En el tema
de la igualdad entre el hombre y la mujer, se dice, y se cree, que hemos
avanzado mucho, pero, en mi opinión, estamos todavía en el neolítico. Se habla,
se escribe, incluso se legisla mucho. Pero, en la vida normal, las actitudes y
las actuaciones son muy parecidas a las de hace 50 años. Puede que hayan
cambiado discursos ‘superficiales’, pero yo, que sigo bastante de cerca este
tema, veo que el fondo de la relación ha cambiado mucho menos de lo que debiera, y de lo que se
quiere ver.
No hay más
que asomarse a cualquier medio de comunicación, para constatar la multitud de
muertes de mujeres por sus parejas, violaciones y abusos de niñas –¡y niños!–
por parte de padre, hermanos mayores, tíos, abuelos ("Según las estadísticas nacionales e internacionales, los abusadores sexuales son mayoritariamente miembros de la familia."); sin contar las innumerables –y tan cacareadas, lógicamente– por parte de
sacerdotes, educadores y monitores; los lucrativos y vergonzosos negocios de
‘trata de blancas’ –¡y negras!–; y la cantidad de establecimientos de
prostitución infantil en oriente, donde los correctos y pudientes occidentales
van con frecuencia a probar carne fresca.
Todavía
sigue siendo muy diferente entre hombres y mujeres el sueldo, los puestos de
trabajo y su facilidad de contratación, la educación que se recibe, la
sensibilidad, la escucha, la comprensión, la concepción de la pareja, de la
familia, de la relación sexual, y, en definitiva, una diferente percepción de
la mayoría de las cosas, problemas, situaciones y la vida misma.
El varón, casi siempre, usa sólo la lógica, no suele escuchar ni contar, ni siquiera
conocer el mundo de los sentimientos –ni suyos ni, mucho menos, ajenos–, y le parece bueno lo que a
él le apetece –“Le importa más la
penetración que la compenetración”–, y, en demasiados casos, según el
vulgar dicho popular, él ya trabaja, para tener: “una puta en la cama, una modelo en la calle y una chacha en casa”.
Esta falta de 'compenetración', hace de hecho infelices a la mayoría de las esposas –aunque no todas lo reconocen o lo saben–: "Mi marido es genial, me quiere mucho, pero no es capaz de acariciar mis sentimientos, no le siento cómplice de mis experiencias o emociones más importantes. Y, cuando se lo he querido insinuar, he notado que no era capaz de entenderme".
A este propósito, hay un chiste y una viñeta que pueden ser iluminadores. El chiste dice; "Cómo son las mujeres, que están toda su vida esperando a que llegue su 'príncipe azul', y, cuando llega, ¡no es el tono de azul que ella deseaba!". Aunque también ves parejas ante las que te preguntas si la mujer necesitaría unas gafas para ver de cerca, pues una persona ultrasensible ha ido a unirse con un trozo de madera.
Y la viñeta es la que vemos aquí: en una gama muy diferenciada de colores, el hombre no puede diferencias más que 'los cuatro del parchís', mientras que la mujer 've' una cantidad de matices, impensable, inconcebible e incomprensible para el hombre.
El ejemplo tan iluminador de los colores se puede aplicar a multitud de cosas: sentimientos, emociones, afectos, incomodidades, deseos, rechazos, apetencias –'manías'– de las mujeres, que –¡desde luego!– no pueden ser comprendida por su pareja. A no ser –también ¡claro está!– en casos de varones muy sensibles, comprensivos, trabajados, e interesados. ¡Que alguno hay!
Suele acontecer que, en la mayoría de los casos, y sin culpa de nadie, al poco de nacer, el varón va recibiendo piezas –a través de frases o pequeños gestos–, que acabarán construyendo su personalidad con un sentido de superioridad y dominio sobre las niñas; mientras que la mujer enseguida tiene implantado un chip inconsciente de sentido de inferioridad, inseguridad, sumisión, servicio, y de 'ganar puntos.
En la primera infancia se van notando ya en la psicología masculina características de más simple, más noble, más lento, más bruto; al tiempo que en la femenina aparecen rasgos de más complicada, puñetera, sensible y rápida.
Hay quien
afirma que este complejo de inferioridad, a veces manifestado en lamentos
continuos, unido a su ser más complicada y puñetera –a veces constituida
inconscientemente en personalidad del peligroso y frecuentísimo ‘protagonismo victimista’–, puede ser la
causa, en algunos casos, de una agresión constante e invisible, que acabará
resultando tan cargante e inaguantable, que el hombre puede llegar a desarrollar
un comportamiento inadecuado.
El varón
suele dar por supuesto que las cuestiones domésticas no dependen de él; a lo
más, ‘le ayuda’: no vibra con los
problemas ni sentimientos de sus hijos, ni con detalles como comida, limpieza u
orden. "¡No sabe ni en qué curso están sus hijos, ni qué profesora es su tutora!". Toda esa ‘carga familiar’ es de la mujer, que la siente como suya, y
vibra con sus hijos, con todos los detalles de comida, ropa, limpieza, orden. Y 'la pobre' aguanta todo, porque ha sido 'educada', para 'cargar con la cruz'.
En relación con el propio cuerpo la mujer empieza por tener
un trato muy diferente: sus genitales son internos –y, muy frecuentemente,
desconocidos–, le da vergüenza, miedo, y es educada desde la obsesión de que
los hombres son unos salidos, un peligro, un posible embarazo.
El índice de ‘frigidez’ femenina hace poco andaba en España
por el 70 % (¡¿?!). Y yo lo veía lógico: se educa a la niña desde el miedo
total y la vergüenza generalizada; tras un noviazgo –en que, normalmente,
tampoco se suele preparar demasiado–, cuando ‘buenamente toca’, se casan, pasan
por la vicaría, o el ayuntamiento, y, como ya tienen 'la bendición' –y la obligación–: “¡Ahora puedes disfrutar plenamente del
placer que te produce un hombre, estando los dos desnudos en la cama!”. ("Pues, mire usted, ¡IMPOSIBLE!")
Hoy día, para muchas mujeres, la situación ha cambiado
mucho en este aspecto; pero sigo afirmando que no todo lo que debiera.
Por otro lado, como la mujer tiene que conquistar, seducir
y atraer, suele ser esclava de la moda, el maquillaje, la línea y la
peluquería. Por el contrario los hombres suelen ser machotes, machistas,
exhibicionistas, y la mujer es objeto de su posesión, dominio y capricho.
La mujer
que es madre, puede tener otro inconveniente. Hace mucho tiempo, una muy buena
amiga me dijo: “¡Fernando, el ser madre
es la mayor putada que te puede pasar!”. Como es lógico, yo me quedé
pasmáo. Pensándolo más despacio, he constatado que el embarazo y el parto,
generalmente, cambian el cuerpo, la personalidad, el horario, la psicología
y hasta la identidad de la persona por completo. ¡Y no digamos nada de la
‘brutalidad’ del parto! Hormonas, posturas, sueño, crisis afectiva y sexual del
marido: y pasas, de ser ‘Matilde Muguruza’ –o, a lo más, 'Sra. de Moreno'–,
a ser ‘la mamá de Fernandito’. Sin olvidar que tu marido, casi inevitablemente, pasa a sentirse menos importante para ti que tu recién nacido.
Es verdad
que hay mujeres, que afirman que para ellas ni el embarazo ni el parto supusieron la menor molestia –y las creo–. Y veremos qué avances se llegan a
realizar con el ‘embarazo y parto
ectópico’, no como enfermedad fatal, sino como voluntad propia de crear un
útero artificial, con las sondas, líquido amniótico y demás aditamentos necesarios, para que la nueva
criatura no pase sus nueve meses de ‘primera vida’ en el vientre materno, sino “¡en un cómodo robot sin molestas complicaciones!”
Si la
mujer acepta toda esta ‘putada’ que –decíamos– puede suponer la maternidad, si la
formula, la admite como un precio que tiene que pagar para ‘ser madre’, y se supera por sí misma,
no pasará factura. Pero, si no la reconoce, y, sólo lo ve desde el ‘maravilloso
regalo de la maternidad’, se pasarán facturas terribles, que parecerán
inexplicables. Yo he presenciado escenas de relación entre madres e hijos, que
parecerían imposibles, y, si las contara, ¡se me diría que me las he inventado!
¡Qué
difícil les resulta a muchas madres agradecer, valorar, decir palabras de aprobación y
amor incondicional a sus hijos! Y no es que no los quieran, es que en ellas puede la
exigencia al afecto, en su relación con los hijos. Muchas personas me han dicho: “Mi madre me ponía por las nubes ante todas
sus amigas; pero, cuando hablaba conmigo, ¡por los suelos!”. Por eso, en
una charla, en la que yo estaba hablando de estas cosas, se oyó una voz
femenina, desde el fondo del salón: “¡Cómo
se nota que usted no ha sido madre!”. Y yo, después de alguna tontería
irónica, contesté, a botepronto y con bastante mala leche: “Pero yo distingo perfectamente, en un grupo de amigas, a la que es madre
del niño de dos años que anda correteando por las mesas de la cafetería: La
madre es aquella que riñe con ojos de odio”.
Las amigas le dirán sonriendo:
“Bájate, cariño, que te puedes caer y te harías
daño”. Mientras que la madre, le agarrará por un brazo, haciéndole
manifiesto daño, y le dirá, con la cara más seria y odiosa del mundo: “¡Bájate y estate quieto, que no te vuelvo a
sacar de casa!”. El pobre niño dirá: “¡Que
pena! Con las amigas tan cariñosas que tiene mi madre, ¡y me ha tocado la que
me odia!”
Para ir
terminando, quiero decir que es esencial partir del convencimiento de que somos
personas antes que géneros y roles –como deberíamos ser y sentirnos personas, antes y más que médico o cura, o político–. Y tenemos la preciosa misión de educar –contagiar– esa convicción a nuestros hijos: a ver si, de una vez, las próximas generaciones logran esa igualdad y respeto, que nosotros no hemos conseguido. Todos los seres humanos somos exactamente iguales en dignidad y
respeto, derechos y deberes, obligaciones y oportunidades; desde Jesús, somos hijos de Dios,
sin diferencia alguna, en cuanto a esa esencia. Dice Pablo en Gálatas (2, 6): “Dios no hace distinción de personas”.
casados –desde una libre opción. vocación y decisión propia, y no por una obligación, impuesta en el siglo XI, por razones no muy claras–, con tal de que tuvieran y demostraran una madurez de personalidad, de afectividad equilibrada, consciente y profunda, que es la que impediría –a unos y otros– tener comportamientos incoherentes.
N.B. Sigo diciendo, que, si quieres comentarme
algo, ponme un correo a
<fermomugu@gmaill.com>