lunes, 3 de septiembre de 2018

“CAMBIAR LA CORRUPCIÓN POR EL COMPARTIR”


Este verano ha sido rico en acontecimientos de muchos tipos, pero ha habido una serie, no pequeña, de condicionamientos personales bastante poco apetecibles. Y ha coincidido que, en la lectura del evangelio de la misa dominical, se han ido sucediendo trozos del capítulo sexto de Juan, y me ha ocupado bastante tiempo, energía, neuronas y emociones, intentar hacer inteligible su mensaje en mi sencilla homilía dominical. Se trataba del famosísimo pasaje de “La multiplicación de los panes y os peces”. Conocidísimo, como digo, pero no siempre bien interpretado. Y pensé que podía ser un buen tema para desarrollar en el siguiente artículo de este humilde blog.

De muchos de mis lectores son conocidas las complicaciones físicas que ha traído a mi delicado órgano cardiaco el deterioro, y necesario recambio, del D.A.I. -desfibrilador, implantado tras la gravísima operación del 2011-, y la muerte rápida y reciente, aunque muy tranquila y sin dolores, de una de mis hermanas.

Todo este mundo interior, rodeado de demasiados problemas psicológicos de personas cercanas, y del universal caos envolvente del mundo de la política, la economía, la sanidad, la educación, la emigración, la pederastia: corrupción, al fin y al cabo, como monstruo de mil cabezas, que, al menos a mí, me producía una profunda tristeza, mirara en la dirección que pudiera estar mirando.

Y, mientras tanto, como música de fondo que debía ‘interpretar’, uno de los mejores resúmenes del evangelio de Jesús, visto desde la perspicaz y amplia mirada del ‘cuarto evangelio’.

Conviene caer en la cuenta de que el evangelio de San Juan -todavía más que los otros tres, que también- no se puede leer con nuestras categorías literarias actuales: no son libros de historia, ni pretenden que los entendamos al pie de la letra, como hechos sucedidos, sin más, que podrían haber sido grabados en un vídeo.

Ni siquiera se pueden leer como relatos de contenido siempre religioso: el evangelio, en general, tiene mucho más de pautas para enseñar a vivir una vida plenamente humana, que normas religiosas y sagradas. Más que indicarnos cómo debemos quedar bien con Dios, nos quiere enseñar a ser personas sensibles, solidarias, profundas y felices.

Dice un teólogo actual que, más que el fundamento de una religión, en terminología actual, se podría decir que el evangelio de Jesús es un ‘libro de autoayuda’. Y yo no podía dejar de pensar que, si la humanidad se enterara, entendiera, comprendiera a fondo, y pudiera comprobar experiencialmente, al menos un poco, las estrategias terapéuticas de Jesús, se acabarían tantos males, externos, internos y mediopensionistas: la culpa, la inseguridad, el miedo, la agresividad, la insatisfacción endémica, la violencia, la corrupción, la falta de sensibilidad y humanismo, hasta en las personas de quienes menos cabría sospecharlo.

Y, un paréntesis que me parece imprescindible, es que todo ese mundo de horror, falta de valores, vacíos afectivos, que parecen los factores desencadenantes de tanto mal, tiene como uno de sus orígenes más ancestrales y constantes el mundo del poder, de la manipulación, el sometimiento, la anulación del sentido crítico, provocado, en parte, esas concepciones de Dios tan inhumanas y alejadas del evangelio de Jesús, y por las religiones e instituciones que las inoculaban. (Aunque, incluso hoy, se siguen identificando, y, en demasiados foros, se da gato por liebre.)

Cuando Juan nos cuenta algo -como los otros tres evangelistas, pero él todavía de manera más patente-, no pretende que veamos ‘lo que pasó’, sino que quiere enseñarnos una moraleja, darnos una lección de lo que podemos aprender detrás de esa anécdota, para ser más felices, llevar una vida más parecida a la de Jesús. Vienen a ser como ‘aplicaciones prácticas’ de la doctrina y la vida de Jesús: la realización del maravilloso sueño que tiene Dios para cada uno de nosotros.

Como sabemos, Juan va definiendo a Jesús como ‘La Palabra’, como Luz, como Vino, como buen Pastor, como Camino, como Vida preñada de eternidad y plenitud. Y, en este capítulo 6º de su evangelio, que hemos ido leyendo a trozos, en varios domingos este verano, Juan desarrolla ampliamente la imagen de Jesús como Pan, Alimento, Comida.

Y me parece que la simple lectura de este largo y jugoso capítulo puede dejar que nos escapemos de llegar hasta el fondo de tres maneras, bastante comunes, de las que me gustaría que nos libráramos.

La primera, y más habitual, es la de identificar el pasaje con el “Milagro d la Multiplicación de los Panes y de los Peces”, y ¡ya está! Cuentan que un joven sacerdote tuvo que predicar en su pueblo, el sermón de la misa solemne, sobre este tema, y dijo, todo emocionado: “¡Es de admirar, queridos hermanos, el poder milagroso de nuestro Señor, cómo con cinco mil panes y dos mil peces, dio de comer a 20 personas!”. Ante la equivocación numérica, se armó tal revuelo, que el joven clérigo se tuvo que callar, dejar pasar un rato, recobrar la serenidad, y volver a empezar, con todo cuidado: “Queridos hermanos. En una ocasión, Nuestro Señor Jesucristo, con tan solamente 5 panes y dos peces, alimentó a más de cinco mil personas”. Y un viejo del pueblo, con mucha retranca, gritó: “¡Con lo que le sobró de la otra vez! ¡Tirado!”

Juan no nos cuenta, sin más, un milagro. Quiere que saquemos una lección de vida humana: “Cuando se comparte lo que se tiene, sea mucho o poco, hay para todos, ¡y sobra!”.

Lo malo es que hoy es mucho más fácil mirar y admirar el milagro, que comprometerse en la solidaridad, plantearse lo que a mí me sobra, y a un hermano mío -hijo del mismo Padre que sueña lo mejor para todos sus hijos, y de la ‘Pacha Mama’, que engendra recursos suficientes para abastecernos con creces- le falta lo esencial, por la pura insensatez e inhumana humanidad.

Suele resultar bastante más fácil y cómodo alabar, admirar, incluso adorar a un héroe, que seguirle, imitarle, copiarle. Y para todos es patente cómo “es más fácil predicar que dar trigo”. ¡Qué bien hablan muchos predicadores, gobernantes, profesores, padres de familia, y qué triste es conocer su vida privada, sus reacciones habituales, que, en general, no tienen nada que ver con la teoría que explicaban, y que parecía que les convencía!

Cuando Jesús ve la cantidad de gente que le sigue, y ‘que están como ovejas sin pastor’, inmediatamente le surge la compasión -sufre con-, y piensa en cómo darles de comer. Como para poner a prueba a sus discípulos, les dice que qué pueden hacer ellos. Como nos sucedería a cualquiera de nosotros, los discípulos le vienen a contestar: “¡Que se arreglen ellos!”

“Felipe le dice: ‘¡Ni doscientos denarios de plata darían para alimentar a toda esta gente!’.” Cada uno sólo pensamos en lo nuestro. ¿Qué puede aportar mi granito de arena al hambre del mundo? Incluso, los que intentamos dedicar nuestra vida a la ayuda de los demás, hay veces que nos sentimos como una gota de agua cayendo sobre un fogón al rojo.

Menos mal que otro discípulo se preocupa de investigar, y le dice a Jesús que entre la multitud hay una base de la que poder partir. Y ahí se apoya Jesús, para explicar la lección.

Tengo que confesar que me escandaliza profundamente, cuando veo personas que se llaman cristianas, actuando desde el egoísmo, la corrupción, el desinterés más absoluto por los demás. Me resulta paradigmático ver comportamientos de políticos cristianos, que buscan descaradamente su beneficio propio, pasando olímpicamente del bien de los ciudadanos.

Mi padre, que decidió opositar a notarías, cuando la mayoría de sus amigos estaban dentro de la acción política, incluso -como era muy buen orador- le insistieron insistentemente en que formara parte de sus equipos. Él les contestó que prefería irse a un pueblo, vivir pobremente, y poder atender a su mujer y a los hijos que esperaba tener. Y contaba con su gracejo andaluz: “¡Qué tendrá la política, que a la mejor palabra del mundo -madre- le añades’política’, y te sale la suegra!”

Contaba yo un verano en Montevideo a un sabio ex-rector de la “Universidad Católica”, y, tras celebrarlo convenientemente, me dijo: “Acá tenemos otro muy parecido. ‘¡Qué tendrá ‘la plata’, que a la cosa más transparente, que es un cristal, le ponés detrás plata, y ya sólo te ves a vos mismo!’.”

Hace muy poco, hablaba de este tema con unos amigos míos, que se codean con cierta frecuencia y naturalidad con personal de estos ámbitos. Y les mostraba mi imposibilidad de entender cómo un personaje concreto y famoso, de familia conocida y de comunión diaria, con una madre ejemplo de perfección cristiana en toda la ciudad, con una formación y una historia impoluta, cómo, después, había hecho unos descalabros, para mí, totalmente incomprensibles.

Ante mi asombro, me comentaron que fuentes muy cercanas a él, y de amistad y conocimiento profundos, aseguraban que él no tiene conciencia de haber hecho nada malo. No me lo explico. No lo logro entender. ¿Tanto puede cegar el poder, el dinero, la fama, el éxito, el quedar por encima, el aparentar, el figurar? Un corazón grande y bondadoso, ¿puede ser atrofiado u obnubilado de esa manera, por esos instrumentos? ¿Será posible que sean tan adictivos y nocivos como el alcohol o la marihuana? ¿Podrán obnubilar el cerebro y el corazón, hasta el punto de anular la sensibilidad, la objetividad, la percepción de la realidad, o de la propia conducta?

Yo, en mi pequeña experiencia, he llegado a la conclusión de que sí. Incluso, a pequeñas escalas, me ha producido impacto fuerte la manera de ver a una madre dirigirse a su hijo, un profesor a su alumno, un superior a su súbdito, incluso un marido a su mujer. Todos ellos, claro está, de formación probada, y con numerosos cursos a sus espaldas de liderazgo cristiano, incluso de espiritualidad ignaciana.

Sin entrar ahora en los casos aberrantes de maltrato, abuso, trata, traición, engaño, corrupción. Se suele contar el caso de un matrimonio de unos sesenta años, que, al acabar la cena, dice el marido ala esposa: “Voy a tomar unas copas con los amigos”. Y contestarle la esposa, con aparente naturalidad: “Pégame ahora; que, si no, me despiertas, cuando vuelvas”. Al oírlo por primera vez, puede resultar terrible. Luego ves que es la triste realidad de muchas parejas.

Y hubo un tiempo que creíamos que estas situaciones sólo se daban en casos muy extremos, de muy bajo nivel social o cultural. Como el acoso escolar -esa crueldad inhumana, que todos sospechábamos muy lejana a nosotros-, la violencia adulta organizada, realizada ya por niños, y muy mal entendida y tratada por los mayores. Hoy la tenemos a la vuelta de la esquina, y sin salir de casa.

Cuentan de un famoso santo, que un compañero suyo le dijo: “Mira, un buey volando”. Él se levantó a mirar. Ante las carcajadas del compañero, el hombre santo dijo: “Me parecía más fácil ver un buey volar, que a un cristiano mentir”.

Otra manera en la que nos solemos escapar los cristianos de ‘aprender la lección’ es, no escuchando una frase que pone Juan en boca de Jesús: “Buscad primero los bienes que no perecen”. Hoy están muy en auge las cuestiones dietéticas, el ‘comer sano’, ver la composición de los alimentos, y no digamos mirar la fecha de caducidad.

Y Jesús, con una aparente falta de prudencia, les dice a los ‘beneficiarios del milagro’, que habían seguido tras él: “Me parece que me venís buscando, no porque os interese cómo vivo, ni os apetezca ser seguidores míos, para ser más generosos, sensibles, misericordiosos o comprometidos. Me da la impresión de que venís tras de mí, porque os deja satisfechos, tranquilos, contentitos. Os lleno el estómago y os lleno el quedar bien, el sentiros buenos. Cosas buenas, en sí, pero insuficientes y puede que engañosas.”

¿Nos podría decir eso mismo a los cristianos -incluso a ‘religiosos’-, del siglo XXI? ¿Vamos a misa, comulgamos, rezamos, porque nos deja bien, porque con eso ya cumplimos? ¿O usamos la vida de Jesús, el evangelio y la eucaristía, para que nuestra vida sea ‘repetición’ de la suya? Entrega, ayuda, compasión, misericordia, compromiso.

La ‘religión’ de Jesús, ¿son prácticas y devociones, que nos sirven como ‘chucherías’, que nos entretienen y nos distraen, parece que nos alimentan, pero, en realidad, nos producen más hambre y ardor de estómago? ¿O es para nosotros proteína que nos da vigor y fuerza espiritual y humana?

Me viene a la cabeza aquella jugosa frase del gran poeta libanés Kahlil Jihbran: “¡Que ridículo soy, si la vida me da oro, yo te doy plata, y, encima, me creo generoso!”. Por no citar aquella lúcida, gráfica y terrible del Maestro, a los ‘cumplidores’ de su tiempo: “¡Sepulcros blanqueados! ¡Que, por fuera, sois blancos, limpios y relucientes, y, en vuestro interior, sólo hay putrefacción y descomposición!”

Y no olvidemos que Juan nos cuenta todo esto -como todo el cristianismo-, no como un mandamiento o una obligación de compartir con los demás, para tener a Dios contento, sino como una estrategia, una posibilidad que nos ofrece Jesús, para ser más felices, más alegres, más humanos. Jesús no nos dice nunca y en nada “hay que”, sino siempre, y para nuestra libre decisión: “¿Qué te parece, si usas este camino, que a mí me dio tan buen resultado, para realizarme como ser humano –aunque quedara tan mal con la gente bien-?”

Por algún lado leí hace poco que a los seguidores de las diversas religiones se les suele llamar, de manera indistinta, creyentes, practicantes, devotos, fieles. A los cristianos no nos sirven estos adjetivos. No nos define ser creyentes, pues no nos define el creer en unas ideas, unos dogmas, o unos sucesos. No podemos definirnos como practicantes, pues tampoco nos podemos identificar con cumplir ciertas prácticas o costumbres. Ni se nos puede llamar devotos, puesto que el cristianismo no tiene demasiado que ver con cumplir unas devociones o liturgias concretas.

Al cristiano puede definirle la palabra fiel: el que tiene fe. Entendiendo que la fe no es algo intelectual, de la cabeza –creyente, en definitiva- sino que es una cualidad del corazón, de la sensibilidad, de la confianza. Es muy curioso -y sería muy largo- ver cómo Jesús dice con frecuencia a aquel al que ha curado: “¡Tu fe te ha salvado!”. No ha sido mi magia ni mi poder, sino la fuerza que tú me has otorgado. Hoy, todavía, solemos usar: “Voy a este médico, porque tengo fe en él”. Y cuántos médicos dicen que la curación de un paciente depende en gran parte de la actitud del paciente.

Y la tercera forma de no llegar al fondo es el escapar hacia las discusiones o disquisiciones filosóficas, metafísicas o ideológicas. Cosa que les pasó a los contemporáneos de Jesús -y a sus mismos discípulos-, y que, en el fondo, es querer volver a lo inmediato, al pie de la letra del texto, sin dejarle al gran maestro Juan que nos enseñe la moraleja profunda y enriquecedora.

Es demasiado fácil discutir sobre si comulgar es comer el cuerpo y la sangre, si es antropofagia, si el pan y el vino pierden su ‘sustancia’ -su esencia- y ahí hay realmente células de carne y sangre, si en la misa se produce un cambio mágico-milagroso, y el mismo Dios es ya incapaz de salir de la última miga de pan caída al suelo, ni de la mínima mancha de vino, con que una gota ha rozado el vestido de una feligresa.

La claridad y rotundidad de Jesús no está en la ‘ciencia’ -ni en sus disquisiciones filosóficas-: “El que no come mi carne, no tiene vida plena”. Un cristiano -si realmente quiere serlo- debe masticar el evangelio, tragar su doctrina, asimilar su misericordia, metabolizar su modo de vida: “¡Pasó haciendo el bien!”.

Y, de nuevo, nos encontramos con una frase que nos podría desconcertar: “El espíritu da vida, la carne no sirve”, dice casi al final Jesús, ¿en qué quedamos? Es lo mismo. De nuevo, lo esencial y lo aparente, lo profundo y lo externo, el fondo y la forma, el espíritu y la letra, el amar y el cumplir.

Y, acabando como empezaba, que no nos enseñe la ‘doctrina’ religiosa, ni las obligaciones o normas morales de los maestros, ni el miedo inoculado a mansalva por los poderosos, ni el caminar siempre a favor de la sociedad, ni permanecer en nuestras zonas de confort, ni cualquier clase de miedo u obligación, sino esa manera de vivir del Maestro -experimentada y vivida-, plena, humana, que transpira y contagia felicidad, sensibilidad, coherencia, humanidad. 


De nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me pongas un correo a mi dirección
 

fermomugu@gmaill.com



miércoles, 27 de junio de 2018

“El Reino de Dios”

El último día de 'Escuela de Padres' de este curso 2017 – 2018, como sesión de clausura y despedida, celebramos una Eucaristía, y luego tuvimos unos pinchos, para cambiar impresiones y desearnos un buen verano.

Cambio de impresiones, que suelo yo decir que nunca se produce, pues lo general es que el personal no cambiamos la impresión que tenemos, y muy pocas son las veces que realmente alguna charla, alguna conversación o simplemente un cambio de situación es capaz de hacer que cambiemos la impresión que teníamos antes de producirse.

Hecho este paréntesis un tanto sofisticado, os quisiera contar cuál fue el tema del que hablamos en la Celebración Eucarística, tema complicado, tema mal entendido, tema que puede parecer excesivamente ‘subido’, y religioso, pero que siempre me ha parecido importantísimo, para entender, tanto la vida y el mensaje de Jesús, como lo esencial del ser humano, la parte profundamente espiritual de toda persona, aunque demasiada gente prefiere seguir mirando -y, así, despreciar, y no tener que cultivar, como religiosa-: “El Reino de Dios”.

Honradamente, poca gente conozco, tanto entre los sectores eclesiásticos, como -evidentemente, mucho menos- en los profanos, que tengan una idea clara de lo que es y lo que significa.

En el evangelio, Jesús habla de él no menos de 30 veces, y, prácticamente siempre, por medio de ejemplos, parábolas, comparaciones. Por lo cual, es entendible que su comprensión no sea nítida, clara ni clarificadora.

El significado equivocado más generalizado es el del “Reino de los cielos”: es decir, el cielo, la otra vida, el más allá. Pero resulta que Jesús vive y predica para esta vida, para el más acá.

Esta realidad, que muchos ignoran, es la que hace que se vea -y se desprecie o minusvalore- el evangelio y el cristianismo, como algo de curas, para la iglesia, para la otra vida, para nuestra relación con Dios. Y, dadas las imágenes terribles y nefastas que se han dado -y, por desgracia, se siguen dando- de Dios, pasen absolutamente, cuando no llegan a tener auténtica aversión visceral a todo lo relacionado con ese mundo ininteligible e inútil de la religión.

Y no podemos olvidar, aunque a veces cuesta comprenderlo, que todo lo de Dios ha ido mucho tiempo unido a dogmatismos, dictaduras, excesos, crueldades, esclavitudes, imposiciones, intolerancias, persecuciones, fanatismos, que, para mucha gente, son prácticamente imposibles de olvidar y de diferenciar.

Para Jesús, sin embargo, “El Reino de Dios” es algo enormemente actual, humano y apasionante. Es una manera de ser, de sentir y de actuar, propia de seres humanos enormemente maduros, cultivados, y evolucionados.

Recordamos que la voluntad del Dios de Jesús es que sus hijos sean profunda y plenamente felices -voluntad y mayor deseo de cualquier buen padre-. Y la misión de Jesús -su ‘buena noticia’- es que él vino al mundo, para regalarnos a los seres humanos la Vida y el Amor de Dios, como únicos instrumentos capaces de lograr ese objetivo.

En castellano es frecuente oír de alguien rico, famoso, brillante, exitoso, que “vive como Dios”. Y nos cuenta el libro del Génesis -y la mayoría de las religiones o culturas primitivas- que el mayor deseo del ser humano era ‘llegar a ser como dioses’.

Sin embargo, todos reconocemos que los grandes millonarios o políticos y artistas superfamosos, no viven ‘como Dios’: su vida interior, afectiva, familiar, incluso social, está mucho más cerca de la amargura y el sinsentido -recordemos que la primera causa de muerte en Europa y Estados Unidos es el suicidio-, que de la felicidad, la paz interior y la satisfacción propia.

Pues, precisamente, ese ‘vivir como Dios’ auténtico, ese sentirse en paz, útil, alegre, reconocido, querido y agradecido, viene a ser lo que Jesús define como “El Reino de Dios”. Vivir con los valores, con el amor, con el espíritu, con la vida, con la plenitud vital, de Dios.

Algunos teólogos cristianos dicen que la misión, la tarea, el objetivo vital, el interés, lo que más le preocupaba a Jesús, no era la Religión, Dios Padre, la Iglesia, el cielo, su vida, sino “El Reino”. Con dos niveles: el personal y el social.

El personal: que cada ser humano viviera ‘como Dios’, con esa plenitud vital que acabamos de describir. Lo cual incluye también una serie de cualidades, fruto de un entrenamiento y convencido esfuerzo personal, como sensibilidad, madurez, escucha, compromiso, coherencia, compasión.

Puede parecer difícil, y hasta cosa de unos pocos privilegiados. Pero yo suelo decir -aunque pueda parecer pretencioso-, que, dada la cierta sensibilidad musical que yo tengo, si me hubieran puesto a los tres años una guitarra en las manos, y hubiera echado a practicar un buen número de horas diario, no tendría nada que envidiar a Paco de Lucía, a Andrés Segovia, a Manolo Sanlúcar o Regino Sainz de la Maza.

Y creo que conviene no olvidar que el evangelio no es el fundamento de la religión cristiana, sino -hablando en terminología actual- un ‘manual de autoayuda’. Leyendo el Nuevo Testamento con cierta calma, profundidad, y conocimiento de los géneros literarios, no encontraremos frases que traten sobre el ‘cumplimiento con Dios’, sino que, contra lo que se suele pensar, está plagado de enseñanzas, altamente sabias y prácticas, sobre la manera de comportarse, para vivir en paz con uno mismo.

Y el social o universal: que esta nuestra humanidad pueda ser un espacio, donde todos los seres humanos puedan vivir con la capacidad de haber experimentado que son amados y perdonados incondicionalmente -por un ser sólo amor y bondad, no esas imágenes vengativas y malvadas-: el nombre, ideología, creencia, cultura, indoctrinación es lo de menos.

Y, por tanto, desde esa experiencia vital de amor y perdón, les surja -como oferta posible, y no como obligación onerosa- el comportarse como auténticos hermanos con todos los seres humanos: cercanos o lejanos, iguales o distintos, buenos o malos, amigos o enemigos.

En definitiva, ésa es la esencia de “El Padre Nuestro”: no una serie de frases, más o menos acertadas o vividas, sino una actitud vital, una postura de corazón, donde se considera muy seria y coherentemente que todos somos hijos de un padre-madre-ser común, y que no es humano tratar inhumanamente a alguien que sabes tu hermano.

Ésa es la tarea de Jesús -y, por tanto, la nuestra- ‘construir reino’. Que cada uno de nosotros viva desde la mayor plenitud de vida humana posible, y que la humanidad no sea una jauría de inhumanos salvajes, corruptos, maltratadotes, violentos y amargados.

En el evangelio de Mateo, hay tres capítulos, en los que se puede encontrar el mayor número de alusiones al Reino de Dios. En el 5º, ‘las bienaventuranzas’, dice de distintas maneras que ‘son Reino’ los desprendidos, los pacíficos, los misericordiosos, los justos, los rectos, los luchadores, los que saben sufrir.

El capítulo 13 es una serie de comparaciones: el grano de mostaza, un poquito de levadura, el trigo y la cizaña, el hombre que encuentra un tesoro y lo vende todo para comprarlo, o el buen vendedor que aprovecha todo lo bueno, sea nuevo o viejo, donde la moraleja es clara y plenamente conocida.

Y, por fin, el 25: las doncellas que vienen preparadas con aceite para sus lámparas, los empleados que saben negociar con los talentos, y, sobre todo los que -sean de cualquier raza o nación- demuestran que han tenido una vida ‘de Reino’, porque se ocuparon de ‘éstos mis hermanos más pequeños’.

Igualmente son claros los ejemplos del capítulo 15 de Lucas: la oveja perdida, la dracma extraviada o ‘el hijo pródigo’. Los conocemos como ‘las parábolas de la misericordia’, y efectivamente, hablan claramente de cómo es el Dios, Padre-Madre, de Jesús, abierto al pecador y dispuesto al perdón, aun antes de que haya arrepentimiento.

Pero hay dos parábolas, que me gustaría explicar más despacio, pues suelen encontrar resistencias en su comprensión y aceptación, y quizá van al fondo crucial de la cuestión.

El primero tiene un final que puede ser mal interpretado. Lo cuenta también Mateo (18, 23): “Por eso, el Reino de Dios se parece a un rey que quiso arreglar cuentas con sus servidores”. Comenzada la ardua tarea, le trajeron a uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar. El rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar su deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: “Señor dame un plazo y te pagaré todo”. El rey sintió misericordia, lo dejó ir y, además, le perdonó toda la deuda.

Al salir, éste se encontró con un compañero que le debía cincuenta talentos. Se abalanzó sobre él y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes". El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Este lo mandó llamar y le dijo: "¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?".

En general, se entiende -como decimos en el ‘padre nuestro’- que, si nosotros no perdonamos, Dios no nos perdonará. Ya hemos dicho en muchas ocasiones que eso no es cristiano: el Dios de Jesús no nos perdona ‘según merecen nuestros actos’, sino ni siquiera se siente ofendido, por su infinito amor. Si fuera de la manera usual, estaríamos perdidos. Pero es que nosotros estamos perdonados, aunque tropecemos una y mil veces en la misma piedra.

La moraleja cristiana es que ‘de corazones bien nacidos es el ser agradecidos’: si he experimentado que a mí me han perdonado ‘una millonada’, me surgirá, naturalmente, sin proponérmelo, perdonar las mil y una pequeñas cosas que a mí me hacen.

Otro ejemplo que nos cuenta Mateo, y que también tiene una complicada aceptación está en 20, 1: “Porque el Reino de Dios se parece a un propietario que salió de madrugada a contratar obreros a trabajar en su viña”. Contrata a todos los parados de la plaza, y les promete un denario. Vuelve a salir a media mañana, a mediodía y al final de la tarde, y a todos les dice que les pagará su salario.

Cuando empieza a pagar por los que fueron a trabajar a última hora, y les da un denario, los de la primera se hacen grandes ilusiones. Y, cuando a ellos les paga lo mismo, el  denario convenido, todo, se enfurecen y le dicen que no es justo.

Eso mismo piensa mucha gente al oír esta parábola. Termina Mateo con estas palabras del propietario: ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?".

Una de las conclusiones que deberíamos sacar del evangelio, que creo se desprenden de este tema del Reino de Dios, es que la filosofía del evangelio, el corazón de Dios, la sensibilidad de un cristiano, la idiosincrasia de un auténtico ser humano, no debe regirse por los principios ‘mercantiles’ del ‘mundo’. Una persona que persiga verdaderamente la felicidad, la paz interior, el estar bien -no sólo el ‘bien estar’- no puede moverse con las actitudes, los criterios y las reacciones que se tienen para conseguir un puesto, una posición, un premio o un ascenso.

Y es que por ahí debía de ir aquello de Jesús: “No se puede servir a dos señores”. Si dejas que tu vida sirva a motivaciones materiales, superficiales, de quedar bien, de medrar, de aparentar, o similares, te estás condenando a no poder llegar nunca al equilibrio interior, a la paz contigo mismo, a la madurez personal, al aprecio de los que te conocen, y a toda esa serie de ‘tonterías utópicas que están poniendo de moda los psicólogos, para vivir del cuento’. ¡Je!


Cuando Jesús nos dice que su único interés es la construcción del reino de Dios, no nos habla de religión, ni de cumplimientos, ni de normas. Y, cuando nos invita a seguirle e imitarle -‘a pasar haciendo el bien’ (‘a vivir como Dios’)-, sería de personas inteligentes y prudentes tomárnoslo en serio.


De nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me pongas un correo a mi dirección 
 

fermomugu@gmaill.com