Raro es el
día en que no nos enteramos de que ha habido una víctima de ‘violencia
doméstica’ –violencia de género, prefieren decir unos y detestan otros–, ¡una
más!
Unos dicen
que siempre fue así, pero ahora nos enteramos más, otros afirman que las cosas
van cada vez a peor.
Me
vienen a la cabeza dos frases de mi tiempo de estudiante de Filosofía: “Homo homini lupus” (“El hombre es un
lobo para el hombre –¡para la mujer!–”), escribía el pensador inglés Thomas Hobbes (1588–1679). Y en 1938, el filósofo nihilista francés Jean-Paul Sartre escribe una terrible novela, que titula “La nausée” –‘La náusea [de vivir]’–).
En ella describe el asco que le produce todo: la vida, los demás, y él mismo. Y, en la titulada “A puerta cerrada”, de 1944, escribe: “El infierno
son los otros”.
Estamos en
una época en que parece que el ser humano ha dejado de ser humano. Hay una
agresividad generalizada, un descontento universal, que pasa de aplicarse de
unos motivos a otros. Los abusos, la Iglesia, los dictadores, la política, la
corrupción, la mentira, la crisis, la economía, el paro, las pensiones, las
infidelidades, nadie se fía de nada ni de nadie.
Y hay
quien incluye dentro de ese maremagnum de sinrazones al machismo. Hay quien
dice que cada vez hay más, hay quien dice que siempre fue igual, pero que hoy
se ve y se airea más. Lo formulaba, preciosa y luminosamente, el Papa
Francisco, a su vuelta de Sao Paulo: “En estos momentos hay miles y miles de
aviones volando por el mundo. Ninguno es noticia. Si uno cae en tierra, es
portada de todos los periódicos”. Vale para las multitudes que, por todas
partes, están haciendo las cosas bien, y, en algún caso de modo cuasi heroico, pero
que no reciben medallas especiales.
Es
evidente que, en general, a casi todos los niveles, como a Sartre, la vida da
asco. En casi todos los campos, los seres humanos están dejando de poseer la
cantidad de humanismo, como para ser reconocidos tales.
Hace
tiempo, preparando una charla de ‘Escuela de Padres’ del Colegio, en la que
pretendía hablar sobre la generosidad, busqué el origen de la palabra, y me
costó mucho dar con él. ‘Generosidad’ no puede venir de género, ni de sexo.
Recordé dos preciosas frases de mi admirado Kalil Jibran, a cual más inspirada
e iluminadora: “¡Qué ridículo soy, si la vida me da oro, yo te doy plata, y,
encima, me creo generoso!”. Y otra más impactante: “Generosidad no es
que tú me des lo que necesito más que tú, sino lo que tú necesitas más que yo”.
Lúcidas e
iluminadoras, pero no me arreglaban el problema de la etimología. Ni mi
intuición de que la generosidad no es cuestión de ‘beneficencia’ o de caridad.
Por fin, descubrí –encontré– que generoso viene de perteneciente al ‘género
humano’. Que, en ese sentido, se usa ‘éste es un vino generoso’, o en esta tienda
–o en esta discoteca, perdón por la frivolidad–, hay ‘buen género’.
Una
persona generosa significa que es ‘de buen género’, que es profundamente
humana: maduro, profundo, honrado, comprometido, coherente, consciente,
compasivo, comprensivo, colaborador, comunicativo, sensible, solidario, fiel,
leal, auténtico, transcendente, espiritual, comunicativo, social, responsable,
tolerante, educado, respetuoso, cultivado, transigente, flexible, empático,
sereno, tranquilo, creativo, buscador, inspirador, contagioso, servicial,
amigo, amante, amable, libre, feliz y está en paz consigo mismo.
Es posible
que se piense que, para llegar a ser así, hay que ser un supermán, un fuera de
serie, alguien muy especial. Y también se puede pensar que todas esas
características son las de un cristiano o alguien muy religioso. Pero eso va
por otro lado, y tener esas cualidades es propio de todo ser humano.
Bien
es verdad que, como para cualquier otro ‘deporte’, hay que entrenar, trabajar,
dedicar tiempo. Esfuerzo, y, quizá, dinero. Pero suelo decir que, si te
enamoras de una inglesa, metes todas las horas necesarias, para lograr
comunicarte a la perfección en el idioma de Shakespeare,
cueste lo que cueste, y, cuanto antes, mejor.
Lo que pasa es que todas esas cualidades descritas han pasado
a estar en desuso, en casi todos lados. Y el ‘ser humano’, en su gran mayoría
ha dejado de interesarse por ser ‘humano’.
Por eso, me gustaría pensar en el machismo, dentro de una
manifestación más de esta inversión de valores. Y que cada caso de mujer muerta
por su pareja no nos haga dar vueltas a la misma agresividad y a todo tipo de
elucubraciones, que no nos hacen arreglar el problema.
Tras leer mucha literatura especializada, suficientemente
científica y solvente, hay varios temas que me gustaría tratar en profundidad:
no pretendo tener 'la’ razón, ni convencer a nadie que tenga otras ideas. ¡Qué menos!
Hay un tema muy debatido entre los dedicados al cuidado de la
persona: el problema herencia – medio. Nuestras cualidades, ¿proceden de los
genes, nacemos con ellas, las poseemos por herencia? O, por el contrario,
¿dependen del medio en que vivimos, de la educación, del aprendizaje?
Vaya por delante, que tengo bastante comprobado que los
médicos defienden la primera opción, mientras los psicólogos la segunda.
Y, antes de entrar propiamente en intentar descifrar el
dilema, me gustaría hacer notar que los seres humanos –médicos, psicólogos,
profesores, religiosos, filósofos, y ‘militares sin graduación’–, suelen
discurrir y argumentar mucho más desde los pre-juicios –desde las vísceras, las
emociones y experiencias vividas–, que desde la pura razón y la argumentación
seriamente lógica. Pascal decía: “El corazón tiene ‘razones’ que la razón no
entiende”.
Ante
cualquier problema, primero nos dice el corazón lo que ‘es verdad’, y luego le
dice a la razón que traiga argumentos plausibles, sobre los que sustentar
nuestra opinión –previa, visceral, pre-juicio–. El caso más luminoso que
conozco lo tiene Kalil Jibran en su librito “Arenas y espuma” –compendio
de frases simples, preñadas de significados–: “Una mujer gritó: ‘La guerra
era justa, allí perdí a mi hijo’.”
Los
profundos y convincentes argumentos, políticos, históricos y sociales, por los
que esa buen madre demuestra que la guerra es justa son el que, si no, su hijo
sería un ‘pelele’.
Precisamente
sobre el tema de si la sexualidad se heredaba o se aprendía –el autobús de
‘pro-vida’ ponía en grandes letras: “Si tienes pene, eres un varón; si
tienes vagina, eres mujer; ¡que no te engañen.”–, hará unos diez años, el
dominical de uno de los diarios más leídos, traía un monográfico. Escribían
los 8 psiquiatras más prestigiosos de España: López Ibor, Castilla del Pino,
Rojas Marcos, Vallejo Nájera, que recuerde.
Cuatro de
ellos afirmaba, probaba, demostraba y argumentaba indudablemente que nuestra
sexualidad la traemos de fábrica, es innata, mientras que los otros cuatro, con
la misma rotundidez, pruebas apodícticas, estudios y experimentos científicos,
deducía que nuestra sexualidad la aprendemos, depende de los primeros meses de
vida.
Me
confirmé en mi idea de que cada uno ya tenía su idea previa. Y, los estudios y
pruebas, daban la razón a su ‘pre-juicio’. Y, como veis, al más alto nivel
intelectual y científico.
Yo quiero
dejar claro desde el principio, que me apunto al lado de los que afirman que la
sexualidad se aprende, se introyecta, se va definiendo en los primeros tiempos –quizás
años– después del parto. Y creo humildemente que por ahí van los sexólogos más
serios y honestos del mundo. Nacemos con género biológico, corporal, con los
órganos genitales definidos, pero la inclinación sexual, la pertenencia
subjetiva –la única importante– a un sexo u otro, depende de las
gratificaciones afectivas de los primeros tiempos, y del modo de ser y actuar
de las personas que nos rodean, y de los que estamos buscando desesperadamente
afecto. Con eso sí que nacemos: con la necesidad imperiosa de ser amados,
atendidos, valorados.
Un
determinante definitivo es el que el ser humano nace, sin haber terminado su
maduración integral. Todos sabemos que el niño nace tras nueve meses de
embarazo, porque, dado el volumen de su cabeza, y el hueco pélvico de la madre,
no puede esperar más. Pero que su persona no está plenamente madura, terminada,
acabada, totalmente definida.
Por pura
observación, vemos que cualquier animal, a las pocas horas de nacer, se pone en
pie, anda, busca comida, ‘se sabe buscar la vida’. El ser humano necesita
todavía unos cuantos meses –no me atrevo a dar cifras–, para estar completo.
Para saber quién es, qué quiere, qué necesita y que le gusta.
Honradamente
creo que el pensar que, tras el parto, ya tenemos definida nuestra inclinación
sexual, como otras muchas habilidades, percepciones y capacidades, es una
insensatez. Con perdón, y respeto sincero, para quien no sea de esta opinión. Y
dejo aquí, de momento, el tema de la homosexualidad.
Otro
fenómeno que he estudiado profunda y ampliamente es el hecho de que el varón,
muy pronto, y no sé por qué circunstancias o aprendizajes inconscientes, pero
fuertemente enraizados en su ser, tiene la concepción imperturbable de que él ha nacido para
usar, manipular, y dominar a la mujer. Mientras que las niñas, también muy
pronto, y con idéntica fuerza que el varón, ha introyectado que su misión en la
vida es servir y complacer a los hombres, tragar y callar, ser sumisa y no
protestar.
Repito que
no puedo dar las razones por las que esto sucede, pero estoy convencido de que
sucede. Como decía un castizo: “La mujer como la gaseosa, o casera o
revoltosa”.
Incluso en
los estudios que he manejado, se afirma que ‘el instinto de maternidad’,
tampoco es innato en la mujer.
Y es
cierto que lo que vemos en la vida de las niñas, en su educación, en el hecho
de la menstruación, en su menos conocimiento de sus órganos genitales, en los
cambios que produce la maternidad, puede darnos alguna explicación de esa
característica, normalmente mayoritaria, de sumisión, de aguante, de
sensibilidad. Pero mi convencimiento es, repito, que, desde los primeros meses
de vida, la mujer siente que lo suyo es aguantar, y el varón dominar.
Un día, me
dijo una amiga: “Hemos avanzado mucho, ya no hay tanto machismo: la
educación es igualitaria, yo a mi hijo le hago hacerse la cama”, y
terminaba: “¡A mí, mi marido ‘me ayuda’ mucho en casa!”. ¡Como si
'ayudar', fuera 'ser iguales'! ‘Todo lo vemos, según el cristal con que miramos’ –¡¡¡todo, y todos!!!–.
Con todo el respeto a cualquier opinión, desde que yo observo y analizo el fenómeno,
creo que estamos, ¡en el fondo –y en prácticamente todos los aspectos–, igual que hace 40 años!
Concretando: a mí
siempre me gustó todo tipo de humor, sobre todo, los chistes malos y rápidos,
pues hay algunos que me parecen de la categoría de una tesis doctoral. Cuentas
el chiste y, de momento, parece una barbaridad, pero, luego, si te atreves a
sacar las consecuencias, puedes aprender mucho más que de una clase
magisterial.
Sobre el
tema que nos ocupa, he oído dos terriblemente significativos. “Un hombre
está tomando unos vinos con unos amigos, y llega despavorido un vecino que le
dice: «Eulogio, ¡tu mujer se acaba de tirar desde el décimo piso!» Y él
contesta con parsimonia –llena de superioridad, indiferencia, desprecio y
autosuficiencia–: «¡¡¡Mira que les gusta la calle!!!».”
Reconozco
que no se puede contar este chiste, es una auténtica salvajada. Pero me parece
que describe perfectamente el fondo de lo que un hombre –en demasiadas
ocasiones– siente por los arrebatos, incluso las emociones y sentimientos, de
la mujer: “Son unas exageradas que siempre te están buscando problemas, para
echarte algo en cara”.
Y otro,
semejante en la barbaridad, que quiere identificarlos sentimientos de la mujer:
“Un matrimonio de sesentones termina de cenar, y dice el marido: «Manuela,
me bajo un rato al bar, a tomar unas copas con los amigos». Y la mujer le
pide, con una sumisión y invalidez total: «Pues pégame ahora, que, si no,
cuando vuelvas, me despiertas».”
Como es
lógico, no pretendo afirmar que todos los hombres ‘ejercen’ ese instinto casi
innato de dominio y abuso sobre sus mujeres. Ni que todas las mujeres mantienen
la postura, introyectada desde siempre, de tragar y callar.
Pero sí
creo que el hombre, por naturaleza-educación-aprendizaje-conveniencia, es
sádico, y la mujer masoquista.
Me parece
que este fenómeno –inhumano y execrable, por ambas partes– está muy bien
contado en la película de Icíar Bollaín, “Te doy mis ojos”, con Luis
Tosar y Laila Marull. Y la imperecedera madre, Rosa María Sardá: “Tú,
perdónale; que una mujer nunca esta mejor sola”.
Y, hace
poco, escuchaba a otro castizo: “La mujer ha sido educada para ser sumisa,
y, con su misa y su rosario, tiene que consolarse”.
Es
terrible e inadmisible el número de mujeres víctimas de sus parejas. Aunque sea
verdad que hay mujeres que matan a su marido. O a su hijo, ¡de tres meses! Y,
en ‘todos’ esos casos, podría pensarse en una patología mental o un estado
momentáneo –a veces ‘explicable’– de aturdimiento u obcecación.
Y no sé si
siempre fue así, pero no se sabía, o estas situaciones van creciendo, por la
razón que sea. Hay quien
dice que toda pareja donde hay maltrato está constituida por hijos de familias
maltratadoras o desestructuradas. ¡Y algo de razón tiene!
Pero me
gustaría que viéramos que son sólo la punta del iceberg, lo que sale a la luz
pública, en forma de noticia horrible, de un fondo de familia o pareja, donde,
en la mayoría de los casos, la mujer aguanta y traga, y el hombre campa por sus
fueros, sin la menor conciencia de maldad ni anormalidad.
Hay otro
aspecto que no sé si es plenamente cierto y universal, pero que, incluso desde
mis propios sentimientos y comportamientos, creo que puede ser iluminador.
El hombre,
cuando está con una mujer, tiene sentimientos de atracción y de deseo de
contacto corporal. Le apetece hacer tal cosa. Pues mi impresión es que da por
supuesto que a ella también le apetece, y por tanto, se siente plenamente
autorizado para llevarlo a cabo. Sin preguntar, ni suponer lo contrario. Y,
normalmente, lo hace. Dependerá del carácter de ella, para cuál sea su
reacción: dejar hacer, resistirse, darle una bofetada o insultarle y salir
corriendo. No digo que a ella nunca le apetece, y que, incluso se pueden
cambiar los papeles, en diversas circunstancias. Pero lo normal me parece lo
que describía al principio.
De nuevo
un chiste –un poco fuerte– puede iluminar: “Un marido llega a su casa, y se
encuentra a su mujer en la cama con otro. Sin darle tiempo a descargar su ira,
ella le dice con toda calma: «Felipe, pasa, siéntate y aprende».”
Recuerdo
una charla a matrimonios en Valladolid, ante un amplio auditorio desconocido
por mí, donde conté este chiste. Hubo un primer momento de carcajada
generalizada, luego de un no menos generalizado desconcierto. Entonces dije yo:
“Es que muchos amigos me dicen que sus mujeres no sienten nada en la cama,
que son unas frígidas, unas reprimidas. Y yo les pregunto: «Y tú, ¿sabes lo
que ella prefiere, vas al ritmo que ella necesita, le has preguntado qué y cómo
quiere que actúes? Porque es muy posible que su frigidez dependa de tu falta de
delicadeza y ternura. Pues ‘pasa, siéntate, y aprende’. Ponte a hablar de
vuestras intimidades, pregúntale sobre sus gustos y preferencias, no vayas a tu
bola, que ella sea la protagonista, y tu vayas al ritmo mejor para su
sensibilidad y placer.» Se hizo un silencio afirmativo impresionante. Los
hombres, sobre todo, querían hundirse en las butacas. Algunas mujeres daban
codazos a su pareja.”
En otro
sentido, hay una película –preciosa y muy fuerte– del genial loco aragonés,
Luis Buñuel, que trata sobre este tema. Está rodada en Francia, se titula “Belle
de jour” –‘Bella de día’–, y trata de una esposa de clase alta, a
quien su marido –de excesiva aristocracia y formalismo– no llena sexualmente, y
ella, para cubrir esa necesidad, va a una elegante casa de prostitución, para
‘echar unas horas’ de día, que es cuando puede. De ahí que la ‘Madame’
le diga: “Pues te llamarás ‘bella de día’.”
“Hay
gente pa tó”, que
diría el genial torero “El Gallo”, cuando, al presentarle a Ortega y Gasset, le
dijeron que era ‘filósofo’: que se dedicaba a pensar.
Otra
cuestión importante me parece la importancia que tiene, toda la callada
realidad que refleja, el hecho de la cantidad de mujeres que son maltratadas,
física o psíquicamente, que no se sienten comprendidas ni entendidas ni
apoyadas por su pareja en absoluto, que están viviendo un infierno auténtico, y
no se creen dignas de decir nada a nadie. ¡Mucho menos, denunciar!
Hace no
demasiado tiempo, me llama una madre que tenía cuatro niños en el Colegio donde yo ejercía,
diciéndome que quería hablar conmigo. El hijo mayor debía de estar en octavo de
primaria, por lo que deberían de llevar casados unos quince años. Y pertenecían a
la alta sociedad de aquella ciudad. Con perdón, no era una recién casada, de
aldea.
Pues vino
a contarme que se iban a divorciar –cosa no tan frecuente en aquellos tiempos–,
y que quería que yo no me enterara por fuera. La razón es que, un buen día, hablando
con una amiga íntima, le contó como ‘funcionaba’ su marido, y, tras un rato de
conversación, cayó en la cuenta de que, para realizar el acto sexual, no era
necesario que te clavara las uñas, te hiciera daño y sangre: que eso era una
enfermedad, perfectamente catalogada, del marido. ¡Para ella fue todo un
descubrimiento!
“Es que
yo siempre había oído que la mujer estaba para complacer al marido, que había
que sufrir y aguantar sus caprichos, pues tu obligación era aguantar carros y
carretas, con tal de mantener el matrimonio”.
Reconozco
que éste es uno de los casos más extremos que he conocido, pero hay multitudes
de casos parecidos –no tan ‘sangrantes–, que se están dando en el piso de al
lado o a tu hermana mayor, y, a veces, en la pareja que da la impresión de
llevarse de maravilla.
Intentando
ir concluyendo, yo diría que el problema del machismo no es fácil de mejorar.
Ni en la parte visible y patética de los telediarios, ni en el proceso que nace
con el primer flechazo –o con el primer ‘descuido’–. Como no es fácil de
arreglar la situación mundial de la falta de ética en los gobiernos, el
pasotismo universal ante el cambio climático, el pragmatismo e
irresponsabilidad de que –a todo los niveles, aunque es más visible en el
económico– los poderes fácticos, desde los ayuntamientos hasta los colegios,
desde las iglesias a los bancos, reocupen en engordar a los más gordos, dejando
flacos a los escuálidos, de que se pretenda ganar votos con iluminaciones
millonarias, en vez de repartiendo los alimentos, las viviendas o los puestos
de trabajo, consintiendo a los hijos todo tipo de caprichos, con tal de que no
nos molesten, en vez de molestaros en que crezcan en aguante y compromiso.
Leía hace
poco: “¿Por qué, en vez de enseñar a tus hijas a que no se vistan
provocativamente, y que tengan cuidado a qué hora vuelven a casa, no enseñas a
tus hijos a respetar, proteger, ayudar, y nunca dañar?”
Y, por
otro lado: “¡El caos actual es debido a que las cosas son hechas para ser
usadas y las personas amadas, y nosotros usamos las personas y amamos las
cosas!”
Por eso yo
creo que la única y auténtica solución es la educación, una buena educación.
Tanto en casa, como en el Colegio, como en la iglesia. Hacer que nuestros
hijos, alumnos o catequizando, sean ‘generosos’, ejemplares bien hechos de ‘ser
humano’.
Y, ¡claro
está!, desde el convencimiento de que “Los hijos no aprenden, imitan”.
Los alumnos no son lo que les decimos, sino lo que somos. Los cristianos no
imitan a Jesús, sino que –gracias a lo que les predicamos– creen que ‘hay que
cumplir con Dios’, siendo sumiso, obediente y siguiendo al pie de la letra ‘lo
que Dios manda’, ‘lo que se ha hecho siempre’.
Esta misma
semana, una personilla de 7 años le dijo a su madre, que no le gustaba este
Colegio. Tras el susto correspondiente, la madre optó por sentarse a hablar tranquila y
confiadamente, y la niña le dijo: “Es que los profes nos gritan demasiado.
Además, gritan a quien no tiene la culpa, y no gritan a quien la tiene”. Hemos
de admitir, padres y maestros, que los premios y castigos, las alabanzas o
riñas, no dependen siempre de la conducta de hijos y alumnos, sino de nuestro
propio estado emocional. Y basta con asistir en un recreo en la sala de
profesores, o presenciar en una cafetería una tertulia de papás y/o mamás, para
salir creyendo que sus hijos y alumnos son sus rivales a vencer, sus enemigos a
combatir.
Y conviene caer en la cuenta de que lo importante, no es que los padres quieran a su hijo, sino que éste se sienta querido, atendido, escuchado, valorado, importante para ellos. Os confieso que la mayoría de los problemas –incluso enfermedades– del personal es la ausencia de esa sensación, normalmente no subsanada desde la infancia.
Decía yo,
hablando de esto, a una profesora: “¡Como podemos pretender que demos de
comer mierda a nuestros alumnos, y meen agua de colonia!”
Tony de Mello –más finamente– escribía: “Una mujer preguntó al maestro: «¿Qué puedo hacer yo, para que
mi hijo sea feliz?» Y el maestro le contesto dulcemente: «Mujer, sea
usted feliz».”
¿Tú
quieres hacer algo en beneficio de los tremendos y terribles problemas que
todos denunciamos en este mundo? Pues intenta ser, para que tu hijo-alumno te
copie y llegue a ser lo que escribía yo al principio del artículo:
Una
persona generosa significa que es ‘de buen género’, que es profundamente
humana: maduro, profundo, honrado, coherente, comprometido, consciente, fiel,
compasivo, comprensivo,
leal, colaborador, comunicativo, libre, sensible, solidario, auténtico, transcendente, espiritual, social, comunicativo, responsable,
tolerante, educado, respetuoso, cultivado, transigente, flexible, empático,
sereno, tranquilo, creativo, buscador, inspirador, contagioso, servicial,
amigo, amante, amable, feliz y está en paz consigo mismo.
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Una
vez más te digo que, si quieres hacer algún comentario, o sugerencia,
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