miércoles, 31 de enero de 2018

"DIFERENCIA ENTRE RELIGIÓN Y ESPIRITUALIDAD"

En primer lugar, quiero pedir disculpas a los seguidores de este blog por el excesivo espacio temporal existente entre los diversos artículos. Sobre todo, dado que la mayoría de blogueros suelen escribir, cada poco tiempo, notas breves de actualidad. Pero ya habréis podido observar, que mi intención es otra. Y sobre este tema llevo tiempo pensando, y me gustaría tratarlo también en profundidad, aunque seguro que tenga que repetir cosas ya escritas.

Cuando se habla de ‘espiritualidad’, tengo la impresión de que la mayoría de la gente identifica espiritualidad con religión: “Don Eulogio, cura párroco de San Roque del robledal, lógicamente, tiene una espiritualidad católica”. Y, realmente son dos conceptos y dos realidades muy distintas.

En este punto, sería oportuno leer detenidamente las apreciaciones del jesuita francés Teilhard de Chardin, muy parecidas, por otra parte, a las de otros pensadores, como el mismo Carl Gustav Jung:

La religión no es sólo una, hay cientos, la Espiritualidad es una.
La religión es para aquellos que necesitan que alguien les diga qué hacer y quieren ser guiados, la Espiritualidad es para aquellos que prestan atención a su voz interior.
La religión tiene un conjunto de normas y reglas dogmáticas,
 la Espiritualidad invita a razonar sobre todo, a cuestionar todo.
La religión amenaza y crea dependencia y miedo, 
 la Espiritualidad da Paz interior y libertad.
La religión habla de pecado y culpa, la Espiritualidad dice, "aprender del error".
La religión es humana, es una organización con reglas, 
 la Espiritualidad es Divina, sin reglas.
La religión es la causa de las divisiones, la Espiritualidad es la causa de la Unión.
La religión te busca para que creas, 
 la Espiritualidad te pide que investigues y que busques.
La religión sigue los preceptos de un libro sagrado,
 la Espiritualidad busca lo sagrado en todos los libros.
La religión está viviendo en el pensamiento, 
 la Espiritualidad es vivir en la conciencia.
La religión se ocupa de hacer, la Espiritualidad tiene que ver con el ser.
La religión nos hace renunciar al mundo, para darnos a él,
 la Espiritualidad nos permite vivir en Dios, y encontrarle en él.
La religión es el culto, la Espiritualidad es la meditación.
La religión cree en la vida eterna,
 la Espiritualidad nos hace conscientes de la eternidad de la vida.
La religión promete para después de la muerte,
 la Espiritualidad es encontrar a Dios en nuestro interior en toda la vida.

Evidentemente, muchas de estas afirmaciones pueden parecer, cuando menos, exageradas. Y, para muchos eclesiásticos de su tiempo, resultaron profundamente heréticas. Aunque, recuerdo que, en mi primer año de estudiante de teología, un profesor nos dijo: “Tengan en cuenta que ‘hereje’ es aquel que tiene razón antes de tiempo”. ¡Terrible verdad!

Pero la realidad nos muestra a personas, que dicen ser y pertenecen a religiones supuestamente ‘serias’, y su vida tiene muy poco de ‘espiritual’. Al tiempo que conocemos personas, profundamente espirituales, que no se ponen la etiqueta de ninguna religión.

En la introducción de una entrevista hecha por Lluís Amiguet a Xavier Melloni, en “La Vanguardia”, escribe aquel: Los lamas y los místicos trascendieron la religión al experimentar en su conciencia la energía del universo que Einstein describiría siglos después en fórmula, y que hoy podemos verificar en el GPS. El jesuita Melloni, coautor con Josep Cobo de “Dios sin Dios”, se dispone a recorrer en la Cova de Sant Ignasi la vía mística para trascender las religiones y anticipar su síntesis, porque cree, con Teilhard de Chardin, que la humanidad evoluciona hacia un estadio de conciencia armónico, que superará su división en naciones e iglesias”.

Pierre Teilhard de Chardin, s.I., nació en Orcines (Francia), en 1881, y murió -exilado- en Nueva York en 1955. Fue sacerdote, teólogo, filósofo y paleontólogo francés, vivió mucho tiempo en Egipto, realizando excavaciones, y pasó su vida en el empeño de aunar ciencia y religión.

Su intuición más profunda es que -se explique como se explique- la teoría de la ‘evolución’, no sólo es verdadera, y compatible con el Evangelio, sino que el último fin, el principal objetivo de esta evolución, es ‘el punto omega’: el género humano está llamado a ir creciendo en ‘humanidad’, hasta llegar a la mismísima divinidad, a ser iguales a Jesús. Ése es el mismo fin de la ‘encarnación’: Jesús se hace humano, para que los humanos podamos llegar a ser divinos.

Hoy somos muchos los que podemos identificarnos con sus ideas. Lo pasmoso es que Teilhard lo dijo hace un siglo. Por eso fue condenado por la jerarquía eclesiástica, incluso tuvo que salir de Francia. Pero es evidente que la religión está compuesta por una serie de dogmas, creencias, cultos, ritos, obligaciones y mandamientos. ¡Que nos vienen de fuera! Mientras que la Espiritualidad consiste en el crecimiento interior, vaciándonos de todo lo de fuera, y buscando dentro de nosotros lo que San Agustín llamaba -en el siglo IV- “intimius intimo meo” -lo más profundo de mi profundidad’-.

Tendríamos que comenzar por intentar entender el sentido de muchos pasajes evangélicos. En general, se interpretan siempre en un sentido religioso. Cuando la mayoría están escritos en un sentido ‘espiritual’.

Hay quien afirma que el evangelio no es un libro de religión, sino un manual de realización personal. Que el cristianismo no es una religión, sino una espiritualidad. Un jesuita francés escribió un libro titulado: “El cristianismo, la religión sin religión”. Tiene su explicación en que, mientras las religiones buscan ‘encontrar a Dios’, ‘cumplir con Dios’, ‘hacer sacrificios, para aplacar la ira de Dios’, Jesús, en el evangelio -‘buena noticia’- nos dice que Dios está ya entre -dentro de- nosotros. ¡No tenemos que hacer nada para ir a buscarlo!

Podríamos aquí, de nuevo, recordar a nuestros amigos ‘el burro y el pozo’. El burro, como le han hecho creer que no tiene nada de valor dentro, sale a buscarlo fuera. A veces, ofreciendo algo, para que parezca que está dando -cuando siempre pide-. Y no es consciente de que nunca encontrará fuera aquello que él espera que le pueda llenar. Nunca podrá alcanzar la zanahoria: morirá de hambre y agotamiento. ¡De soledad!

Mientras que el pozo, que suele parecer egoísta en nuestra sociedad del quedar bien, siempre que siente una necesidad, busca dentro: sabe que nada de fuere le puede satisfacer. Y, como se siente lleno, se sabe valorado, cuando ‘sale’ se dedica a dar, a contagiar, a compartir, a colaborar, a amar.

Es muy conocido el texto de Juan 20, 22: “El día primero de la semana, estando los discípulos en una sala, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos [ . . . ] y les sopló su espíritu, diciéndoles: ‘Recibid mi Espíritu’.” Tanto los discípulos, como todos los que oyeron ese relato, tenían muy presente el capítulo 2, 7 del libro del Génesis, en que Yahvé, después de haber modelado un muñeco de barro, le ‘sopla en las narices’, para darle vida.

Juan nos quiere contar que Jesús, después de toda su vida -‘pasando haciendo el bien, y curando de toda enfermedad’-, da su mismo espíritu a sus discípulos, regala su vida a todos los seres humanos. Somos seres que llevamos dentro la vida, el espíritu de Dios.

Otro pasaje que va en este mismo sentido es Mateo 20, 28. Después de una preciosa escenografía, llena de matices psicológicos -se presenta la madre de los hijos del Zebedeo (familia bien) y le pide a Jesús que sus hijos estén colocados en su reino, uno a su derecha y el otro a su izquierda, a lo que los otros 10 murmuran (¡cómo nos suena esto!)-, dice Jesús muy solemnemente: “No sea así entre vosotros. Pues el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar su vida para la salvación de todos los seres humanos.”

Deberíamos traducirlo: caed en la cuenta de que yo me he encarnado en la naturaleza humana, he venido de parte de mi padre, no para que cumpláis con él, él os regala su vida, su espíritu, su fuerza y su amor, para que os realicéis plenamente como seres humanos, que ésa es su única voluntad, el veros felices, contagiando felicidad. Pero, por raro que os pueda parecer esto, no tenéis que pagarle nada, no tenéis que ganar ni merecer nada. No os deja ninguna factura, ningún mandamiento, ninguna norma, ninguna obligación. (Se podría añadir: ‘ninguna religión, ningún culto, ningún sacrificio’.)

Y podríamos terminar con el clásico “amarás al prójimo como a ti mismo”. Cuando, en realidad, no es un mandato religioso, sino una advertencia psicológica. Hay una frase poética y preciosa: “La medida del amor es el amor sin medida”. Pero Jesús nos dice un aviso mucho más real: “La medida en que tú puedes amar a los demás, es como te ames -cultives, respetes, aceptes, comprendas, escuches, valores, aguantes- a ti mismo”.

Un ejemplo ‘fuerte’: la víspera de su 18 cumpleaños, un padre le dice a su hijo mayor, que no lo va a poder celebrar con él, pues tiene un Consejo de Administración, todo el día, en Barcelona. “Lo celebramos en la cena”. Y le da un billete, nuevo y reluciente, de 500 €, para que lo pase bien e invite a sus amigos, por su mayoría de edad. El hijo, formal y obediente, se queda admirado. Incluso la madre no pone muy buena cara. A la noche siguiente, al sentarse a cenar, el padre le pregunta qué ha hecho con el dinero y cómo se lo ha pasado con sus 500 €. Y el ‘buen hijo’ le da a su padre, envuelto en papel de regalo, un mechero de 495 €. (Te pregunto ahora a ti: ¿Qué sentirías, si un hijo tuyo hace eso contigo? ¿Cómo te quedarías?)

El padre se alegra de lo ‘bueno’ que es su hijo; pero se queda muy triste de que no le ha entendido nada. El padre no pretende que el hijo le regale en agradecimiento un mechero de oro; pretende que el hijo use bien lo que el padre le da: lo celebre, comparta e invite a sus amigos y familiares, incluso ayude a los necesitados. Pero no le da nada ‘¡para que se lo devuelva a él!’. Con frecuencia, pienso lo triste que estará Dios ¡de lo mal que le hemos entendido los cristianos!

Se puede argumentar que cómo podemos interpretar la tan conocida -y usada- frase de Ignacio: ‘En todo amar y servir’. El hijo del cuento del mechero, si hubiera entendido bien la voluntad de su padre, hubiera dedicado el regalo de su padre para ser feliz él ‘haciendo felices a sus amigos’. Dios nos regala su vida, para usarla en nuestro beneficio -su voluntad de realizarnos como personas humanas plenas-, no en nuestro capricho, ni en contra de nadie. Pero es que la vida enseña que, si realmente somos conscientes de lo que hemos recibido, nos surgirá compartir, experimentaremos que hay más satisfacción en dar que en recibir: 'nos apetecerá' en todo amar y servir.

Los que practican la meditación, mediante la concentración en la respiración nos dicen, por un lado que ‘espíritu’ tiene la misma raíz que respirar. Y que la respiración tiene dos momentos, igualmente necesarios: inspirar y expirar, recibir y dar. Y yo suelo decir que, si alguien no acepta que le des nada, o que le hagas favores, duda mucho de que lo que él te da sea auténtico. “De corazones bien nacidos es el ser agradecidos”. Si te gusta hacer favores, ¡te gustará hacerles a los demás 'el favor' de que te los hagan!

O como aquella historia de una madre que entra a dar las buenas noches a su hija pequeña, la ve junto a la cama, rezando, y le pregunta; “¿Qué le pides a Dios?”. Y escucha atónita: “¡Cómo le voy a pedir nada, con todo lo que me ha dado! Le digo que, si necesita algo de mí, que me lo pida.”

Sabéis que a mí me apasiona el encontrar el origen etimológico de las palabras. Un día que pensaba tratar el tema de la generosidad, estuve bastante tiempo pensando de dónde podía venir. Hasta que encontré que la generosidad es la cualidad por excelencia del género humano. “Generoso: ser humano de primerísima calidad”. Lo mismo que hoy ya se usa para decir de un vino excelente: “Es un vino generoso”, o, cuando una tienda de tela venden buena calidad, se dice: “Aquí hay muy buen género”. Incluso se suele usar en 'géneros' menos decorosos.

El ser humano generoso, como el que es ‘espiritual’, es el que posee sensibilidad, empatía, compasión, misericordia, respeto, tolerancia, coherencia, encuentro consigo mismo, no buscar fuera, saberse perdonado y amado incondicionalmente, sentirse hijo, único, heredero, de la misma sangre, más feliz de lo deseado.

No al ‘ego’, no apego, no protagonismo, no activismo, no perfeccionismo: giro copernicano, al servicio de la Vida, vacío de lo que no  soy yo, para que entre lo divino que es mi yo más auténtico, capacidad de aguante, pasar de la inmediatez, saber esperar, aceptar el proceso, hacer silencio para oírme (¿a Dios?).

Y termino este capítulo de la espiritualidad, en la que no existen leyes externas generalizadas e impuestas, con un cuento, que puede resultar un poco fuerte, pero muy significativo e iluminador -como el del mechero-.

Había un valle, rodeado de altas y frondosas montañas, poblado por inquietos moradores. En un extremo del valle se alzaba una altísima montaña, que era denominada la “Montaña Sagrada”, pues su cima estaba siempre cubierta de nubes, de manera que ningún morador del valle había logrado divisarla. Además, estaba muy extendida la creencia de que, aquel que lograra llegar a la cima, pisar lo más alto de la “Montaña Sagrada”, se encontraría con el rostro de Dios, obtendría la total iluminación espiritual, y lograría disfrutar de una plena y absoluta felicidad.

Sin embargo, dada la frondosidad de la montaña, lo empinado y sinuoso de los caminos, la dificultad de ascender, por el lodo abundante y pegadizo que los cubría, nunca nadie había logrado tan ansiado y universal objetivo. Todos los inquietos moradores del valle de la “Montaña Sagrada”, permanecían, generación tras generación, en su vano intento de poder un día alcanzar su plenitud.

Pasados muchos siglos, acertó a pasar por el valle un anciano sabio, de barba blanca y túnica hasta los pies, que le aportaban un aspecto sumamente respetable. Él también había oído rumores de la leyenda de la “Montaña Sagrada”, y quería comprobar, de manera cercana, qué había de realidad en todo aquello.

Enseguida, vio un quiosco, que, en letreros luminosos y llamativos, anunciaba: “Llegue usted a la cima de la Montaña Sagrada. Tenemos brújulas y mapas, que le conducirán a tan deseado fin, con plena garantía.”

El anciano sabio, intrigado, se acercó, y comprobó que la mágica tienda, estaba regentada por un experimentado guía de alta montaña, que había acompañado, siempre frustradamente, expediciones guiadas a la cima de la montaña sagrada. Empezó a observar atentamente los mapas y las brújulas, y rápidamente se percató de que la orientación de éstas era totalmente errática.

Se dirigió al dueño de la tienda y le dijo: “Amigo, he notado que las brújulas que usted tiene no señalan correctamente el Norte. Así es imposible que alguien pueda llegar a encontrar a Dios”. Y el dueño, acompañante frustrado de cantidad de expediciones, le contestó, en voz baja: “Mi venerado y sabio anciano. Tiene usted toda la razón. Pero comprenda que, ahora, los inquietos moradores del valle de la “Montaña Sagrada”, caminan tranquilos y contentos, convencidos de que ya poseen la fórmula exacta que les lleve a la suma beatitud.”

Para el camino de la verdadera Espiritualidad, no existen mapas ni brújulas, normas ni manuales, ‘sólo’ se exige aprender a huir del ruido de fuera, para escuchar la exclusiva voz del silencio, el camino del propio corazón.

De Dios sólo podemos decir lo que no es, Dios es inefable -‘in decible’-, es imposible hablar de él con exactitud. Es paradigmática la frase: “Si dices conocer a Dios, eso que conoces no es Dios”. Y terrible -y creo que no suficientemente comprendida ni asimilada- la de 1ª Juan 4, 8: “Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”.

Una vez que creo que ha quedado suficientemente clara la diferencia entre ambas realidades, es necesario plantearse cómo hay que educar y ayudar a los hijos y alumnos a que, antes de que elijan practicar una determinada religión, logren ser suficientemente ‘espirituales’: maduros, sensibles, profundos, humildes, objetivos, respetuosos, libres, autónomos, creativos, colaboradores, compasivos, competentes, comprometidos, conscientes, y, sobre todo, coherentes.

La sociedad actual está plagada de personas que viven una ‘vida de cine’. Hace tiempo, vi un chiste que reflejaba esto a la perfección. Una ‘casa de cine’ es aquella que tiene una fachada preciosa y suntuosa. Pero, si la miras por detrás, ves que es un gran armazón, perfectamente pintado y decorado por un lado, pero que detrás sólo tiene unos soportes, para mantener las apariencias.

Otro ejemplo que me parece muy lúcido es que, si pretendes tocar la guitarra, primero hay que afinarla; no puedes intentar que suene bien una partitura, interpretada por una guitarra o un violón desafinado. Y hay que admitir que hay que tener un buen oído, y no todo el mundo que sabe tocarla, sabe afinarla convenientemente. Otros instrumentos, como la armónica o el piano suelen estar ya afinados, y el que toca no tiene que tomarse la molestia de afinarlos.

Lo mismo pasa, si quieres pintar de verde un tubo oxidado y lleno de orín. Antes, deberás lijarlo y rasparlo, quizá sumergirlo en un líquido ácido unas cuantas horas, y darle una capa de minio, para que no vuelva a aparecer, recién pintado, el óxido anterior. Es fácil que se le pida al pintor que entregue el tubo pintado, al día siguiente. Pero éste, si es un profesional responsable, exigirá, por lo menos, una semana.

¿A qué viene esto? Con frecuencia, se enseña catequesis, se hace aprender de memoria oraciones, o se lleva a participar en ritos de una determinada religión, antes de haber conseguido que los hijos o alumnos obedezcan sin látigo; estén en silencio en el aula, aunque no haya profesor.

Deben estar acostumbrados a que no se les consientan todos los caprichos: deben saber elegir a largo plazo, saber esperar, escuchar, aguantar, dejando un tiempo al proceso. Irles dando libertad gradual, para que puedan adquirir responsabilidad: ensayo error.

Entonces -y sólo entonces-, cuando tengan cierto grado de madurez -eso que llamábamos ‘espiritualidad’- se les podrá invitar a que practiquen una religión.

Es necesario entrenar, estar en forma, antes de elegir un deporte concreto. No hacer ‘por’, ni ‘para’, ni ‘desde’: estudiar, para saber; cumplir, para ser disciplinado; ser constante, para madurar.

Querer ‘llevar’ a los alumnos de una clase a participar en el sacramento de la eucaristía, si antes no han tenido un ‘entrenamiento espiritual’, puede ser una auténtica barbaridad pedagógica.

Incluso, me atrevería a decir que debemos educar y potenciar la espiritualidad, pero el pertenecer a una religión u otra, debería ser algo libre, elegido -con el suficiente conocimiento de las diversas religiosidades-: que cada persona decida qué tipo de brújula y mapa, de normas y cultos, que le parece que le hacen más espiritual, que le acercan más a su plenitud humana, divina, transcendente.

Finalmente, me gustaría hablar brevemente de algunas características de la ‘Espiritualidad Ignaciana’, puesto que es la que mejor conozco, y que, como decía antes, no hay que identificar con la religiosidad católica. Aunque es necesario reconocer que Ignacio respiró un ambiente cultural, familiar, social y religioso, donde la fuente principal era el Catolicismo de Trento -'anti Lutero'-, sus principales intuiciones, al fundar la Compañía de Jesús, eran auténticas semillas de los frutos que florecerían en Teilhard, Arrupe o Francisco: más 'espirituales' que 'religiosos'.

Hay quien dice que, aunque los jesuitas fueron los líderes en la lucha contra 'La Reforma', su amor a 'Nuestra Santa Madre Iglesia', no les impedía ver los grandes excesos y lacras que criticó Lutero, y, por eso mismo, uno de sus principales objetivos era que dejara de ser la "Casta meretrix" -'santa prostituida'-, como fue osadamente definida por uno de los primeros 'Santos Padres de la Iglesia', San Ambrosio, obispo de Milán (337-397).

Es muy importante poner de relieve la personalidad de este "hombre desgarrado y vano", varón soberbio, vanidoso, mujeriego, siempre buscando éxitos y placeres, a través de grandes hazañas. Un hombre inquieto y revolucionario, que, viviendo de 1491 a 1556, se adelantó cuatro siglos en sus pensamientos, tanto espirituales como psicológicos. Mi gran amigo y sin par jesuita, Adolfo Chércoles, escribió una tesis, en la que afirma que Ignacio intuyó todo el pensamiento de Freud. Y, en todos sus planteamientos, se adelantó a concepciones del siglo XXI. Hay quien dice que el gran Papa Jesuita está intentando poner en marcha aquella espiritualidad, que su fundador intuyó cuatro siglos antes.

En la defensa de Pamplona, una bala de mortero le rompió una rodilla. Cuentan que, en el mismo frente, se hizo 'aserrar' el trozo de hueso que le estorbaba, para poder lucir la elegante bota alta de caballero.

Y esa bala cambió plenamente su vida. Tuvo que permanecer quieto en su casa hogar de Azpeitia, donde, tras agotar ávidamente todos los libros de caballería que allí había, hubo de entretenerse con las vidas de los santos que tenía su hermana Magdalena.

Ahí su inquietud radical dio un giro de 180º, y, de ser un vano soñador en hazañas mundanas, pasó a pensar que debía entregar su vida a causas más nobles. Primero, pensó que María sería la ‘dulcinea’ de sus amores, por quien deshacer entuertos. Posteriormente fue descubriendo la figura de Jesús, que había bajado desde el sóleo de su infinita majestad, por decisión de la Santa Trinidad, para evitar que tantos hombres, ‘en la planicie o redondez’ de la tierra, siguieran cayendo en las llamas del infierno, y decidió que él sería su compañero.

Pensó para sí mismo: “Si Francisco y Domingo lo hicieron, ¡yo lo tengo de hacer!”. Y se puso en camino para Manresa -el primer ‘camino ignaciano’-, donde pasó un largo tiempo de oración y sacrificios. Tan hondo llegó a su interior que estuvo al borde del suicidio, aprendiendo a discernir los pensamientos y sentimientos más hondos de la persona humana.

Tomó la decisión firme de que, para poder ser ‘Compañero de Jesús’, debería primero poseer la cultura y los conocimientos que nunca hubiera adquirido, y pasó por las universidades de Alcalá, Salamanca, hasta instalarse en París, donde conoció e hizo profunda amistad con Javier, Fabro, y otros jóvenes de ideales semejantes a los suyos, con los que quiso, ante todo, tener ‘conocimiento interno del Señor que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga’. Porque ‘no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente’.

Tuvo y transmitió el convencimiento de que los ‘Compañeros de Jesús’, deben sentir profundamente que son limitados y pecadores, pero, al mismo tiempo, elegidos y llamados a colaborar con Jesús en la construcción de su Reino.

A propósito de esta idea, es muy significativo que en el escudo que eligió el Papa Francisco, además de los símbolos propios del papado, y del ‘IHS’ propio de la Compañía de Jesús, pone la leyenda: “MISERANDO ATQUE ELIGENDO” -‘perdonando, teniendo misericordia, y eligiendo, llamando’-, tomada de un comentario de Beda el Venerable (672-735), sobre el llamamiento de Jesús a Mateo (Mateo, 9, 9).

Ahí nació la “Compañía de Jesús”, en la que dispuso que, sobre todo, debería regir ‘la ley interna de la caridad, que ilumina a todos los corazones’ -más necesaria que muchas normas y reglamentaciones-, rompió con muchas costumbres monásticas, como el usual ‘coro’ -el rezo del Oficio Divino todos juntos- y ‘el hábito’ -para no diferenciarse de cualquier sacerdote honrado-, y decidió que tendrían que ser ‘Caballería Ligera’ de la Iglesia, para ‘discurrir por cualquier parte del mundo donde necesario fuera’.

Rompió la dicotomía entre los religiosos ‘activos y contemplativos’, recalcando que los jesuitas debían ser ‘cobtemplativos en la acción’: “Ver a Dios en todas las cosas -y personas-, y a todas en él”.

Todas sus enseñanzas las resumió en su gran pequeño libro: “Los ejercicios espirituales”, fuente de la que se han alimentado la mayoría de las órdenes religiosas posteriores, y de gran actualidad hoy.

Comienza con el “Principio y Fundamento”, de que somos hijos, creados por amor. Y termina con la “Contemplación para alcanzar amor”. La vida de cualquier ser humano consciente es caer en la cuenta del gran amor recibido, y agradecerlo y reconocerlo, sabiendo que ‘amor con amor se paga’.

Tiene algunas ‘meditaciones’ muy originales. Una es la de las “Dos Banderas”: por un lado la de Lucifer, que, por medio de la búsqueda del honor, la fama y el poder, pretende ir llevando a los hombres por caminos atractivos, pero errados. Y, por otro, la de Jesús, que contagiando humildad, pobreza y servicio, quiere hacer de todos nosotros seres profundamente espirituales, ‘generosos’, divinos. (A veces, identifico estos dos tipos con nuestros ‘amigos’ el burro y el pozo.)

Y es muy significativo que Ignacio no dice que ‘hay que tomar’ la bandera de Jesús, sino que hay que pedir humildemente ‘ser puestos bajo su bandera’. Y es que, contra lo que mucha gente piensa, Ignacio no era un voluntarista ni activista ni protagonista, sino que aceptaba que la mayoría de las grandes decisiones son fruto de un profundo entrenamiento y una seria introspección, que harán que, cuando menos lo pensemos, ‘la vida’ nos haga estar en el sitio adecuado en el momento justo.

Algo de lo que decíamos de que no se puede amar por obligación, sino desde la experiencia de sentirse amado.

Me encanta recordar que, ya de muy mayor y casi ciego, paseaba acariciando las flores con su bastón y decía: “Callaos, que ya os oigo”.

Antes de terminar quiero recordar la enorme figura del P. Pedro Arrupe, que fue General de la Compañía durante los tormentosos tiempos posteriores al Concilio Vaticano II. Era una persona que transmitía a Dios, te escuchaba y miraba como si en ese momento fueras tú lo único que existía en el mundo, con ojos de otra dimensión, de amor, de espiritualidad tan profunda como su humor.

Yo tuve la suerte de conocerle y hablar dos veces con él, y necesito confesaros que, la primera vez que lo vi, en el 1959, siendo él Provincial de Japón, y yo un jovencísimo novicio, me recorrió un escalofrío por la espalda.

Una de las anécdotas que cuenta Pedro Miguel Lamet, s.I., en su libro “Arrupe, testigo del siglo XX, profeta del XXI”, es que, mientras daba en Japón unas catequesis para adultos, se fijó en un anciano que le miraba con gran sonrisa y asentimiento. En uno de los descansos, se acercó a preguntarle por qué estaba tan de acuerdo con lo que él decía, y su mujer le dijo que no le preguntara, porque era totalmente sordo. Por signos, Arrupe le insistió. Y el anciano japonés le dijo: “Padre, yo no le oigo ni entiendo nada de lo que dice. Pero, cuando le veo a usted, me digo que en lo que usted crea yo creo, y que yo quiero vivir como usted vive”.

Adelantándose años a su tiempo, fundó el “Servicio Jesuita para Refugiados”, de tantísima importancia y vigencia hoy. Tuvo unas relaciones bastante turbulentas con Juan Pablo II, pues su manera de ver -y defender- la ‘Institución’ y la ‘Persona’ eran claramente distintas. Tomó decisiones tan poco corrientes, que tanto la Jerarquía Vaticana, como los mismos jesuitas mayores, llegaron a hacerle serias advertencias de no ‘hacer lo que Dios manda’.

Se cuenta que uno de éstos jesuitas, de la escuela clásica, le dijo en su despacho: “¡Un vasco fundó la Compañía de Jesús, y otro vasco la va a destruir!”. Y él, con toda su calma y ternura, le contestó: “Pues el último que apague la luz.”

Se dice, por eso, que los jesuitas suelen tener un espíritu crítico, mayor que el de otros miembros de la Iglesia Católica. Termino con dos chistes, que ‘si non é vero, e ben trovato’.

En una asamblea de religiosos de diferentes congregaciones, por los años 60, se plantean si estará bien fumar mientras se hace oración. Deciden que vaya al Vaticano un dominico y un jesuita, para preguntar su opinión al Papa. Sale, desilusionado el dominico, diciendo que la respuesta ha sido negativa. A pesar de eso, el jesuita decide ir él a preguntarle, y vuelve con cara de satisfacción. Ante la extrañeza del dominico, le pregunta el jesuita: “Usted, Padre, ¿qué le preguntó?” “Pues lo que habíamos quedado: que si podemos fumar rezando”. Y el jesuita le dice, un tanto irónico: “Yo le he preguntado si, mientras fumamos, podemos rezar.”

En otra asamblea de las características de la anterior, ya en el 2015, el gerente del hotel en el que tienen la reunión les comunica que lamentablemente los análisis rutinarios que han efectuado han detectado un virus letal en la comida que han ingerido, por lo que ineludiblemente morirán, antes de acabar las reuniones. Como compensación, aunque plenamente insuficiente, les ofrece cumplir sus últimas voluntades. El dominico le pide que le traigan las obras completas de Santo Tomás, para poder morir, leyendo la “Summa Theológica”. El pasionista le pide que le faciliten un cilicio y una disciplina, para poder morir, acompañando la pasión de Nuestro Señor. El franciscano pide humildemente, si fuera posible, ser enterrado en la misma tierra del huerto del hotel, para compartir la pobreza de Jesús. Así van expresando su voluntad cada uno de los participantes.

Una vez terminadas las peticiones, el gerente cuenta las peticiones, se percata de que hay uno que no ha hecho petición alguna, y nota que es el jesuita, que le dice: “Yo le pediría que vuelvan a hacer un estudio analítico lo más serio posible”. Si hay que morir, se muere; ¡pero morir, porque algún insensato lo diga!



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