El lema que hemos consensuado este curso todos los colegios de jesuitas
de España, para que sea el hilo conductor o la música de fondo -las ‘lineas de
fuerza’- de nuestra tarea educativa es: “Sobre
todo, gracias. Más en las obras que en las palabras”.
Como casi todos los lemas, slogans o proverbios, conviene entenderlo, explicarlo y aplicarlo bien, para que resulte constructivo. Pues es demasiado común que los mejores principios, incluso las frases evangélicas más iluminadoras, se pueden usar, interpretar o emplear mal, y, entonces, no sólo no iluminan, sino que perjudican, se convierten en negativas, incluso destructivas.
No hay que ampliar mucho el campo de visión, para caer
en la cuenta de que el mejor invento puede resultar nocivo. Léase energía
atómica, internet, un simple cuchillo o el mejor descubrimiento. No olvidemos
que el gran Friedrich Nietzsche (Alemania, 1844) se atrevía
a decir: “Las mayores atrocidades se han
hecho con la mejor intención”.
¿Dónde veo yo la
posible malinterpretación de este lema? Pues no en su contenido, sino en una
posible manera de presentarlo. “¡Hay que
ser agradecido!”. Presentarlo como una obligación, una imposición, algo que
hay que hacer ‘para’ otra cosa.
Porque, si habéis
reflexionado lo suficiente sobre la educación o la religión, toda obligación
impuesta, no se entiende como un bien en sí mismo, sino que se presenta -y se
recibe- como necesaria por otra razón, para conseguir algún otro objetivo, que
no siempre aparece o se trasmite claro.
“Tienes que obedecer, para no ser castigado”, o para ser premiado, o valorado, o reconocido,
o estimado, o amado, o merecer, o quedar bien, o ser feliz, o no quedar mal. Y
es posible que suceda lo mismo, si decimos a un alumno: “¡Tienes que ser agradecido!”. Prescindiendo de que no vea el ‘ser
agradecido’ como algo apetitoso, agradable, entenderá, como decíamos, que es
‘para’, ‘por’ algo: para hacer méritos, para ser bueno.
El precioso y enorme librito de San Ignacio de Loyola, “Los ejercicios espirituales”, comienza por algo esencial en su espiritualidad, y para cualquier modo de vivir en profundidad, que él mismo titula “Principio y Fundamento”. Es como la base de todo lo demás, de todo lo que viene después, de cualquier norma o principio posterior. Y, siendo ‘perfecto’, también puede prestarse a ser mal interpretado.
Lo transcribo,
con el mismo lenguaje de su tiempo -aunque la puntuación es mía-:
“El
hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir
a Dios nuestro Señor,
y, mediante esto, salvar su ánima.
Y las otras cosas sobre la haz de la tierra
son criadas
para el hombre,
y para que le ayuden en la prosecución del fin
para que es criado.
De donde se sigue, que el hombre tanto ha de
usar dellas,
quanto le ayudan para su fin,
y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello
le impiden.
Por lo qual es menester hacernos indiferentes
a todas las cosas criadas,
en todo lo que es concedido a la libertad de
nuestro libre albedrío,
y no le está prohibido.
En tal manera, que no queramos de nuestra
parte más salud
que enfermedad, riqueza que pobreza,
honor que deshonor, vida larga que corta,
y
por consiguiente en todo lo demás.
Solamente deseando y eligiendo lo que más nos
conduce
para el fin que somos criados.”
Dos
observaciones previas: la primera es que, como habla aquí de ‘ser indiferente’,
la indiferencia ignaciana puede entenderse como un ‘pasotismo’: para ser buen
cristiano -o jesuita- hay que hacerse insensible, duro, frío, pétreo, para que
todo nos dé igual. Para que aceptemos resignadamente cualquier ‘cruz’,
dificultad o contrariedad que el Señor nos manda.
Y, gracias a
Dios, eso no es así. San Ignacio -terriblemente sabio en cuestiones
psicológicas-, nos indica que, si algo nos importa grandemente -si estamos
profundamente enamorados de alguien o interesados en algo- las circunstancias
adyacentes nos importarán bastante menos. Si yo estoy en Vigo, y, a las 11 de
la noche me dicen que necesito estar mañana en Madrid a las 7 de la mañana,
porque hay algo en juego que me importa mucho, y que me lo exige, me dará igual
-“me haré indiferente”- el medio de transporte que tenga que usar.
Aunque sea en el camión de un amigo que sale en media hora, para llevar pescado
a Madrid, siendo la única manera que tengo de llegar a tiempo.
Si no tengo esa urgencia, esa necesidad, podré elegir el medio que prefiera, que me resulte más cómodo o confortable. Mañana buscaré un avión a media mañana, que no me haga madrugar, y estoy en Madrid, tranquilamente, para comer. No es que ‘me dé igual’ pasarme toda la noche en la cabina de un camión, que viajar cómodamente, tras una noche de sueño reparador. ¡No!
Desde esa
realidad, con la que cualquier persona estará de acuerdo, se tenga la ideología
que se tenga, se formule con unas u otras palabras, sabemos que nuestro único
objetivo vital es la realización personal plena, el ser ‘generosos’.
Utilizo este
adjetivo, porque he descubierto que generoso no significa dar limosna o ser
desprendido. ‘Generoso’ viene de ‘género humano’. Como se usa en una tienda
para decir que tiene ‘buen género’, o de un buen vino se dice que es ‘vino
generoso’. Desde ahí, creo que ser ‘generoso’ es nuestra mayor aspiración,
nuestro mejor objetivo: ser de un humanismo de calidad, humano de buena clase,
de solera, de toda confianza. Hemos nacido para eso.
Y todo lo
demás, nos debe resultar secundario, intrascendente, accidental, llevadero. Si
se puede elegir, quizá prefiera tranquilidad, ausencia de problemas. Pero eso
no es esencial para mí. Lo esencial es ser feliz: todas las demás cosas estarán
en servicio de eso. Si no, es que realmente no me interesa.
“Quiero ir a Madrid, pero tiene que ser sin pasar
frío, ni incomodidad ni excesiva espera”. Pues, sea sincero. Usted no quiere ir a Madrid por encima de todo. Y
es muy posible que nunca llegue a Madrid, ¡porque nunca encontrará ‘un medio’
que cumpla todas sus expectativas! De ahí que, por algún lado, dice: “¡Prisa y auténticas ganas son incompatibles!”
Todo este
razonamiento es porque mucha gente que medita el ‘Principio y Fundamento’ se
puede quedar en que “Dios te pide que
seas indiferente a todas las cosas”. Metodológicamente, se debería explicar
primero solamente la primera parte “el ser humano es hijo de Dios, que te ama y
quiere que seas feliz”. Y no pasar de ahí, hasta que eso calara, hasta que nos
creyéramos de verdad que Dios es amor incondicional, que no nos pide nada a
cambio, que no necesita que hagamos nada para querernos, y -¡menos!- para
crearnos.
Hay un ejemplo
que puede clarificar esto bastante, aunque pueda parecer una tontería: cuando
alguien inesperado nos llama por teléfono, lo normal es que esté un rato
preguntando cómo estamos, qué tal nos va. Al cabo de un tiempo, va al motivo de
su llamada: “Te llamo porque quería
pedirte un favor”. ¿No podía haber empezado por ahí? Y, luego, ya me
preguntaría todo lo que le apeteciera. Pero, por mucho que no se note, ese rato
intrascendente, estamos pensando: “Deja de andarte por las ramas, y vete a lo que me vas a pedir”. Todos lo solemos
hacer, y creemos que es más políticamente correcto y educado. Pero
inmediatamente se nos nota que estamos en una introducción insulsa, para no
parecer descarados, pidiendo directamente lo que nos interesa. Producimos el
efecto contrario: si primero vamos al grano, luego, todo lo que hablemos y nos
interesemos por el otro le sonará a auténtico, a verdadero interés.
Suelo ver que
es muy frecuente que, si a un hijo le dices que le amas mucho, y, por eso,
esperas mucho de él, se quede con que esperas mucho de él, y no llegue a sentir
profunda, experiencial, vitalmente, que le amas. “Da gracias a Dios, hijo mío, porque eres muy
inteligente. Tienes que responder de ese don, y sacar siempre unas notas maravillosas.”
¡Cuánta gente
está convencida y tiene muy claro lo que tiene y lo que no tiene que hacer -“lo que Dios manda”-, pero no se siente
amado! Por eso, por favor, cuando quieras pedir algo a alguien, no le digas
primero que le quieres mucho. Deja un día sólo para eso: para decirle todo lo
que le amas, pase lo que pase, y que no le pides ni le prohíbes nada.
Y, volviendo al tema de nuestro escrito, el ser agradecido tampoco es una obligación, sino una suerte: para uno mismo y para los demás. Hay una frase que repetimos en cada Eucaristía -que etimológicamente significa ‘acción de gracias’: ‘eu’ = bien, bueno, ‘caris’ = gracia, ‘buenas gracias’, ‘celebración de agradecimiento a Dios por el amor que nos tiene’ (muy distinto a la sensación de sacrificio y compensación por nuestros pecados)- y que seguro que nunca te habías parado a pensar: “Es nuestro deber y salvación darte gracias, siempre y en todo lugar”. Aparte de que es justo y necesario, dado que somos unos afortunados, por la cantidad de cosas que nos ha regalado la vida, si somos agradecidos, ‘estamos salvados’. Es nuestra salvación.
¡Qué distinta
actitud, qué diferente postura de corazón, la de ir a pedir perdón a alguien
-desde la culpa y el miedo-, a la de ir a agradecer que nos quieran tanto que
nos hayan perdonado todo -con alegría e ilusión-! Escribía un sociólogo
francés: “¡Qué curioso, como los jóvenes
están esperando a la puerta de la iglesia, charlando y sonrientes, y, cuando
entran en misa, ponen todos cara de pena, se callan, parece que van a un
suplicio!”
Algo parecido
recomiendo a los padres, aunque les resulte difícil. Si tu hijo pequeño llega
triste a casa, y te cuenta que es porque ha suspendido cinco -o cualquier otra
cosa que, además de entristecerle a él, te encoleriza a ti-, escucha su
tristeza, acaricia su dolor, consuela su pena. Espera a mañana para decirle
todo lo que se te ocurra: “Es que eres un
vago, a ver si aprendes, pues el fin de semana no sales, a la cama sin cenar,
desde luego eres un estúpido insensato”, o cosas lindas parecidas. Un hijo
necesita sentir que su madre entiende su pena, comparte su dolor, y le importa
eso tanto como a él. Incluso que le importan más sus sentimientos que sus
resultados.
¿Que es casi
imposible no saltar y reñirle? Pues sí. Pero es la única manera de que sienta
que le quieres, que te importa, y de que pueda ser luego agradecido, obediente,
responsable. Incluso es la única manera de que te escuche, de que se entere, de
que te obedezca cuando le digas algo importante. (Es que educar, como amar, es
realmente difícil: estamos de acuerdo.)
En la vida, hay dos posturas fundamentales, contrarias y excluyentes: agradecer y echar cuentas; vivir fijándose, poniendo en valor, dando importancia a lo muchísimo que tenemos, o andar enfocando lo que no tenemos, lo que nos falta, lo negativo de nuestra vida, lo que los demás tiene mejor o más que nosotros. Los primeros viven alegres y contentos, sonrientes y transmitiendo felicidad, mientras que los segundos siempre estarán amargados y amargando a los demás. Unos son una suerte para los que les rodean, los otros una pesadilla.
La persona que
echa cuentas -desagradecida- es un continuo engorro para los demás: le hagas lo
que le hagas, le parecerá mal; le regales lo que le regales, no le gustará o le
parecerá poco o esperaba más. ¡Es agotador! Encima se creen más listos que
nadie, porque los demás se conforman con cualquier cosa porque son unos
infelices, unos tontos; mientras que a ellos nada les sirve, porque son
superiores a todos. Los demás son malos, ellos son los únicos que hacen las
cosas bien. Ellos tienen siempre la razón, los demás no dan una. Ellos se
preocupan de todos -no se ocupan realmente de nadie-, mientras que de ellos no
se preocupa -aunque se ocupe todo el mundo- nadie.
Aparte de que
la envidia es el ‘pecado capital’ que ‘menos compensa’ -se llaman pecados
capitales a aquellas actitudes que son origen y fuente (‘cabeza’, capital) de
otros males, actitudes, actos y comportamientos perjudiciales para uno mismo o
para los demás, normalmente para ambos-: los otros seis ‘pecados capitales’
traen algún momento o efecto ‘beneficioso’ y placentero para el que lo ejerce;
mientras que la envidia no proporciona a su sujeto ninguna gratificación ni
satisfacción. ¡El ‘pobre’ envidioso siempre está sufriendo!
El colmo del
envidioso -de la maldad, de la amargura eterna, de la permanente
insatisfacción- es el alegrarse del mal ajeno. Y es más común de lo que parece.
“Si mi vecino está peor que yo, ¡ya no
estoy tan mal!”.
Y el ejemplo más claro -y más fuerte- de esto es el cuento terrible de aquel malvado perverso, que, caminando por el bosque, tropieza con algo extraño, y se percata de que es una ‘lámpara maravillosa’. La frota, todo ‘ilusionado’, aparece el genio, y le dice: “Pídeme lo que quieras que te lo concederé”. Pero el genio añade: “Con una condición. Aunque tú seas malo, yo soy un genio bueno. Por tanto, lo que me pidas, yo te lo concederé, y, al mismo tiempo, se lo concederé, multiplicado por dos, a todos tus amigos y conocidos”. El pobre malvado se queda chafado, pues no le hace ninguna gracia la condición del genio bueno. De repente, una luz radiante ilumina su cara. “Ya sé: por favor, ¡déjame tuerto!”
A mí, que me
gusta mucho jugar con el significado de las palabras, me resulta curioso ver la
similitud de vocablos como ‘agraciado’, ‘gracioso’, ‘tiene gracia’, ‘¡qué
gracia!’, ‘gratis’, ‘gratuito’, ‘gratuidad’. Estar ‘en gracia’ de Dios, se
refiere al estado del alma, del interior, de amistad con Dios, de paz con uno
mismo, de serenidad, de tranquilidad de conciencia. Las ‘gracias’ que Dios nos
concede, los regalos, cualidades, u oportunidades que nos da la vida, los
demás, las circunstancias, inesperadamente, sin merecerlo ni esperarlo.
Y hay otra
serie de sinónimos: regalo, presente, entrega, don, perdón. Y ‘perdón’ es un
reduplicativo de don. Como perseguir es seguir con insistencia. Perdurar es
durar como una pila duracel: ¡eternamente! Perdonar es darse siempre,
entregarse sin límites, regalar sin esperar nada a cambio.
En definitiva
la gratitud, como el perdón, es una consecuencia del amor. Que, por otro lado,
psicológicamente, también es una suerte. “Si
no perdonas, eres esclavo de tu enemigo; si perdonas, te liberas de él”,
dice un proverbio árabe. El rencor y la venganza, te dejan mal, te quitan la
paz interior. El perdón -‘cualidad de fuertes’ y no ‘debilidad de cobardes’,
que cree mucha gente- te enriquece, te libera, te engrandece, te humaniza, te
hace feliz.
Cuenta Tony de Mello. Se encuentran dos ingleses, antiguos compañeros en un campo de concentración nazi, y uno pregunta al otro: “John, ¿has logrado perdonar ya a los nazis?” “No, Thomas”. “Pues, entonces, ¡siguen teniéndote prisionero!”
Y hay otro
aspecto del agradecimiento que tiene mucha importancia; su vertiente social:
como decíamos antes, es una suerte para uno mismo y para los demás. En
Zimbabwe, para decir ‘gracias’, usan una expresión que viene a significar “no te canses”; sigue siendo así, es una
suerte tenerte entre nosotros, no sólo para mí -por algo concreto que me has
regalado o hecho-, sino para toda la tribu: con personas como tú, da gusto
vivir.
Lo contrario,
el verlo todo como una obligación, un deber, un mandato, una carga pesada, es
de lo más molesto y molestador. Y, por desgracia, agradecemos -como alabamos-
demasiado poco. Es muy frecuente oír a padres o educadores: “¡Para qué se lo voy a agradecer, premiar o
valorar, si es su obligación hacerlo!”
La
personalidad positiva y constructiva, el verdadero agradecimiento, como el auténtico
amor, nace del fondo del ser humano, como una fuerza interior innata. Es
producto de la experiencia de sentirse amado, regalado, afortunado, valorado.
De la
obligación o de la inseguridad, de la falta de valoración o afecto, de la culpa
o del miedo, nunca puede surgir ni el amor, ni el agradecimiento verdaderos, y
satisfactorios, coherentes, naturales, espontáneos.
De esa fuente
-ajena y morbosa- sólo pueden brotar actitudes -o comportamientos- como el
perfeccionismo, el activismo, un agotador, frustrante e inútil, ‘darse a los
demás -por obligación-’.
Para darse a
los demás de verdad -y que los demás sientan ese don-, para ‘en todo amar y
servir’, para ‘amar al prójimo como a ti mismo’, primero es imprescindible
‘tenerse’, ser, tener seguridad y valoración propia, es preciso un sano
equilibrio afectivo.
Se dice con gran belleza: “La medida del amor es el amor sin medida”. ¡Qué bonito! Pero Jesús de Nazaret, que algo sabía del amor verdadero y del ser humano, dijo: “Amarás al prójimo como te ames a ti mismo”. Que no es una ‘obligación religiosa’, sino una ‘advertencia psicológica’: ‘Te aviso que la medida de tu amor a los demás -a todos- es la medida en que tú te ‘ames’ a ti. Si tú no te amas -cultivas, aguantas, conoces, cuidas, aceptas, perdonas, tratas, toleras, comprendes- a ti mismo, es imposible que ames -vale el mismo paréntesis- a los demás. Cuidarás, protegerás, complacerás, servirás, utilizarás; pero no podrás amar. Ni a tu madre, ni a tu pareja, ni a Dios.’
Y otra frase
evangélica, que nos viene muy al caso, y que puede también entenderse de esas
dos maneras: “Porque el Hijo del Hombre,
no ha venido a ser servido, sino a servir, y dar su vida para la salvación de
todos”. Esta frase también se puede entender, como la anterior, en el sentido de la
obligación ‘religiosa’ que tenemos, si somos cristianos, de servir y no
dejarnos servir. Pero, si queremos entender en profundidad lo que quiere
decirnos Jesús, que viene en nombre de su Padre, para regalarnos su vida y
declararnos su amor, es que -después de ese regalo- nos declara que no les
debemos nada: ‘Hemos venido, para que
uséis nuestra vida, nuestro amor, para que os sirva para vuestra realización
plena, hemos venido para serviros. No tenéis que pagar, merecer, servirnos,
devolvernos nada: nos quedaremos muy satisfechos, si vemos que usáis nuestra
vida y nuestro amor, para ser felices y contagiar esa felicidad’.
Como decía
antes, hemos sido educados desde la obligación. Por eso hay tan poca gente
agradecida. Y hay varios ‘corolarios’, que pueden parecer un poco complicados,
pero que son tan reales como la vida misma. “No
te fíes del que te hace favores, y no deja que se los hagas”. “Quien se ‘preocupa’ por ti, no se ‘ocupará’
de ti; y quien se ‘ocupe’ de ti, no se ‘preocupará’ por ti”. Hay mucha
gente que parece totalmente entregada y amorosa, pero, si rascas un poco, te
encuentras que es puro egoísmo, pintado de purpurina. Gente que ‘ama’, para que
la amen. Normalmente, lo hacen con buena voluntad y sin darse cuenta. Pero, a
la larga, les notas agresividades, descontentos, exigencias, esclavitudes,
prisas. En el fondo puede ser activismo, protección, afecto, necesidad. Pero no
es amor. Esperan ‘la vuelta’, el cambio. “El
amor no espera nada, no se irrita, aguanta sin límites”.
Y puede
aclarar, de nuevo, una diferencia lingüística. ¿Has pensado cuál es la
diferencia entre ‘amable’ y ‘amante’? Para los estudiosos, recordaremos que la
terminación ‘able’, es pasiva: potable, puede ser bebida; comestible, se puede
comer; risible, digno de risa. Y la terminación ‘ante’ es activa: atacante, el
que ataca; sirviente, el que sirve.
Amable es el
que se hace digno de amor, simpático, sonriente, se hace querer. Probablemente
es así ‘para’ que le quieran. Amante es -aparte del uso como ‘querida’- el que
realmente ama, aunque no pretende que se note, ni que se lo devuelvan.
Y vamos a ir
terminando, que, cuando me pongo a dar vueltas a la noria, no sé si mareo más
que me mareo, o al revés. Explicita la explicación del lema: “Más en las obras que en las palabras”.
“Es más fácil predicar que dar trigo”. El
movimiento se demuestra andando”. “Obras son amores, y no buenas razones”, dice la sabiduría popular. Y el más vulgar: “Dame pan, y llámame tonto”. O, pasando
a otro tipo de fuente de sabiduría: “No
el que dice ‘Señor, Señor’, sino el que hace la voluntad de mi padre.”
La vida, el amor, el agradecimiento, la felicidad, no nos la jugamos en lo que decimos, sino en lo que hacemos. No educamos con lo que decimos, sino con lo que somos. ‘Los padres o los profesores, no educan, contagian.’ ‘Los niños no aprenden, imitan.’
La vida, el amor, el agradecimiento, la felicidad, no nos la jugamos en lo que decimos, sino en lo que hacemos. No educamos con lo que decimos, sino con lo que somos. ‘Los padres o los profesores, no educan, contagian.’ ‘Los niños no aprenden, imitan.’
De nuevo
te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me pongas un correo a mi
dirección
fermomugu@gmaill.com