Hace
bastantes años, cuando se emitía en televisión “Moros y Cristianos”, un ‘debate’, donde una mitad estaba a favor y
la otra en contra, del tema que se ‘tratara’, recuerdo el sentimiento tan ambiguo
que tuve. El tema era “La Navidad”.
Entre los que les gustaba, estaba el famoso Jesús Gil, un tanto bruto, de vida
económica poco recomendable, que, curiosamente, estaba a favor. Y en contra
estaba el entonces joven y atractivo, cantante y ‘famoso’, en más positiva
posición, Joaquín Sabina. Se centró el tema en una joven de 18 años, de padres
separados, que comentaba, entre sollozos, que eran, para ella, las fiestas más
tristes de su vida.
El romántico Sabina le dijo, en un tono un
tanto vulgar: “Pues no seas tonta, aprovéchate. Tendrás dobles
regalos, dobles comilonas”. Y el ‘vulgar’ Gil dijo: “¡No seas bruto, Joaquín! ¿no comprendes que, para esta niña, lo
importante no son las cosas, sino la falta de un afecto suficiente?”
Aquellas
dos frases, además de cambiarme la perspectiva de la sensibilidad de los dos
famosos, me hizo pensar mucho sobre lo mal que planteamos los asuntos
importantes de la vida.
Y
todo lo relativo a la Navidad me merece una consideración especial. Tanto desde
la perspectiva creyente, como desde la puramente social.
Son
fiestas, cuyo significado primitivo y profundo, mantenido hasta no hace mucho
en nuestras familias, se está aprovechando para fines muy ajenos a ellas, en
beneficio de fines de bastante poca finura humana.
Dos
meses antes de la fecha, aprovechan las multinacionales para desatar campañas
invasivas y agobiantes -“¡Ya es Navidad!”-,
que van dirigidas únicamente a las clases de mayor poder adquisitivo, dando por
supuesto que son las únicas que existen, que reciben esos mensajes, y que hay
que cultivar.
Pareciera
que sólo importan los barrios céntricos, las personas que tienen acceso al
mayor consumo, las familias que van a tener unas grandes vacaciones, viajes y
comilonas. Cosa que es lógico en los grandes productores de turismo, espumosos
y demás marcas comerciales.
Como
si no vieran la televisión ni oyeran la radio aquellos que no van a poder
moverse de casa -si la tienen-, que no van a poder hacer gastos extraordinarios
-ni ordinarios-, o que tienen su casa sin calefacción o con goteras, y su calle
sin luz o llena de baches. ¡Qué daño!
La
mayoría de nosotros no somos conscientes del tanto por ciento tan bajo de gente
que puede ‘celebrar’ la navidad a nuestro nivel. Ni queremos enterarnos de las
terribles estadísticas mundiales sobre el hambre y la pobreza de recursos, en,
prácticamente ¾ de la humanidad: “¡Por
favor! ¡Tengamos la fiesta en paz!”
A
los niños se les atonta con ‘cosas’, que, muy fácilmente, dejarán de estimar al
día siguiente o -con un cierto sentido común- habría que racionarle o
prohibirle a los cuatro días.
No
puedo dejar de recordar una viñeta de ‘Forges’, el día de
Reyes de 1998, dedicada a Javier Urra, ‘defensor del niño’ de la Comunidad de
Madrid. Dice el niño rico y orondo: “A mí
un ordenador nuevo, una impresora de color, 35 juegos de ‘GAMEBOY’, el láser
pistola espacial, la estación orbital ‘selene’, un equipo pleno de buceo, el
traje del Madrid y la colección de vídeos de Disney. Y ¿a ti?”.
“¡Mi papá y mi mamá me han dado besos!”. “Jo, ¡qué suerte!”.
Podría
ser la radiografía de nuestra sociedad. En navidad y siempre. Como no tenemos
tiempo para escuchar y comunicarnos positivamente, suplimos con ‘cosas’ -que no
suplen-.
Un
amigo, periodista y escritor, decía con humor: “Parece que todos hemos nacido 20 minutos tarde, y tenemos que estar
siempre recuperando”. Y el escritor estadounidense John Michael Green (Indianápolis
1977), en su libro “Buscando a Alaska”,
escribe: “El caos de la sociedad actual
se debe a que las personas están hechas para ser amadas, y las cosas para ser
usadas; y nosotros amamos las cosas y usamos a las personas”.
Cual
un pobre burro, a quien hubieran atado un palo en la cabeza, con una zanahoria
a una distancia ligeramente inalcanzable, nuestra sociedad se pasa la vida persiguiendo
-¡fuera!- lo que cree que le falta, y le haría feliz si lo tuviera. Otros, un
poco más sibaritas -amargados-, esperan que los otros se lo proporcionen.
En
una muy interesante charla, que dio en Vigo el psiquiatra Rojas Marcos, decía: “Ilusamente, ponemos nuestra felicidad en el
‘tener’: dinero, amor, juventud, salud, fama, oportunidades, amigos, trabajo, o
lo que sea. Y ninguna cosa nos puede dar felicidad”. Aclararía, sutilmente,
Tony de Mello: “Porque todo lo que
tenemos, que creemos que nos da felicidad, nos produce, inmediatamente, un enorme
miedo a perderlo”.
Y
la temporada de navidad es especialmente proclive a buscar cosas: comidas o
cenas de familia o de empresa, productos especiales, viajes exóticos, regalos
inútiles, abetos iluminados y preñados, ‘papás noel’ de adorno o portadores de
caprichos, cabalgatas de reyes, con caramelos y pasajera ilusión.
En
esos días, hasta pareciera que todos somos más humanos, comunicativos,
disponibles y atentos. Pero, ¡oh, gran desilusión! La empinada ‘cuesta de enero’
nos pone de manifiesto la dura y fría realidad, y nos hace admitir que los
floridos envoltorios de los regalos y los grandes alardes culinarios, no venían
acompañados del esperado afecto familiar y humano. Y que nuestras expectativas
siempre han sido muy superiores a la realidad.
Aunque
nunca acabamos de aprender. Llegará el próximo cumpleaños o celebración
cualquiera, donde volveremos a imaginar que lo de fuera nos puede hacer un poco
más felices. Una y otra vez, tropezamos en la misma piedra.
Hasta
aquí, no he hecho referencia a la distinción entre celebraciones religiosas o
no, porque, por un lado, sería excesivamente largo, y propio de otro escrito,
intentar saber a qué se debe la caída en picado del sentimiento religioso; y,
por otro, porque la celebración cristiana de La Navidad creo que merece un apartado
especial.
Esta
celebración cristiana presenta muchos aspectos, que no siempre están en armonía
y coincidencia. Es verdad que la Fiesta de Navidad nos ha llegado desde la
tradición cristiana: celebramos el ‘Nacimiento de Dios’. Aunque no es menos
verdad que el cristianismo ‘bautizó’ una fiesta pagana ya existente, que los
autores no coinciden en identificar: unos dicen que el 25 de diciembre era la
fiesta del dios Mitra. Otros que el solsticio de invierno. Y otros que, por
esos días, se celebraban las Fiestas Saturnales, un tanto libertinas, cuando
había más calma, una vez terminadas las cosechas.
Lo
que sí es claro es que La Navidad se puso ahí, aprovechando una fiesta pagana,
y que no hay ningún dato ni histórico ni escriturístico que pueda determinar
con exactitud la fecha ni el lugar del nacimiento histórico de Jesús.
Igualmente,
hay que tener en cuenta que los ‘evangelios de la infancia’, donde, principalmente
Mateo y Lucas, relatan muchas ‘historias’ del Jesús Niño, no están escritas
desde un género histórico o biográfico, sino alegórico y simbólico.
Por
tanto, los exegetas actuales -dentro de la doctrina de la Iglesia- no aseguran
como totalmente cierta ninguna de las ‘anécdotas’ de la infancia de Jesús.
Están escritas como catequesis que probaran la divinidad y el mesianismo de
Jesús, a los contemporáneos, que tenían muy claro su total fracaso: recordaban
todos los acontecimientos de la crucifixión y muerte de Jesús. Al tiempo que
recordaban igualmente todas las profecías que se anunciaban del mesías, con las
que los evangelistas tuvieron cuidado de hacer coincidir los sucesos de los
primeros años de vida de Jesús.
Al
mismo tiempo que es perfectamente comprensible que todas esas ‘leyendas’, con
las que demuestran su mesianismo, conforme al Antiguo Testamento, tienen una
viveza y un colorido que da pie a fiestas y tradiciones muy arraigadas en la
piedad popular, incluso en la liturgia.
Lo
esencial para un cristiano -como en cualquier aspecto de la vida humana- es que
lo que hagamos sea coherente con lo que creemos, y esto, con la vida y
doctrina de Jesús. ¡No vivir de apariencias!
Está
muy bien que pongamos el nacimiento, con el buey y la vaca, los magos y su
estrella, los pastores y sus rebaños. Pero, si eso nos ayuda a vivir que Dios
se ha hecho carne en nuestra carne.
Si
adoramos al niño, y, a la salida, somos unos egoístas corruptos o
descomprometidos de la ayuda al hermano necesitado, flaco servicio le estamos
haciendo a Dios, y poca paz interior tendremos en nuestra vida.
Todas
las celebraciones navideñas -familiares, festivas, gastronómicas, simbólicas o
representativas- bien están, si son la guinda de la tarta: ser coherente,
comprometido, compasivo, sensible, misericordioso, generoso, en definitiva, si ‘paso
haciendo el bien’.
Hace
tiempo, al empezar una eucaristía, cantaron una canción, cuyo estribillo era: “En esta noche de luz, todo el mundo te
celebre, pues naciste en un pesebre y moriste en una cruz”. Yo, quise, como
homilía, hacer un comentario a la canción. Y vine a decir algo así, como que el
mérito mayor de Jesús no es haber nacido en un pesebre ni muerto en una cruz,
sino en haber dado testimonia vital de fidelidad al Amor hasta el final.
Y
que la misión de sus discípulos no será imitarle en lo del pesebre y la cruz,
sino en una vida de entrega fiel al Amor y la Vida de Dios.
Los
que celebréis estas fiestas, sin convicciones religiosas, tenéis bastante
materia para pensar en vuestros deberes familiares y sociales.
Pero
los que celebramos La Navidad, como memoria, como revivir que Dios se ha metido
en nosotros, nos hemos comprometido -no es que nadie nos obligue- a ser ‘otro
jesús’, representar el vídeo del sentir y actuar de Dios.
Sabemos
que la ‘buena noticia’, el buen mensaje, el eu angelion, de Jesús es que él
vino para regalarnos la Vida plena, el Amor incondicional, y el Perdón absoluto
de Dios, sin factura.
Cuando,
en Mateo 5, 1-10, nos dice que Jesús subió al monte -‘habló con Dios’-, y, al
bajar, nos trajo como ‘Nuevo Testamento’, las bienaventuranzas, nos está
diciendo claramente que no bajó, como Moisés, para traernos mandamientos ni
obligaciones, sino el modo, la estrategia de Dios, para buscar la felicidad:
ser de corazón pobre, luchar por la paz y la justicia, ser misericordioso y
sereno, usar el perdón y la acogida.
Como
dice un primo mío, demostrar al mundo que la única manera de vivir, de ser
feliz y estar satisfecho con uno mismo, no es el ir a lo mío, el egoísmo, el
orgullo, el tener y poder más, el quedar por encima. Que goza de una alegría
más profunda y duradera, el que, desde la experiencia del amor recibido, regala
ese amor, también incondicionalmente.
Por
cierto, ¿habías pensado que la única manera de que tu orgullo no te envenene,
es, curiosamente, tragándotelo?
¡Dios
es buena gente! No nos manda nada. Lo único que nos pide es que, experimentemos
que él nos quiere, y quiere que vivamos como él: queriendo, amando siempre, sin
excepciones.
Recuerdo
una viñeta, en la que unos ángeles sostenían una gran pancarta: “Paz a los hombres y mujeres de cualquier
ideología y orientación”.
Los
seres humanos podemos estar tranquilos con Dios, porque él nos ama, no porque
nosotros seamos buenos, sino porque él es bueno, le caemos bien.
Para
terminar, reitero: celebrar La Navidad en cristiano, es hacer el bien siempre,
en las duras y en las maduras, en las alegrías y en las penas, en los pequeños
detalles y en las grandes obras, desde unas u otras ideas, unos u otros ritos, sin
apartarnos nunca, pase lo que pase, del camino, fiel al Amor, de Jesús.
No
hay que decir que poner el nacimiento, y los zapatos a los magos, sin vivir
desde el constante amor incondicional, sería una farsa completa.
Si quieres comentarme
algo o hacerme alguna sugerencia,
mándame un mensaje a
<fermomugu@gmail.com>