La palabra perdonar viene de las dos
raíces latinas ‘per’ -plena, plenamente, bien, como en ‘per fecta’, bien
hecha- y ‘donare’ -dar, entregar, don, regalo. Desde ahí, puede decirse que
perdón es sinónimo de amor: ‘entrega-total’. Una actitud, más que un acto -como
en casi todo-. Y habría que decir que el perdón es una actitud más referida a
lo psicológico que a lo estrictamente religioso.
Sin embargo, y prescindiendo de lo
religioso que sea un país, un pueblo o una persona, hay que reconocer que el
concepto y la experiencia del perdón está inconscientemente unido al hecho
religioso, a la historia religiosa que está en el trasfondo de toda cultura:
personal o social. Nuestra cultura occidental, a su vez, está íntimamente ligada
a la religión cristiana. Y ésta, a su vez -y, muchas veces, por desgracia-, a
la religión judía. No podemos negar que, casi siempre que pensamos en el
perdón, nos vienen a la mente frases como “poner la otra mejilla”, “perdonar
setenta veces siete”, o, por otro lado, “ojo por ojo, diente por diente”.
Y, a propósito de esto, hay que decir
que la mayor influencia que domina nuestro inconsciente religioso es la del
Antiguo Testamento, no la de Nuevo. El ‘cristianismo’ que vive la mayoría de
los cristianos es mucho más propio de la religión judía anterior a Jesús. Es
muy frecuente que la gente que acude a confesarse haga su “examen de
conciencia” a base de los ‘diez mandamientos’.
Cuando estos mandamientos, comunes, por
otra parte, a otras muchas tradiciones religiosas, fueron escritos unos diez u
once siglos antes de Cristo. Hay dos versiones -en Génesis 20 y Deutoronomio 5-,
casi idénticas y de parecida antigüedad, aunque de distinta procedencia; y, no
es que sean ‘anticristianos’, pero sí son ‘antecristianos’. Parece que son
‘normas de convivencia’ de los tiempos en que el pueblo judío pasó de ser
nómada a ser sedentario. Y, claro está, tenían que establecerse unas pautas
mínimas, que luego se etiquetaban con ‘palabra de Dios’, u ‘Oráculo
de Yahvé’. Hoy, más que ‘Mandamientos de la Ley de Dios’, deberíamos decir ‘Decreto
del Ministerio de Orden Público’.
Incluso hay un ejemplo que me parece
profundamente significativo: lo que constituye el ‘pecado original’, la gran
maldad de nuestros primeros padres, es que ‘querían ser como Dios’. Casi todas
las religiones afirman que la mayor soberbia del malvado ser humano es
pretender vivir la vida de los dioses. Y, precisamente, el anuncio del
Evangelio, la buena noticia de Jesús, es que él nos regala su espíritu -su
aire, su fuerza, su vida-, para que podamos vivir la mismísima Vida de Dios. El
querer ser como Dios, desde Jesús, es su regalo, su buena noticia. “¡Ya no es
pecado!” Y digo esto, porque, querámoslo o no, nuestra conciencia de perdón
-incluso su mismo concepto-, lo tenemos ligado a la conciencia y al concepto de
pecado.
Sin embargo, conviene seguir
comprendiendo que el pecado no es algo referido sólo a lo religioso. Incluso, las
recomendaciones de Jesús -sobre el pecado, como, por otra parte, casi todo el
Evangelio- no son de tipo religioso, sino psicológico. Y me explico. Jesús,
hablando de este tema, en “El Sermón del Monte”, que viene a ser su ‘decálogo’,
dice: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por
diente’. Pues yo os digo que no opongáis resistencia al que os hace
el mal. Antes bien, si uno te da una bofetada en tu mejilla derecha,
ofrécele también la izquierda. Y sed, pues, perfectos como vuestro Padre del
cielo es perfecto”. Se me puede decir: “¡Esta enseñanza es plenamente
religiosa!”
Permitidme un par de aclaraciones. En
primer lugar, ¿por qué dice ‘la mejilla derecha’? Imaginaos la escena: lo
normal es que te golpeen con la mano derecha. Si te dan en tu mejilla derecha,
es que te dan ‘de revés’, no con la palma, sino con la parte de fuera: eso,
entonces, era el mayor signo de oprobio y desprecio. Era como solían castigar
los amos a los siervos. O sea que, no sólo se trataba de una bofetada, que te
hacía daño en la cara, sino de un gesto de ofensa, daño y desprecio. Ante esta
situación, tienes dos posibles respuestas: devolver la ofensa, o perdonar
(poner la otra mejilla). Si devuelves, pierdes la paz, te pones a su altura,
dejas que en tu alma domine el rencor y la rabia: no sólo te hace daño en la
cara, sino que te quita la paz interior, la serenidad, la felicidad.
Si perdonas, te dolerá la cara, pero
puedes seguir con tu alma en calma. Aun egoístamente, tú sales ganando. Dijo un
sabio: “El rencor te hace esclavo del verdugo; el perdón le hace a él tu
esclavo”. Y un cuento de Tony de Mello -¡que no podía faltar!-: Se encuentran
dos amigos, antiguos internos de un campo de concentración nazi. “¿Has
perdonado ya a los alemanes?” –“¡No!” –“Pues, entonces, todavía estás preso de
ellos.”
Y la otra frase tan conocida y tan mal
entendida: “Sed perfectos como vuestro Padre”. No nos dice que tenemos
que ser ‘perfectos’; Jesús, como cualquiera de nosotros, sabía que ni podemos
ni tenemos que ser perfectos. ¡Gracias a Dios! Ahí el mensaje no está en
‘perfectos’, sino en ‘como’: cuando intentéis ser felices, estar contentos y en
paz, hacedlo del modo que lo hace mi Padre: desde el amor, la misericordia, el
perdón.
Aunque pueda resultar muy escandaloso,
Jesús no vino a fundar una religión, sino a enseñarnos a vivir con la Vida de
Dios. Hay quien dice -muy atinadamene, en mi opinión- que el Evangelio es el
primer y mejor libro de ‘autoayuda’. No hay que ser bueno, para merecer ante
Dios; se puede ‘usar’ a Dios -el amor, el perdón- para ser feliz. ‘El amor no
es un mandamiento, sino una estrategia’.
Antes de seguir con la salud
psicológica del perdón, me gustaría analizar la escena de Caín y Abel. Para
empezar, es curioso que el libro del Génesis, tras narrar en los capítulos 1º y
2º la Creación, en el 3º ya nos cuenta el ‘Pecado Original’, y en el 4º la primera
gran historia de violencia: “¡Dios crea al ser humano, y éste se pone a
pecar! ¡Cómo no se va a enfurecer el pobre Dios!”
Como sabemos, los primeros libros de la
Biblia tienen un lenguaje alegórico, simbólico, mítico, poético y, desde luego,
para nada ‘histórico’. Por eso, prescindiendo de la manzana o la serpiente,
vamos a leer con ojos críticos ‘El Pecado Original’. Es una narración deliciosa
y profundamente psicológica de todo pecado: se hace por otra razón de lo que se
dice; cuando alguien ajeno -casi nunca uno mismo- te hace ver el error, por un
lado, se echa la culpa a otro (‘la mujer que tú me diste’); te da vergüenza,
sientes culpa, te ves desnudo; y ves que ya no mereces nada de lo que tenías:
te echan -tú mismo ‘te vas’- fuera.
En el fondo, el pecado es un
autoengaño: tomas un camino equivocado, que creías te iba a dejar mejor. Y no
olvidemos que una cosa no ‘es pecado’, porque Dios lo diga, sino que Jesús, que
sólo pretende que seamos felices, nos indica lo que no nos va a ayudar a conseguirlo.
(A eso le llamamos ‘pecado’, ¡como si Dios nos volviera la espalda!)
Algo parecido, aunque con otras
consecuencias, podemos ver el asesinato de Abel por Caín. En cualquier cuadro que
elijamos entre los muchos que hacen referencia a este hecho, nos describe el
origen de la violencia: ambos hermanos han hecho sus sacrificios a Yahvé;
mientras el humo del de Abel es blanco -agradable a Dios- y el de Caín negro
-no aceptado por él-, y el cuerpo de Abel suele aparecer blanco -de pureza y
bondad-, y el de Caín rojo -de ira y rencor-; Caín siente que su acción no es
reconocida por Dios -padres, pareja, amigos- y eso le produce una gran
frustración; eso crea en él agresividad y celos, y, de ahí, violencia; entonces
se siente culpable y aumenta la frustración. Ese círculo vicioso es
paradigmático: falta de afecto -> frustración -> agresividad ->
violencia -> culpa -> frustración . . .
Y qué difícil es que, cuando se está
dentro de esa espiral desesperada -y ¡cuánta gente está metida ahí!-, haya cabida
para el perdón, tanto para perdonar, como para ser perdonado. (Porque está
probado que sólo hace favores de manera desinteresada, pura, el que también
deja que se los hagan a él; y, en nuestro caso, sólo pide realmente perdón el
que está dispuesto a darlo. Dice un sabio proverbio chino: “¡No te fíes del
que te hace favores, si él no admite los tuyos!”)
Y
qué generalizada y extendida está la culpa, más o menos profunda y conscientemente,
en nuestra personalidad. Recuerdo un poema de León Felipe (Zamora, España 1884
– Ciudad de México 1968) que dice: “Yo he visto: que la cuna del hombre la
mecen con cuentos. Que los gritos de angustia del hombre los ahogan con
cuentos. Que el llanto del hombre lo taponan con cuentos. Que los huesos del
hombre los entierran con cuentos. Y que el miedo del hombre ha inventado
todos los cuentos”. Yo escribiría uno igual, pero, en vez de ‘los cuentos’,
‘la culpa’: la culpa mueve el mundo.
Suelo
afirmar que la culpa es el componente mayor y más dañino del común de los mortales.
Incluso en aquellos que dicen que no y hasta se las dan de ‘liberados’. Y por
algún lado he escrito que “el arrepentimiento y el propósito de la enmienda
son los peores enemigos de la salud mental”. Nos educan en el
autodesprecio, la inseguridad y la culpa. Y, como deducíamos del caso de Caín,
eso genera sólo frustración, agresividad, violencia y nueva culpa. Desde esos
elementos, es imposible construir verdadera aceptación, objetividad, humildad,
realismo. Y, por otra parte, el orgullo, la rabia, la ira -que nos impiden dar
cabida al perdón y al amor- son un puro mecanismo de defensa del citado
‘círculo vicioso’: ‘no haberse sentido suficientemente -incondicionalmente-
amado’. Aunque me haga pesado, repito y reitero que hablamos del problema más
común.
De todo esto se desprende también que
la faceta más importante del perdón no depende de lo que yo haga hacia fuera,
sino de mi postura interior; conmigo mismo. De nuevo, repito, cuestión de
actitudes más que de actos. Yo suelo decir que la felicidad -el amor, la paz
interior, la ternura, la misericordia, la sensibilidad, el humanismo y el
cristianismo- depende única y exclusivamente de mi relación conmigo. De cómo me
trate, acepte, perdone, cuide, cultive yo -con amor o no-, mientras trato con
mi pareja, hablo con Dios o me dan un golpe.
Dice
el gran poeta libanés Kahlil Jihbran: “Ya sabéis
que, aunque infantilmente la busquemos, no nos satisface del todo la alabanza
de los otros: sólo nos llenaría el corazón, la propia satisfacción, que nos
negamos a buscar, por miedo a no encontrarla; y no nos asusta más otro reproche
que el nuestro, que obsesivamente nos estamos haciendo, mientras tememos el de
los demás, que sólo nos duele en la medida que refuerza el de nuestra
culpabilidad.”
Por otro lado, en el aspecto religioso,
es lamentable observar el tratamiento que se da el Sacramento de la Penitencia.
Por un lado, se presenta como un juicio, en que domina el miedo, y Dios se
presenta como un juez lejano y puntilloso, ante quien hay que ganarse
esforzadamente su sentencia absolutoria. Y, por otro, es pasar por un trámite,
molesto pero intranscendente: como quien se da un baño, sale de él oliendo a
limpio, y ‘aquí no ha pasado nada’. Se sigue como siempre. Responde a la
tipología ‘avestruz’: cuando viene viento huracanado,
cargado de molesta arena, introduce la cabeza en la misma arena, o en su propio
plumaje, hasta que pasa. Mucha gente, anda con vida ligera; y, cuando la pillan,
se suma a la bronca: "¡No me merezco ni el aire que respiro; ni Dios me
puede perdonar!" Y: "¡Desde
mañana nada va a ser igual; nunca volveré a hacer nada parecido; ... desde
mañana!" Cuando se acaba, todo vuelve a estar como estaba. El famoso “cumplo-y-miento”.
Y no falta quien dice que la ‘confesión’ tiene mucho de estructura masoquista.
(Y que no se nos olvide que ‘la penitencia’ no es ir a
pedir perdón a Dios, a que se reconcilie conmigo -¡Dios nunca se ha
desconciliado contigo!-: es ir a aceptar que Dios te perdona siempre. Yo suelo
poner como ‘penitencia’ algo festivo -tomar un café con tu mujer, por ejemplo-,
‘para celebrarlo’.)
Para ir acabando, creo
que hay que explicitar la diferencia entre ‘perdón’ y ‘reconciliación’. Y uso
un artículo interesante de María Cecilia Jaurrieta, escritora
argentina, que leí justo la semana pasada, y dice: “El perdón no es un esfuerzo de olvido, de
no aceptación o de negación, sino una liberación interior, para no someterse a
las consecuencias de aquello que una vez nos hirió. Sólo el perdón nos libera
de su indiferencia, el resentimiento, el rechazo, la negación, el deseo del mal
y del odio. Hay que perdonar, para no seguir torturando el propio corazón.
Al
menos, si no querés perdonar por el otro, hacelo por el bien de tu propio
corazón, el cual no merece que siga sufriendo un viejo dolor. Perdoná al otro
por vos; al menos así tendrás más salud espiritual. No hace falta nada más. No
es necesario ningún gesto para con el otro. El perdón no requiere
necesariamente de reconciliación; la cual sí necesita de la presencia, el
re-encuentro, el diálogo, los gestos, el ‘hacer las paces’, el otorgarse
nuevamente una renovación de confianza mutua y brindarse recíprocamente una
segunda oportunidad. La reconciliación siempre requiere del perdón,
pero al perdón no le es necesaria la reconciliación. El perdón requiere
solo a uno; la reconciliación a dos o más.”
N.B. Si quieres comentarme algo, ponme un correo a <fermomugu@gmail.com>