martes, 24 de octubre de 2017

“AGRADECIMIENTO”



El lema que hemos consensuado este curso todos los colegios de jesuitas de España, para que sea el hilo conductor o la música de fondo -las ‘lineas de fuerza’- de nuestra tarea educativa es: “Sobre todo, gracias. Más en las obras que en las palabras”.

Como casi todos los lemas, slogans o proverbios, conviene entenderlo, explicarlo y aplicarlo bien, para que resulte constructivo. Pues es demasiado común que los mejores principios, incluso las frases evangélicas más iluminadoras, se pueden usar, interpretar o emplear mal, y, entonces, no sólo no iluminan, sino que perjudican, se convierten en negativas, incluso destructivas.

No hay que ampliar mucho el campo de visión, para caer en la cuenta de que el mejor invento puede resultar nocivo. Léase energía atómica, internet, un simple cuchillo o el mejor descubrimiento. No olvidemos que el gran Friedrich Nietzsche (Alemania, 1844) se atrevía a decir: “Las mayores atrocidades se han hecho con la mejor intención”.

¿Dónde veo yo la posible malinterpretación de este lema? Pues no en su contenido, sino en una posible manera de presentarlo. “¡Hay que ser agradecido!”. Presentarlo como una obligación, una imposición, algo que hay que hacer ‘para’ otra cosa.

Porque, si habéis reflexionado lo suficiente sobre la educación o la religión, toda obligación impuesta, no se entiende como un bien en sí mismo, sino que se presenta -y se recibe- como necesaria por otra razón, para conseguir algún otro objetivo, que no siempre aparece o se trasmite claro.

“Tienes que obedecer, para no ser castigado”, o para ser premiado, o valorado, o reconocido, o estimado, o amado, o merecer, o quedar bien, o ser feliz, o no quedar mal. Y es posible que suceda lo mismo, si decimos a un alumno: “¡Tienes que ser agradecido!”. Prescindiendo de que no vea el ‘ser agradecido’ como algo apetitoso, agradable, entenderá, como decíamos, que es ‘para’, ‘por’ algo: para hacer méritos, para ser bueno.

El precioso y enorme librito de San Ignacio de Loyola, “Los ejercicios espirituales”, comienza por algo esencial en su espiritualidad, y para cualquier modo de vivir en profundidad, que él mismo titula “Principio y Fundamento”. Es como la base de todo lo demás, de todo lo que viene después, de cualquier norma o principio posterior. Y, siendo ‘perfecto’, también puede prestarse a ser mal interpretado.


Lo transcribo, con el mismo lenguaje de su tiempo -aunque la puntuación es mía-: 

El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir 
 a Dios nuestro Señor,
 y, mediante esto, salvar su ánima.
 Y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas 
 para el hombre,
 y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado.
 De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas, 
 quanto le ayudan para su fin,
 y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden.
 Por lo qual es menester hacernos indiferentes 
 a todas las cosas criadas,
 en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, 
 y no le está prohibido.
 En tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud 
 que enfermedad, riqueza que pobreza,
 honor que deshonor, vida larga que corta, 
 y por consiguiente en todo lo demás.
 Solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce 
 para el fin que somos criados.”

Dos observaciones previas: la primera es que, como habla aquí de ‘ser indiferente’, la indiferencia ignaciana puede entenderse como un ‘pasotismo’: para ser buen cristiano -o jesuita- hay que hacerse insensible, duro, frío, pétreo, para que todo nos dé igual. Para que aceptemos resignadamente cualquier ‘cruz’, dificultad o contrariedad que el Señor nos manda.

Y, gracias a Dios, eso no es así. San Ignacio -terriblemente sabio en cuestiones psicológicas-, nos indica que, si algo nos importa grandemente -si estamos profundamente enamorados de alguien o interesados en algo- las circunstancias adyacentes nos importarán bastante menos. Si yo estoy en Vigo, y, a las 11 de la noche me dicen que necesito estar mañana en Madrid a las 7 de la mañana, porque hay algo en juego que me importa mucho, y que me lo exige, me dará igual -“me haré indiferente”- el medio de transporte que tenga que usar. Aunque sea en el camión de un amigo que sale en media hora, para llevar pescado a Madrid, siendo la única manera que tengo de llegar a tiempo.

Si no tengo esa urgencia, esa necesidad, podré elegir el medio que prefiera, que me resulte más cómodo o confortable. Mañana buscaré un avión a media mañana, que no me haga madrugar, y estoy en Madrid, tranquilamente, para comer. No es que ‘me dé igual’ pasarme toda la noche en la cabina de un camión, que viajar cómodamente, tras una noche de sueño reparador. ¡No! Lo que sucederá es que, si estás totalmente convencido de que realmente quieres -necesitas, deseas ardientemente, te importa mucho- conseguir un objetivo, un fin, una meta, y sólo tienes un modo, no te deja elegir otro más cómodo, más agradable: ‘te hace indiferente’ a la manera como lo puedas conseguir.

Y la segunda observación es a la expresión “salvar el ánima”. Lo primero que quiere dejar claro Ignacio es que estamos hechos para ‘ser salvados’, que puede tener muchas traducciones, aunque en aquel tiempo se le diera directamente: “para no ir al infierno”. El ser humano ha sido creado para “vivir”. Dios, como buen Padre, quiere que vivamos libres, humanamente, cumpliendo el sueño que él tiene para cada uno de nosotros. Tertuliano, un ‘santo padre’ de la Iglesia decía, en el siglo II: “La Gloria de Dios es la vida del hombre”. Hoy algunos lo traducen: “Lo que le importa a Dios es que los seres humanos tengan una vida digna”Jon Sobrino, s.I. -compañero de los 'mártires de El Salvador'-, lo expresaba: “Ser cristiano hoy es desclavar a los crucificados del mundo”Y una canción juvenil lo formulaba atinadamente: “No has nacido, amigo, para estar triste”.

Desde esa realidad, con la que cualquier persona estará de acuerdo, se tenga la ideología que se tenga, se formule con unas u otras palabras, sabemos que nuestro único objetivo vital es la realización personal plena, el ser ‘generosos’.


Utilizo este adjetivo, porque he descubierto que generoso no significa dar limosna o ser desprendido. ‘Generoso’ viene de ‘género humano’. Como se usa en una tienda para decir que tiene ‘buen género’, o de un buen vino se dice que es ‘vino generoso’. Desde ahí, creo que ser ‘generoso’ es nuestra mayor aspiración, nuestro mejor objetivo: ser de un humanismo de calidad, humano de buena clase, de solera, de toda confianza. Hemos nacido para eso.

Y todo lo demás, nos debe resultar secundario, intrascendente, accidental, llevadero. Si se puede elegir, quizá prefiera tranquilidad, ausencia de problemas. Pero eso no es esencial para mí. Lo esencial es ser feliz: todas las demás cosas estarán en servicio de eso. Si no, es que realmente no me interesa.

“Quiero ir a Madrid, pero tiene que ser sin pasar frío, ni incomodidad ni excesiva espera”. Pues, sea sincero. Usted no quiere ir a Madrid por encima de todo. Y es muy posible que nunca llegue a Madrid, ¡porque nunca encontrará ‘un medio’ que cumpla todas sus expectativas! De ahí que, por algún lado, dice: “¡Prisa y auténticas ganas son incompatibles!”

Todo este razonamiento es porque mucha gente que medita el ‘Principio y Fundamento’ se puede quedar en que “Dios te pide que seas indiferente a todas las cosas”. Metodológicamente, se debería explicar primero solamente la primera parte “el ser humano es hijo de Dios, que te ama y quiere que seas feliz”. Y no pasar de ahí, hasta que eso calara, hasta que nos creyéramos de verdad que Dios es amor incondicional, que no nos pide nada a cambio, que no necesita que hagamos nada para querernos, y -¡menos!- para crearnos.

Hay un ejemplo que puede clarificar esto bastante, aunque pueda parecer una tontería: cuando alguien inesperado nos llama por teléfono, lo normal es que esté un rato preguntando cómo estamos, qué tal nos va. Al cabo de un tiempo, va al motivo de su llamada: “Te llamo porque quería pedirte un favor”. ¿No podía haber empezado por ahí? Y, luego, ya me preguntaría todo lo que le apeteciera. Pero, por mucho que no se note, ese rato intrascendente, estamos pensando: “Deja de andarte por las ramas, y vete a lo que me vas a pedir”. Todos lo solemos hacer, y creemos que es más políticamente correcto y educado. Pero inmediatamente se nos nota que estamos en una introducción insulsa, para no parecer descarados, pidiendo directamente lo que nos interesa. Producimos el efecto contrario: si primero vamos al grano, luego, todo lo que hablemos y nos interesemos por el otro le sonará a auténtico, a verdadero interés.

Suelo ver que es muy frecuente que, si a un hijo le dices que le amas mucho, y, por eso, esperas mucho de él, se quede con que esperas mucho de él, y no llegue a sentir profunda, experiencial, vitalmente, que le amas. “Da gracias a Dios, hijo mío, porque eres muy inteligente. Tienes que responder de ese don, y sacar siempre unas notas maravillosas.”

¡Cuánta gente está convencida y tiene muy claro lo que tiene y lo que no tiene que hacer -“lo que Dios manda”-, pero no se siente amado! Por eso, por favor, cuando quieras pedir algo a alguien, no le digas primero que le quieres mucho. Deja un día sólo para eso: para decirle todo lo que le amas, pase lo que pase, y que no le pides ni le prohíbes nada.

Deberíamos acostumbrarnos a no decir nunca a nadie: “¡Tienes que!”. Desde Jesús, desde ‘la buena noticia’ de que somos amados incondicionalmente, nada es obligación, todo es oportunidad: la vida, la alegría, la religión, la felicidad, son oportunidades, son una suerte, no una obligación. Deberíamos tener como lema constante: “La mayoría de las cosas de la vida -incluso la religión o el amor- no son obligación, son oportunidad.”

Y, volviendo al tema de nuestro escrito, el ser agradecido tampoco es una obligación, sino una suerte: para uno mismo y para los demás. Hay una frase que repetimos en cada Eucaristía -que etimológicamente significa ‘acción de gracias’: ‘eu’ = bien, bueno, ‘caris’ = gracia, ‘buenas gracias’, ‘celebración de agradecimiento a Dios por el amor que nos tiene’ (muy distinto a la sensación de sacrificio y compensación por nuestros pecados)- y que seguro que nunca te habías parado a pensar: “Es nuestro deber y salvación darte gracias, siempre y en todo lugar”. Aparte de que es justo y necesario, dado que somos unos afortunados, por la cantidad de cosas que nos ha regalado la vida, si somos agradecidos, ‘estamos salvados’. Es nuestra salvación.

¡Qué distinta actitud, qué diferente postura de corazón, la de ir a pedir perdón a alguien -desde la culpa y el miedo-, a la de ir a agradecer que nos quieran tanto que nos hayan perdonado todo -con alegría e ilusión-! Escribía un sociólogo francés: “¡Qué curioso, como los jóvenes están esperando a la puerta de la iglesia, charlando y sonrientes, y, cuando entran en misa, ponen todos cara de pena, se callan, parece que van a un suplicio!”

Algo parecido recomiendo a los padres, aunque les resulte difícil. Si tu hijo pequeño llega triste a casa, y te cuenta que es porque ha suspendido cinco -o cualquier otra cosa que, además de entristecerle a él, te encoleriza a ti-, escucha su tristeza, acaricia su dolor, consuela su pena. Espera a mañana para decirle todo lo que se te ocurra: “Es que eres un vago, a ver si aprendes, pues el fin de semana no sales, a la cama sin cenar, desde luego eres un estúpido insensato”, o cosas lindas parecidas. Un hijo necesita sentir que su madre entiende su pena, comparte su dolor, y le importa eso tanto como a él. Incluso que le importan más sus sentimientos que sus resultados.

¿Que es casi imposible no saltar y reñirle? Pues sí. Pero es la única manera de que sienta que le quieres, que te importa, y de que pueda ser luego agradecido, obediente, responsable. Incluso es la única manera de que te escuche, de que se entere, de que te obedezca cuando le digas algo importante. (Es que educar, como amar, es realmente difícil: estamos de acuerdo.)

En la vida, hay dos posturas fundamentales, contrarias y excluyentes: agradecer y echar cuentas; vivir fijándose, poniendo en valor, dando importancia a lo muchísimo que tenemos, o andar enfocando lo que no tenemos, lo que nos falta, lo negativo de nuestra vida, lo que los demás tiene mejor o más que nosotros. Los primeros viven alegres y contentos, sonrientes y transmitiendo felicidad, mientras que los segundos siempre estarán amargados y amargando a los demás. Unos son una suerte para los que les rodean, los otros una pesadilla.

La persona que echa cuentas -desagradecida- es un continuo engorro para los demás: le hagas lo que le hagas, le parecerá mal; le regales lo que le regales, no le gustará o le parecerá poco o esperaba más. ¡Es agotador! Encima se creen más listos que nadie, porque los demás se conforman con cualquier cosa porque son unos infelices, unos tontos; mientras que a ellos nada les sirve, porque son superiores a todos. Los demás son malos, ellos son los únicos que hacen las cosas bien. Ellos tienen siempre la razón, los demás no dan una. Ellos se preocupan de todos -no se ocupan realmente de nadie-, mientras que de ellos no se preocupa -aunque se ocupe todo el mundo- nadie.

Aparte de que la envidia es el ‘pecado capital’ que ‘menos compensa’ -se llaman pecados capitales a aquellas actitudes que son origen y fuente (‘cabeza’, capital) de otros males, actitudes, actos y comportamientos perjudiciales para uno mismo o para los demás, normalmente para ambos-: los otros seis ‘pecados capitales’ traen algún momento o efecto ‘beneficioso’ y placentero para el que lo ejerce; mientras que la envidia no proporciona a su sujeto ninguna gratificación ni satisfacción. ¡El ‘pobre’ envidioso siempre está sufriendo!

El colmo del envidioso -de la maldad, de la amargura eterna, de la permanente insatisfacción- es el alegrarse del mal ajeno. Y es más común de lo que parece. “Si mi vecino está peor que yo, ¡ya no estoy tan mal!”.

Y el ejemplo más claro -y más fuerte- de esto es el cuento terrible de aquel malvado perverso, que, caminando por el bosque, tropieza con algo extraño, y se percata de que es una ‘lámpara maravillosa’. La frota, todo ‘ilusionado’, aparece el genio, y le dice: “Pídeme lo que quieras que te lo concederé”. Pero el genio añade: “Con una condición. Aunque tú seas malo, yo soy un genio bueno. Por tanto, lo que me pidas, yo te lo concederé, y, al mismo tiempo, se lo concederé, multiplicado por dos, a todos tus amigos y conocidos”. El pobre malvado se queda chafado, pues no le hace ninguna gracia la condición del genio bueno. De repente, una luz radiante ilumina su cara. “Ya sé: por favor, ¡déjame tuerto!”

A mí, que me gusta mucho jugar con el significado de las palabras, me resulta curioso ver la similitud de vocablos como ‘agraciado’, ‘gracioso’, ‘tiene gracia’, ‘¡qué gracia!’, ‘gratis’, ‘gratuito’, ‘gratuidad’. Estar ‘en gracia’ de Dios, se refiere al estado del alma, del interior, de amistad con Dios, de paz con uno mismo, de serenidad, de tranquilidad de conciencia. Las ‘gracias’ que Dios nos concede, los regalos, cualidades, u oportunidades que nos da la vida, los demás, las circunstancias, inesperadamente, sin merecerlo ni esperarlo.

Y hay otra serie de sinónimos: regalo, presente, entrega, don, perdón. Y ‘perdón’ es un reduplicativo de don. Como perseguir es seguir con insistencia. Perdurar es durar como una pila duracel: ¡eternamente! Perdonar es darse siempre, entregarse sin límites, regalar sin esperar nada a cambio.

En definitiva la gratitud, como el perdón, es una consecuencia del amor. Que, por otro lado, psicológicamente, también es una suerte. “Si no perdonas, eres esclavo de tu enemigo; si perdonas, te liberas de él”, dice un proverbio árabe. El rencor y la venganza, te dejan mal, te quitan la paz interior. El perdón -‘cualidad de fuertes’ y no ‘debilidad de cobardes’, que cree mucha gente- te enriquece, te libera, te engrandece, te humaniza, te hace feliz.

Cuenta Tony de Mello. Se encuentran dos ingleses, antiguos compañeros en un campo de concentración nazi, y uno pregunta al otro: “John, ¿has logrado perdonar ya a los nazis?” “No, Thomas”. “Pues, entonces, ¡siguen teniéndote prisionero!”

Y hay otro aspecto del agradecimiento que tiene mucha importancia; su vertiente social: como decíamos antes, es una suerte para uno mismo y para los demás. En Zimbabwe, para decir ‘gracias’, usan una expresión que viene a significar “no te canses”; sigue siendo así, es una suerte tenerte entre nosotros, no sólo para mí -por algo concreto que me has regalado o hecho-, sino para toda la tribu: con personas como tú, da gusto vivir.

Lo contrario, el verlo todo como una obligación, un deber, un mandato, una carga pesada, es de lo más molesto y molestador. Y, por desgracia, agradecemos -como alabamos- demasiado poco. Es muy frecuente oír a padres o educadores: “¡Para qué se lo voy a agradecer, premiar o valorar, si es su obligación hacerlo!”

La personalidad positiva y constructiva, el verdadero agradecimiento, como el auténtico amor, nace del fondo del ser humano, como una fuerza interior innata. Es producto de la experiencia de sentirse amado, regalado, afortunado, valorado.

De la obligación o de la inseguridad, de la falta de valoración o afecto, de la culpa o del miedo, nunca puede surgir ni el amor, ni el agradecimiento verdaderos, y satisfactorios, coherentes, naturales, espontáneos.

De esa fuente -ajena y morbosa- sólo pueden brotar actitudes -o comportamientos- como el perfeccionismo, el activismo, un agotador, frustrante e inútil, ‘darse a los demás -por obligación-’.

Para darse a los demás de verdad -y que los demás sientan ese don-, para ‘en todo amar y servir’, para ‘amar al prójimo como a ti mismo’, primero es imprescindible ‘tenerse’, ser, tener seguridad y valoración propia, es preciso un sano equilibrio afectivo.

Se dice con gran belleza: “La medida del amor es el amor sin medida”. ¡Qué bonito! Pero Jesús de Nazaret, que algo sabía del amor verdadero y del ser humano, dijo: “Amarás al prójimo como te ames a ti mismo”. Que no es una ‘obligación religiosa’, sino una ‘advertencia psicológica’: ‘Te aviso que la medida de tu amor a los demás -a todos- es la medida en que tú te ‘ames’ a ti. Si tú no te amas -cultivas, aguantas, conoces, cuidas, aceptas, perdonas, tratas, toleras, comprendes- a ti mismo, es imposible que ames -vale el mismo paréntesis- a los demás. Cuidarás, protegerás, complacerás, servirás, utilizarás; pero no podrás amar. Ni a tu madre, ni  a tu pareja, ni a Dios.’

Y otra frase evangélica, que nos viene muy al caso, y que puede también entenderse de esas dos maneras: “Porque el Hijo del Hombre, no ha venido a ser servido, sino a servir, y dar su vida para la salvación de todos”. Esta frase también se puede entender, como la anterior, en el sentido de la obligación ‘religiosa’ que tenemos, si somos cristianos, de servir y no dejarnos servir. Pero, si queremos entender en profundidad lo que quiere decirnos Jesús, que viene en nombre de su Padre, para regalarnos su vida y declararnos su amor, es que -después de ese regalo- nos declara que no les debemos nada: ‘Hemos venido, para que uséis nuestra vida, nuestro amor, para que os sirva para vuestra realización plena, hemos venido para serviros. No tenéis que pagar, merecer, servirnos, devolvernos nada: nos quedaremos muy satisfechos, si vemos que usáis nuestra vida y nuestro amor, para ser felices y contagiar esa felicidad’.

Escribe Juan, en su preciosa primera carta: “Lo esencial no es que nosotros amemos a Dios, sino que él nos amó primero”. Por tanto, ser cristiano -en definitiva, ser ‘humano’- no es cumplir con Dios, sino tener la experiencia profunda de sentirse amado. De esa experiencia ‘surge’ el agradecimiento, el amor, la coherencia, la misericordia ‘con estos hermanos míos más pequeños’. De una obligación no surge nada que dure, ni que merezca la pena de llamarse humano. De la experiencia de saberse amado, surge la ‘necesidad’ de amar a los demás.

Como decía antes, hemos sido educados desde la obligación. Por eso hay tan poca gente agradecida. Y hay varios ‘corolarios’, que pueden parecer un poco complicados, pero que son tan reales como la vida misma. “No te fíes del que te hace favores, y no deja que se los hagas”. “Quien se ‘preocupa’ por ti, no se ‘ocupará’ de ti; y quien se ‘ocupe’ de ti, no se ‘preocupará’ por ti”. Hay mucha gente que parece totalmente entregada y amorosa, pero, si rascas un poco, te encuentras que es puro egoísmo, pintado de purpurina. Gente que ‘ama’, para que la amen. Normalmente, lo hacen con buena voluntad y sin darse cuenta. Pero, a la larga, les notas agresividades, descontentos, exigencias, esclavitudes, prisas. En el fondo puede ser activismo, protección, afecto, necesidad. Pero no es amor. Esperan ‘la vuelta’, el cambio. “El amor no espera nada, no se irrita, aguanta sin límites”.

Y puede aclarar, de nuevo, una diferencia lingüística. ¿Has pensado cuál es la diferencia entre ‘amable’ y ‘amante’? Para los estudiosos, recordaremos que la terminación ‘able’, es pasiva: potable, puede ser bebida; comestible, se puede comer; risible, digno de risa. Y la terminación ‘ante’ es activa: atacante, el que ataca; sirviente, el que sirve.

Amable es el que se hace digno de amor, simpático, sonriente, se hace querer. Probablemente es así ‘para’ que le quieran. Amante es -aparte del uso como ‘querida’- el que realmente ama, aunque no pretende que se note, ni que se lo devuelvan.

Y vamos a ir terminando, que, cuando me pongo a dar vueltas a la noria, no sé si mareo más que me mareo, o al revés. Explicita la explicación del lema: “Más en las obras que en las palabras”.

“Es más fácil predicar que dar trigo”. El movimiento se demuestra andando”. “Obras son amores, y no buenas razones”, dice la sabiduría popular. Y el más vulgar: “Dame pan, y llámame tonto”. O, pasando a otro tipo de fuente de sabiduría: “No el que dice ‘Señor, Señor’, sino el que hace la voluntad de mi padre.


La vida, el amor, el agradecimiento, la felicidad, no nos la jugamos en lo que decimos, sino en lo que hacemos. No educamos con lo que decimos, sino con lo que somos. ‘Los padres o los profesores, no educan, contagian.’ ‘Los niños no aprenden, imitan.’

A decir lo que se piensa se le llama sinceridad. Al que hace lo que siente se le tiene por consecuente. Hacer lo que se dice, educa o predica es coherencia. Para mí una de las cualidades más necesarias, importantes y satisfactoria. El que es coherente vive en paz consigo mismo. Por eso, suelo decir que debemos intentar que nuestros hijos y alumnos, además de las ‘cuatro C -conscientes, competentes, comprometidos y compasivos-, sean, sobre todo, coherentes.


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