lunes, 23 de enero de 2017

"El perdón: mirada psicológica"



La palabra perdonar viene de las dos raíces latinas ‘per’ -plena, plenamente, bien, como en ‘per fecta’, bien hecha- y ‘donare’ -dar, entregar, don, regalo. Desde ahí, puede decirse que perdón es sinónimo de amor: ‘entrega-total’. Una actitud, más que un acto -como en casi todo-. Y habría que decir que el perdón es una actitud más referida a lo psicológico que a lo estrictamente religioso.

Sin embargo, y prescindiendo de lo religioso que sea un país, un pueblo o una persona, hay que reconocer que el concepto y la experiencia del perdón está inconscientemente unido al hecho religioso, a la historia religiosa que está en el trasfondo de toda cultura: personal o social. Nuestra cultura occidental, a su vez, está íntimamente ligada a la religión cristiana. Y ésta, a su vez -y, muchas veces, por desgracia-, a la religión judía. No podemos negar que, casi siempre que pensamos en el perdón, nos vienen a la mente frases como “poner la otra mejilla”, “perdonar setenta veces siete”, o, por otro lado, “ojo por ojo, diente por diente”.

Y, a propósito de esto, hay que decir que la mayor influencia que domina nuestro inconsciente religioso es la del Antiguo Testamento, no la de Nuevo. El ‘cristianismo’ que vive la mayoría de los cristianos es mucho más propio de la religión judía anterior a Jesús. Es muy frecuente que la gente que acude a confesarse haga su “examen de conciencia” a base de los ‘diez mandamientos’.

Cuando estos mandamientos, comunes, por otra parte, a otras muchas tradiciones religiosas, fueron escritos unos diez u once siglos antes de Cristo. Hay dos versiones -en Génesis 20 y Deutoronomio 5-, casi idénticas y de parecida antigüedad, aunque de distinta procedencia; y, no es que sean ‘anticristianos’, pero sí son ‘antecristianos’. Parece que son ‘normas de convivencia’ de los tiempos en que el pueblo judío pasó de ser nómada a ser sedentario. Y, claro está, tenían que establecerse unas pautas mínimas, que luego se etiquetaban con ‘palabra de Dios’, u ‘Oráculo de Yahvé’. Hoy, más que ‘Mandamientos de la Ley de Dios’, deberíamos decir ‘Decreto del Ministerio de Orden Público’.

Incluso hay un ejemplo que me parece profundamente significativo: lo que constituye el ‘pecado original’, la gran maldad de nuestros primeros padres, es que ‘querían ser como Dios’. Casi todas las religiones afirman que la mayor soberbia del malvado ser humano es pretender vivir la vida de los dioses. Y, precisamente, el anuncio del Evangelio, la buena noticia de Jesús, es que él nos regala su espíritu -su aire, su fuerza, su vida-, para que podamos vivir la mismísima Vida de Dios. El querer ser como Dios, desde Jesús, es su regalo, su buena noticia. “¡Ya no es pecado!” Y digo esto, porque, querámoslo o no, nuestra conciencia de perdón -incluso su mismo concepto-, lo tenemos ligado a la conciencia y al concepto de pecado.

Sin embargo, conviene seguir comprendiendo que el pecado no es algo referido sólo a lo religioso. Incluso, las recomendaciones de Jesús -sobre el pecado, como, por otra parte, casi todo el Evangelio- no son de tipo religioso, sino psicológico. Y me explico. Jesús, hablando de este tema, en “El Sermón del Monte”, que viene a ser su ‘decálogo’, dice: Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Pues yo os digo que no opongáis resistencia al que os hace el mal. Antes bien, si uno te da una bofetada en tu mejilla derecha, ofrécele también la izquierda. Y sed, pues, perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto”. Se me puede decir: “¡Esta enseñanza es plenamente religiosa!”

Permitidme un par de aclaraciones. En primer lugar, ¿por qué dice ‘la mejilla derecha’? Imaginaos la escena: lo normal es que te golpeen con la mano derecha. Si te dan en tu mejilla derecha, es que te dan ‘de revés’, no con la palma, sino con la parte de fuera: eso, entonces, era el mayor signo de oprobio y desprecio. Era como solían castigar los amos a los siervos. O sea que, no sólo se trataba de una bofetada, que te hacía daño en la cara, sino de un gesto de ofensa, daño y desprecio. Ante esta situación, tienes dos posibles respuestas: devolver la ofensa, o perdonar (poner la otra mejilla). Si devuelves, pierdes la paz, te pones a su altura, dejas que en tu alma domine el rencor y la rabia: no sólo te hace daño en la cara, sino que te quita la paz interior, la serenidad, la felicidad.

Si perdonas, te dolerá la cara, pero puedes seguir con tu alma en calma. Aun egoístamente, tú sales ganando. Dijo un sabio: “El rencor te hace esclavo del verdugo; el perdón le hace a él tu esclavo”. Y un cuento de Tony de Mello -¡que no podía faltar!-: Se encuentran dos amigos, antiguos internos de un campo de concentración nazi. “¿Has perdonado ya a los alemanes?” –“¡No!” –“Pues, entonces, todavía estás preso de ellos.”

Y la otra frase tan conocida y tan mal entendida: “Sed perfectos como vuestro Padre”. No nos dice que tenemos que ser ‘perfectos’; Jesús, como cualquiera de nosotros, sabía que ni podemos ni tenemos que ser perfectos. ¡Gracias a Dios! Ahí el mensaje no está en ‘perfectos’, sino en ‘como’: cuando intentéis ser felices, estar contentos y en paz, hacedlo del modo que lo hace mi Padre: desde el amor, la misericordia, el perdón.

Aunque pueda resultar muy escandaloso, Jesús no vino a fundar una religión, sino a enseñarnos a vivir con la Vida de Dios. Hay quien dice -muy atinadamene, en mi opinión- que el Evangelio es el primer y mejor libro de ‘autoayuda’. No hay que ser bueno, para merecer ante Dios; se puede ‘usar’ a Dios -el amor, el perdón- para ser feliz. ‘El amor no es un mandamiento, sino una estrategia’.

Antes de seguir con la salud psicológica del perdón, me gustaría analizar la escena de Caín y Abel. Para empezar, es curioso que el libro del Génesis, tras narrar en los capítulos 1º y 2º la Creación, en el 3º ya nos cuenta el ‘Pecado Original’, y en el 4º la primera gran historia de violencia: “¡Dios crea al ser humano, y éste se pone a pecar! ¡Cómo no se va a enfurecer el pobre Dios!”

Como sabemos, los primeros libros de la Biblia tienen un lenguaje alegórico, simbólico, mítico, poético y, desde luego, para nada ‘histórico’. Por eso, prescindiendo de la manzana o la serpiente, vamos a leer con ojos críticos ‘El Pecado Original’. Es una narración deliciosa y profundamente psicológica de todo pecado: se hace por otra razón de lo que se dice; cuando alguien ajeno -casi nunca uno mismo- te hace ver el error, por un lado, se echa la culpa a otro (‘la mujer que tú me diste’); te da vergüenza, sientes culpa, te ves desnudo; y ves que ya no mereces nada de lo que tenías: te echan -tú mismo ‘te vas’- fuera.

En el fondo, el pecado es un autoengaño: tomas un camino equivocado, que creías te iba a dejar mejor. Y no olvidemos que una cosa no ‘es pecado’, porque Dios lo diga, sino que Jesús, que sólo pretende que seamos felices, nos indica lo que no nos va a ayudar a conseguirlo. (A eso le llamamos ‘pecado’, ¡como si Dios nos volviera la espalda!)

Algo parecido, aunque con otras consecuencias, podemos ver el asesinato de Abel por Caín. En cualquier cuadro que elijamos entre los muchos que hacen referencia a este hecho, nos describe el origen de la violencia: ambos hermanos han hecho sus sacrificios a Yahvé; mientras el humo del de Abel es blanco -agradable a Dios- y el de Caín negro -no aceptado por él-, y el cuerpo de Abel suele aparecer blanco -de pureza y bondad-, y el de Caín rojo -de ira y rencor-; Caín siente que su acción no es reconocida por Dios -padres, pareja, amigos- y eso le produce una gran frustración; eso crea en él agresividad y celos, y, de ahí, violencia; entonces se siente culpable y aumenta la frustración. Ese círculo vicioso es paradigmático: falta de afecto -> frustración -> agresividad -> violencia -> culpa -> frustración . . .

Y qué difícil es que, cuando se está dentro de esa espiral desesperada -y ¡cuánta gente está metida ahí!-, haya cabida para el perdón, tanto para perdonar, como para ser perdonado. (Porque está probado que sólo hace favores de manera desinteresada, pura, el que también deja que se los hagan a él; y, en nuestro caso, sólo pide realmente perdón el que está dispuesto a darlo. Dice un sabio proverbio chino: “¡No te fíes del que te hace favores, si él no admite los tuyos!”)

Y qué generalizada y extendida está la culpa, más o menos profunda y conscientemente, en nuestra personalidad. Recuerdo un poema de León Felipe (Zamora, España 1884 – Ciudad de México 1968) que dice: “Yo he visto: que la cuna del hombre la mecen con cuentos. Que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos. Que el llanto del hombre lo taponan con cuentos. Que los huesos del hombre los entierran con cuentos. Y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos”. Yo escribiría uno igual, pero, en vez de ‘los cuentos’, ‘la culpa’: la culpa mueve el mundo.

Suelo afirmar que la culpa es el componente mayor y más dañino del común de los mortales. Incluso en aquellos que dicen que no y hasta se las dan de ‘liberados’. Y por algún lado he escrito que “el arrepentimiento y el propósito de la enmienda son los peores enemigos de la salud mental”. Nos educan en el autodesprecio, la inseguridad y la culpa. Y, como deducíamos del caso de Caín, eso genera sólo frustración, agresividad, violencia y nueva culpa. Desde esos elementos, es imposible construir verdadera aceptación, objetividad, humildad, realismo. Y, por otra parte, el orgullo, la rabia, la ira -que nos impiden dar cabida al perdón y al amor- son un puro mecanismo de defensa del citado ‘círculo vicioso’: ‘no haberse sentido suficientemente -incondicionalmente- amado’. Aunque me haga pesado, repito y reitero que hablamos del problema más común.
  
De todo esto se desprende también que la faceta más importante del perdón no depende de lo que yo haga hacia fuera, sino de mi postura interior; conmigo mismo. De nuevo, repito, cuestión de actitudes más que de actos. Yo suelo decir que la felicidad -el amor, la paz interior, la ternura, la misericordia, la sensibilidad, el humanismo y el cristianismo- depende única y exclusivamente de mi relación conmigo. De cómo me trate, acepte, perdone, cuide, cultive yo -con amor o no-, mientras trato con mi pareja, hablo con Dios o me dan un golpe.

Dice el gran poeta libanés Kahlil Jihbran: Ya sabéis que, aunque infantilmente la busquemos, no nos satisface del todo la alabanza de los otros: sólo nos llenaría el corazón, la propia satisfacción, que nos negamos a buscar, por miedo a no encontrarla; y no nos asusta más otro reproche que el nuestro, que obsesivamente nos estamos haciendo, mientras tememos el de los demás, que sólo nos duele en la medida que refuerza el de nuestra culpabilidad.”

Por otro lado, en el aspecto religioso, es lamentable observar el tratamiento que se da el Sacramento de la Penitencia. Por un lado, se presenta como un juicio, en que domina el miedo, y Dios se presenta como un juez lejano y puntilloso, ante quien hay que ganarse esforzadamente su sentencia absolutoria. Y, por otro, es pasar por un trámite, molesto pero intranscendente: como quien se da un baño, sale de él oliendo a limpio, y ‘aquí no ha pasado nada’. Se sigue como siempre. Responde a la tipología ‘avestruz’: cuando viene viento huracanado, cargado de molesta arena, introduce la cabeza en la misma arena, o en su propio plumaje, hasta que pasa. Mucha gente, anda con vida ligera; y, cuando la pillan, se suma a la bronca: "¡No me merezco ni el aire que respiro; ni Dios me puede perdonar!"  Y: "¡Desde mañana nada va a ser igual; nunca volveré a hacer nada parecido; ... desde mañana!" Cuando se acaba, todo vuelve a estar como estaba. El famoso “cumplo-y-miento”. Y no falta quien dice que la ‘confesión’ tiene mucho de estructura masoquista.

(Y que no se nos olvide que ‘la penitencia’ no es ir a pedir perdón a Dios, a que se reconcilie conmigo -¡Dios nunca se ha desconciliado contigo!-: es ir a aceptar que Dios te perdona siempre. Yo suelo poner como ‘penitencia’ algo festivo -tomar un café con tu mujer, por ejemplo-, ‘para celebrarlo’.)

Para ir acabando, creo que hay que explicitar la diferencia entre ‘perdón’ y ‘reconciliación’. Y uso un artículo interesante de María Cecilia Jaurrieta, escritora argentina, que leí justo la semana pasada, y dice: “El perdón no es un esfuerzo de olvido, de no aceptación o de negación, sino una liberación interior, para no someterse a las consecuencias de aquello que una vez nos hirió. Sólo el perdón nos libera de su indiferencia, el resentimiento, el rechazo, la negación, el deseo del mal y del odio. Hay que perdonar, para no seguir torturando el propio corazón.

Al menos, si no querés perdonar por el otro, hacelo por el bien de tu propio corazón, el cual no merece que siga sufriendo un viejo dolor. Perdoná al otro por vos; al menos así tendrás más salud espiritual. No hace falta nada más. No es necesario ningún gesto para con el otro. El perdón no requiere necesariamente de reconciliación; la cual sí necesita de la presencia, el re-encuentro, el diálogo, los gestos, el ‘hacer las paces’, el otorgarse nuevamente una renovación de confianza mutua y brindarse recíprocamente una segunda oportunidad. La reconciliación siempre requiere del perdón, pero al perdón no le es necesaria la reconciliación. El perdón requiere solo a uno; la reconciliación a dos o más.”

N.B. Si quieres comentarme algo, ponme un correo a <fermomugu@gmail.com>

domingo, 1 de enero de 2017

“LOS POZOS”



Aquella ciudad no estaba habitada por personas, como todas las demás ciudades del planeta. Aquella ciudad estaba habitada por pozos. Pozos vivientes, pero pozos al fin. 

Los pozos se diferenciaban entre sí, no sólo por el lugar en el que estaban excavados, sino también por el brocal. Había pozos pudientes y ostentosos con brocales de mármol y de metales preciosos; pozos humildes de ladrillo y madera, y algunos otros más pobres, con simples agujeros pelados que se abrían en la tierra. La comunicación entre los habitantes de la ciudad era de brocal a brocal, y las noticias corrían rápidamente, de punta a punta del poblado. Un día llegó a la ciudad una "moda" que seguramente había nacido en algún pueblito humano: la nueva idea señalaba que todo ser viviente que se preciara de tal debería cuidar mucho más lo interior que lo exterior. Lo importante no es lo de fuera, sino lo de dentro.

Así fue como los pozos empezaron a llenarse de cosas. Algunos se llenaban de monedas de oro y piedras preciosas. Otros, más prácticos, se llenaron de electrodomésticos y aparatos mecánicos. Algunos más optaron por el arte y fueron llenándose de pinturas, pianos de cola y sofisticadas esculturas posmodernas. Finalmente los intelectuales se llenaron de libros, de manifiestos ideológicos y de revistas especializadas. Pasó el tiempo. La mayoría de los pozos se llenaron hasta tal punto, que ya no pudieron incorporar nada más. Los pozos no eran todos iguales, así que, si bien algunos se conformaron, hubo otros que pensaron que debían hacer algo para seguir metiendo cosas en su interior. Uno de ellos fue el primero: en lugar de apretar lo que tenían, se le ocurrió aumentar su capacidad, ensanchándose.


No pasó mucho tiempo antes de que la idea fuera imitada, todos los pozos gastaban gran parte de sus energías en ensancharse, para poder hacer más espacio en su interior. Un pozo, pequeño y alejado del centro de la ciudad, empezó a ver a sus camaradas ensanchándose desmedidamente. El pensó que si seguían hinchándose de tal manera, pronto se confundirían los bordes, y cada uno perdería su identidad. Quizás a partir de esta idea, se le ocurrió que otra manera de aumentar su capacidad era crecer, pero no a lo ancho sino hacia lo profundo. Hacerse más hondo en lugar de más ancho. Pronto se dio cuenta de que todo lo que tenía dentro de él le imposibilitaba la tarea de profundizar. Si quería ser más profundo, debía vaciarse de todo lo que le habían metido.

Al principio tuvo miedo al vacío, pero luego, cuando vio que no había otra posibilidad, lo hizo. Vacío de posesiones, el pozo empezó a volverse profundo, mientras los demás se apoderaban de las cosas de las que él se había deshecho. Un día, sorpresivamente el pozo que crecía hacia adentro tuvo una sorpresa: adentro, muy adentro, y muy en el fondo, encontró agua. Nunca antes otro pozo había encontrado agua. El pozo superó la sorpresa, y empezó a jugar con el agua del fondo, humedeciendo las paredes, salpicando los bordes y, por último, sacando agua hacia fuera.

La ciudad nunca había sido regada más que por la lluvia, que de hecho era bastante escasa, así que la tierra alrededor de aquel pozo, revitalizada por el agua, empezó a despertar. Las semillas de sus entrañas, brotaron en hierba, en tréboles, en flores, y en tronquitos endebles que se volvieron árboles después. La vida explotó en colores alrededor del alejado pozo, al que empezaron a llamar "El Vergel". 

Todos le preguntaban cómo había conseguido el milagro. 

“Ningún milagro -contestaba el Vergel-. Hay que buscar en el interior, hacia lo profundo.”

Muchos quisieron seguir el ejemplo del Vergel, pero desecharon la idea, cuando se dieron cuenta de que, para ir más profundo, debían vaciarse. Siguieron ensanchándose cada vez más, para llenarse de más y más cosas. 

En la otra punta de la ciudad, otro pozo, decidió correr también el riesgo del vacío. Y también empezó a profundizar. Y también llegó al agua. Y también salpicó hacia fuera, creando un segundo oasis verde en el pueblo.

“¿Qué harás cuando se termine el agua?” -le preguntaban. 
“No sé lo que pasará -contestaba. Pero, cuanto más agua saco, más agua hay.”

Pasaron unos cuantos meses antes del gran descubrimiento. Un día, casi por casualidad, los dos pozos se dieron cuenta de que el agua que habían encontrado en el fondo de sí mismos era la misma. El mismo río subterráneo que pasaba por uno inundaba la profundidad del otro. Se dieron cuenta de que se abría para ellos una nueva vida. No sólo podían comunicarse, de brocal a brocal, superficialmente, como todos los demás, sino que la búsqueda les había deparado un nuevo y secreto punto de contacto: la comunicación profunda, que sólo consiguen entre sí aquellos que tienen el coraje de vaciarse de -al menos, no quedarse en- lo que no tiene importancia, y buscar en lo profundo de su ser.

Allí encuentran lo mucho que tienen; y que pueden dar, sin tener menos.

P.S. Los que nos dedicamos a educar, a formar, a enseñar y a predicar -sobre todo, si es por vocación (debería estar prohibido educar, formar, enseñar o predicar, si no es por vocación)-, seguro que somos ‘vergeles’, y se nos nota, y nos lo notamos y nos disfrutamos: damos lo mejor y más profundo de nosotros mismos; y eso nos llena de satisfacción. Y es lo que más ‘aporta a los demás’.
(¡Los que no sean ‘vergeles’ no deberían 
dedicarse a ninguna de esas cosas!)
 
 
N.B. Si quieres hacerme algún comentario,
o sugerencia, ponme un correo a
 
fermomugu@gmail.com