miércoles, 27 de junio de 2018

“El Reino de Dios”

El último día de 'Escuela de Padres' de este curso 2017 – 2018, como sesión de clausura y despedida, celebramos una Eucaristía, y luego tuvimos unos pinchos, para cambiar impresiones y desearnos un buen verano.

Cambio de impresiones, que suelo yo decir que nunca se produce, pues lo general es que el personal no cambiamos la impresión que tenemos, y muy pocas son las veces que realmente alguna charla, alguna conversación o simplemente un cambio de situación es capaz de hacer que cambiemos la impresión que teníamos antes de producirse.

Hecho este paréntesis un tanto sofisticado, os quisiera contar cuál fue el tema del que hablamos en la Celebración Eucarística, tema complicado, tema mal entendido, tema que puede parecer excesivamente ‘subido’, y religioso, pero que siempre me ha parecido importantísimo, para entender, tanto la vida y el mensaje de Jesús, como lo esencial del ser humano, la parte profundamente espiritual de toda persona, aunque demasiada gente prefiere seguir mirando -y, así, despreciar, y no tener que cultivar, como religiosa-: “El Reino de Dios”.

Honradamente, poca gente conozco, tanto entre los sectores eclesiásticos, como -evidentemente, mucho menos- en los profanos, que tengan una idea clara de lo que es y lo que significa.

En el evangelio, Jesús habla de él no menos de 30 veces, y, prácticamente siempre, por medio de ejemplos, parábolas, comparaciones. Por lo cual, es entendible que su comprensión no sea nítida, clara ni clarificadora.

El significado equivocado más generalizado es el del “Reino de los cielos”: es decir, el cielo, la otra vida, el más allá. Pero resulta que Jesús vive y predica para esta vida, para el más acá.

Esta realidad, que muchos ignoran, es la que hace que se vea -y se desprecie o minusvalore- el evangelio y el cristianismo, como algo de curas, para la iglesia, para la otra vida, para nuestra relación con Dios. Y, dadas las imágenes terribles y nefastas que se han dado -y, por desgracia, se siguen dando- de Dios, pasen absolutamente, cuando no llegan a tener auténtica aversión visceral a todo lo relacionado con ese mundo ininteligible e inútil de la religión.

Y no podemos olvidar, aunque a veces cuesta comprenderlo, que todo lo de Dios ha ido mucho tiempo unido a dogmatismos, dictaduras, excesos, crueldades, esclavitudes, imposiciones, intolerancias, persecuciones, fanatismos, que, para mucha gente, son prácticamente imposibles de olvidar y de diferenciar.

Para Jesús, sin embargo, “El Reino de Dios” es algo enormemente actual, humano y apasionante. Es una manera de ser, de sentir y de actuar, propia de seres humanos enormemente maduros, cultivados, y evolucionados.

Recordamos que la voluntad del Dios de Jesús es que sus hijos sean profunda y plenamente felices -voluntad y mayor deseo de cualquier buen padre-. Y la misión de Jesús -su ‘buena noticia’- es que él vino al mundo, para regalarnos a los seres humanos la Vida y el Amor de Dios, como únicos instrumentos capaces de lograr ese objetivo.

En castellano es frecuente oír de alguien rico, famoso, brillante, exitoso, que “vive como Dios”. Y nos cuenta el libro del Génesis -y la mayoría de las religiones o culturas primitivas- que el mayor deseo del ser humano era ‘llegar a ser como dioses’.

Sin embargo, todos reconocemos que los grandes millonarios o políticos y artistas superfamosos, no viven ‘como Dios’: su vida interior, afectiva, familiar, incluso social, está mucho más cerca de la amargura y el sinsentido -recordemos que la primera causa de muerte en Europa y Estados Unidos es el suicidio-, que de la felicidad, la paz interior y la satisfacción propia.

Pues, precisamente, ese ‘vivir como Dios’ auténtico, ese sentirse en paz, útil, alegre, reconocido, querido y agradecido, viene a ser lo que Jesús define como “El Reino de Dios”. Vivir con los valores, con el amor, con el espíritu, con la vida, con la plenitud vital, de Dios.

Algunos teólogos cristianos dicen que la misión, la tarea, el objetivo vital, el interés, lo que más le preocupaba a Jesús, no era la Religión, Dios Padre, la Iglesia, el cielo, su vida, sino “El Reino”. Con dos niveles: el personal y el social.

El personal: que cada ser humano viviera ‘como Dios’, con esa plenitud vital que acabamos de describir. Lo cual incluye también una serie de cualidades, fruto de un entrenamiento y convencido esfuerzo personal, como sensibilidad, madurez, escucha, compromiso, coherencia, compasión.

Puede parecer difícil, y hasta cosa de unos pocos privilegiados. Pero yo suelo decir -aunque pueda parecer pretencioso-, que, dada la cierta sensibilidad musical que yo tengo, si me hubieran puesto a los tres años una guitarra en las manos, y hubiera echado a practicar un buen número de horas diario, no tendría nada que envidiar a Paco de Lucía, a Andrés Segovia, a Manolo Sanlúcar o Regino Sainz de la Maza.

Y creo que conviene no olvidar que el evangelio no es el fundamento de la religión cristiana, sino -hablando en terminología actual- un ‘manual de autoayuda’. Leyendo el Nuevo Testamento con cierta calma, profundidad, y conocimiento de los géneros literarios, no encontraremos frases que traten sobre el ‘cumplimiento con Dios’, sino que, contra lo que se suele pensar, está plagado de enseñanzas, altamente sabias y prácticas, sobre la manera de comportarse, para vivir en paz con uno mismo.

Y el social o universal: que esta nuestra humanidad pueda ser un espacio, donde todos los seres humanos puedan vivir con la capacidad de haber experimentado que son amados y perdonados incondicionalmente -por un ser sólo amor y bondad, no esas imágenes vengativas y malvadas-: el nombre, ideología, creencia, cultura, indoctrinación es lo de menos.

Y, por tanto, desde esa experiencia vital de amor y perdón, les surja -como oferta posible, y no como obligación onerosa- el comportarse como auténticos hermanos con todos los seres humanos: cercanos o lejanos, iguales o distintos, buenos o malos, amigos o enemigos.

En definitiva, ésa es la esencia de “El Padre Nuestro”: no una serie de frases, más o menos acertadas o vividas, sino una actitud vital, una postura de corazón, donde se considera muy seria y coherentemente que todos somos hijos de un padre-madre-ser común, y que no es humano tratar inhumanamente a alguien que sabes tu hermano.

Ésa es la tarea de Jesús -y, por tanto, la nuestra- ‘construir reino’. Que cada uno de nosotros viva desde la mayor plenitud de vida humana posible, y que la humanidad no sea una jauría de inhumanos salvajes, corruptos, maltratadotes, violentos y amargados.

En el evangelio de Mateo, hay tres capítulos, en los que se puede encontrar el mayor número de alusiones al Reino de Dios. En el 5º, ‘las bienaventuranzas’, dice de distintas maneras que ‘son Reino’ los desprendidos, los pacíficos, los misericordiosos, los justos, los rectos, los luchadores, los que saben sufrir.

El capítulo 13 es una serie de comparaciones: el grano de mostaza, un poquito de levadura, el trigo y la cizaña, el hombre que encuentra un tesoro y lo vende todo para comprarlo, o el buen vendedor que aprovecha todo lo bueno, sea nuevo o viejo, donde la moraleja es clara y plenamente conocida.

Y, por fin, el 25: las doncellas que vienen preparadas con aceite para sus lámparas, los empleados que saben negociar con los talentos, y, sobre todo los que -sean de cualquier raza o nación- demuestran que han tenido una vida ‘de Reino’, porque se ocuparon de ‘éstos mis hermanos más pequeños’.

Igualmente son claros los ejemplos del capítulo 15 de Lucas: la oveja perdida, la dracma extraviada o ‘el hijo pródigo’. Los conocemos como ‘las parábolas de la misericordia’, y efectivamente, hablan claramente de cómo es el Dios, Padre-Madre, de Jesús, abierto al pecador y dispuesto al perdón, aun antes de que haya arrepentimiento.

Pero hay dos parábolas, que me gustaría explicar más despacio, pues suelen encontrar resistencias en su comprensión y aceptación, y quizá van al fondo crucial de la cuestión.

El primero tiene un final que puede ser mal interpretado. Lo cuenta también Mateo (18, 23): “Por eso, el Reino de Dios se parece a un rey que quiso arreglar cuentas con sus servidores”. Comenzada la ardua tarea, le trajeron a uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar. El rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar su deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: “Señor dame un plazo y te pagaré todo”. El rey sintió misericordia, lo dejó ir y, además, le perdonó toda la deuda.

Al salir, éste se encontró con un compañero que le debía cincuenta talentos. Se abalanzó sobre él y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes". El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: "¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?".

En general, se entiende -como decimos en el ‘padre nuestro’- que, si nosotros no perdonamos, Dios no nos perdonará. Ya hemos dicho en muchas ocasiones que eso no es cristiano: el Dios de Jesús no nos perdona ‘según merecen nuestros actos’, sino ni siquiera se siente ofendido, por su infinito amor. Si fuera de la manera usual, estaríamos perdidos. Pero es que nosotros estamos perdonados, aunque tropecemos una y mil veces en la misma piedra.

La moraleja cristiana es que ‘de corazones bien nacidos es el ser agradecidos’: si he experimentado que a mí me han perdonado ‘una millonada’, me surgirá, naturalmente, sin proponérmelo, perdonar las mil y una pequeñas cosas que a mí me hacen.

Otro ejemplo que nos cuenta Mateo, y que también tiene una complicada aceptación está en 20, 1: “Porque el Reino de Dios se parece a un propietario que salió de madrugada a contratar obreros a trabajar en su viña”. Contrata a todos los parados de la plaza, y les promete un denario. Vuelve a salir a media mañana, a mediodía y al final de la tarde, y a todos les dice que les pagará su salario.

Cuando empieza a pagar por los que fueron a trabajar a última hora, y les da un denario, los de la primera se hacen grandes ilusiones. Y, cuando a ellos les paga lo mismo, el  denario convenido, todo, se enfurecen y le dicen que no es justo.

Eso mismo piensa mucha gente al oír esta parábola. Termina Mateo con estas palabras del propietario: ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?".

Una de las conclusiones que deberíamos sacar del evangelio, que creo se desprenden de este tema del Reino de Dios, es que la filosofía del evangelio, el corazón de Dios, la sensibilidad de un cristiano, la idiosincrasia de un auténtico ser humano, no debe regirse por los principios ‘mercantiles’ del ‘mundo’. Una persona que persiga verdaderamente la felicidad, la paz interior, el estar bien -no sólo el ‘bien estar’- no puede moverse con las actitudes, los criterios y las reacciones que se tienen para conseguir un puesto, una posición, un premio o un ascenso.

Y es que por ahí debía de ir aquello de Jesús: “No se puede servir a dos señores”. Si dejas que tu vida sirva a motivaciones materiales, superficiales, de quedar bien, de medrar, de aparentar, o similares, te estás condenando a no poder llegar nunca al equilibrio interior, a la paz contigo mismo, a la madurez personal, al aprecio de los que te conocen, y a toda esa serie de ‘tonterías utópicas que están poniendo de moda los psicólogos, para vivir del cuento’. ¡Je!


Cuando Jesús nos dice que su único interés es la construcción del reino de Dios, no nos habla de religión, ni de cumplimientos, ni de normas. Y, cuando nos invita a seguirle e imitarle -‘a pasar haciendo el bien’ (‘a vivir como Dios’)-, sería de personas inteligentes y prudentes tomárnoslo en serio.


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