrasia de un auténtico ser humano,
no debe regirse por los principios ‘mercantiles’ del ‘mundo’. Una persona que
persiga verdaderamente la felicidad, la paz interior, el estar bien -no sólo el
‘bien estar’- no puede moverse con las actitudes, los criterios y las
reacciones que se tienen para conseguir un puesto, una posición, un premio o
un ascenso.
Y es que
por ahí debía de ir aquello de Jesús: “No
se puede servir a dos señores”. Si dejas que tu vida sirva a motivaciones
materiales, superficiales, de quedar bien, de medrar, de aparentar, o
similares, te estás condenando a no poder llegar nunca al equilibrio interior,
a la paz contigo mismo, a la madurez personal, al aprecio de los que te
conocen, y a toda esa serie de ‘tonterías
utópicas que están poniendo de moda los psicólogos, para vivir del cuento’.
¡Je!
Cuando
Jesús nos dice que su único interés es la construcción del reino de Dios, no
nos habla de religión, ni de cumplimientos, ni de normas. Y, cuando nos invita
a seguirle e imitarle -‘a pasar haciendo
el bien’ (‘a vivir como Dios’)-, sería de personas inteligentes y prudentes
tomárnoslo en serio.
De
nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me
pongas un correo a mi dirección
fermomugu@gmaill.com