martes, 11 de julio de 2017

“VER, COMPRENDER Y ACEPTAR, SIN PRISA POR CAMBIAR”




El anterior artículo acababa, dando como solución a la terrible y generalizada enfermedad del ‘protagonismo victimista’, una frase que Tony de Mello tiene escrita en su libro, "Despertar", que, aunque es un poco 'fuerte', os recomiendo. 

Su frase es -como el título de este artículo- "ver, comprender y aceptar, sin prisa por cambiar". Y esa frase, que vamos a intentar explicar aquí, en el fondo, está inspirada en un precioso poema, titulado “NO CAMBIES”, que Tony escribió en 'El canto del pájaro':

Durante años fui un neurótico.
Era un ser angustiado, deprimido y egoísta.
Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara.
Y no dejaban de recordarme lo neurótico que yo era.
Y yo me ofendía.
Aunque estaba de acuerdo con ellos,
y deseaba cambiar,
pero no acababa de conseguirlo por mucho que lo intentara.

* * *
Lo peor era que mi mejor amigo
tampoco dejaba de recordarme lo neurótico que yo estaba.
Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara.
Y también con él estaba de acuerdo,
y no podía sentirme ofendido con él.
De manera que me sentía impotente y como atrapado.

* * *
Pero un día me dijo: «No cambies. Sigue siendo tal como eres.
En realidad no importa que cambies o dejes de cambiar.
Yo te quiero tal como eres, y no puedo dejar de quererte.»

Aquellas palabras sonaron en mis oídos como música:
«No cambies. No cambies. No cambies… Te quiero.».

Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh maravilla!, cambié.


Ésta es la única manera, la única actitud que nos ayudaría a cambiar realmente. En realidad, no cambiamos, porque no hemos encontrado personas que nos demuestren ese amor incondicional. 

Nosotros mismos, quizá por eso, no tenemos tampoco con nosotros una aceptación, valoración, autoestima positiva. Yo suelo preguntar muy frecuentemente a la gente que viene a pedirme ayuda: “Cuando te miras al espejo, ¿notas que realmente te odias?”. ¡La respuesta suele ser afirmativa!

Si nosotros, de verdad, queremos cambiar, tenemos que intentar hacer algo de eso. En primer lugar 'ver', sin más, sin juzgarnos, sin reñirnos. No solemos ver, porque nos da miedo no gustarnos, no gustar, quedar mal. En el fondo, no queremos ver, vernos. Decimos que sí, pero es que no. Kalil Gibran lo formula así: "Lo que más deseamos es lo que más tememos”. ¿Os habéis dado cuenta, por ejemplo, de cómo el alcohólico nunca 'reconoce' lo que le pasa? 'No puede verlo, porque se riñe'. Mientras nos riñamos, no nos confesaremos nuestros sentimientos más profundos: “Para reconocerse, hay que verse con unos ojos que te miren con amor.”

Recuerdo aquí el encuentro y la conversación de ‘El Principito’, con el ‘bebedor’ -entre pausas muy largas-: “Qué haces aquí?”              “¡Bebo!”          “Por qué bebes”.        “Bebo para olvidar”.      “Y, para olvidar ¿qué?”.      “Bebo para olvidar que siento vergüenza”.      “Y, vergüenza, ¿de que?”.      “Bebo para olvidar que siento vergüenza de beber”.

Si vamos quitando el miedo, empezaremos a ver. Si, veamos lo que veamos, no nos reñimos, no nos asustamos, no nos culpabilizamos, nuestro inconsciente se irá atreviendo a contarnos, y a que veamos más cosas. Entonces podremos intentar 'comprender'. Comprendernos, escucharnos con cariño, mirarnos desde nuestra situación, desde nuestra historia. Como nos miraría un buen amigo. Y no nos comprendemos, porque nos lo impide la culpabilidad: estamos demasiado acostumbrados a que nos hagan sentir culpables. ¿No os pasa que, casi siempre que veis algo mal hecho, empezáis a reñir -o a reñiros-, sin comprensión, cariño, serenidad? No estamos acostumbrados a admitir que somos bastante limitaditos y, a veces, no pasa nada porque se nos note. Solemos utilizar la postura 'avestruz': soy maravilloso e inocente -mientras no me pillan- y me insulto y desprecio por demás, en cuanto me pillan -o me pillo-, como decíamos en el artículo anterior del blog.

Finalmente, tendríamos que 'aceptar' eso que vamos viendo y comprendiendo. Y no solemos aceptar, por la típica huida al victimismo: "No podemos intentar que las cosas sean como no son", nos recuerda Gibran. Cuando no podemos escaparnos de algo que no nos gusta, nos salimos del tiesto y protestamos: "¡¿Por qué me tendrá que pasar esto 'a mí'?!" "¿Qué habré hecho 'yo' para merecer esto?" "Hoy que iba yo a salir de paseo y ¡me llueve!" "Con todo lo que yo le he rezado a Dios para que apruebe mi niño ¡y 'me le suspende'!" (¡¡¡Sí, claro, Dios!!!)

Aceptar, es ver y comprender, sin echarle a nadie la culpa de lo que hemos hecho o hacemos mal. Realmente no hay culpables. Nadie ha tenido mala intención.

Y tenemos prisa por cambiar, porque no vemos -no queremos ver- que "prisa y auténticas ganas son incompatibles". Se dice en "El Jardín Interior": "Una vez, hablando con una amiga, soltera y sin compromiso, que estaba agobiada y con prisa por resolver su situación conflictiva y molesta, le ponía un ejemplo muy gráfico, aunque chocante a primera vista: 'Si quieres tener un hijo mío, tienes que esperar un año: tres meses, más o menos, para encargarlo con calma y agrado, y nueve que es lo que tarda en venir. Si lo quieres para mañana, es que no lo quieres realmente: puedes querer un muñeco al que manipular o con el que jugar; pero, si quieres de verdad un hijo, no puedes tener prisa. Si de verdad quieres algo, no puedes tener prisa. Si tienes prisa, es que realmente no lo quieres; quizá tienes miedo. Prisa y ganas reales, son incompatibles'."

Y viene bien insistir un poco más en lo de 'sin prisa por cambiar'. Es bueno querer cambiar. Siempre estamos haciendo algo para cambiar, mejorar, rectificar. Y ¡está bien! Lo malo es creer que 'el cambiar depende de la voluntad, de la decisión de cambiar'; o del psicólogo, que me dé una receta. Tendríamos que aceptar que el ser como somos ha dependido bastante poco de nuestra decisión consciente. "He tenido una educación tan excelente, que me ha costado quitármela 15 años", dice Tony, también en "Despertar".

Un compañero mío en teología, estando de sacerdote en una parroquia, trabajaba con drogadictos, y tenía las puertas de su casa abiertas a los que y cuando quisieran entrar y salir. Cada vez que uno de los que él había acogido se iba, llevándose algo valioso, sus compañeros le decían que no podía dejarles tanta libertad. Y él les respondía: "Si un drogata 'se hace' en 20 años, tengo que dejarle 10, para que se haga, de nuevo, persona. No podemos ni pensar que cambie en un mes".

Hay varios ejemplos que se me ocurren. Si vas al médico con tos, lo normal es que no dé una importancia excesiva, ni exclusiva, a la tos; sino que mire cómo están los pulmones. Te dará unos antibióticos para curar la bronquitis y, así, en quince días, la tos se irá sola. Puede que te dé un jarabe, para toser menos durante ese tiempo; pero el jarabe no 'cura' la tos, ni suple a los antibióticos. ¡Hay que esperar!

Si tu hijo tiene la 'costra' de una herida en la frente, y se la quiere quitar, porque resulta muy llamativa, tú le dirás que no se rasque; que, cuanto más se la toque, más le dura. Si quiere no tenerla, ¡tiene que esperar a que se caiga! En otro se ve mejor, ¿a que sí?

Tony de Mello -con cuya frase, poema y foto inicio este artículo-, jesuita y psicólogo indio, al que tuve la gran suerte de conocer y poder charlar a fondo, y puedo decir que era su amigo, ponía un ejemplo, también muy luminoso. Una joven embarazada va a la consulta de su ginecólogo para que le oriente en lo que debe hacer para que la criatura nazca mejor. El médico le dice: “Cuídese usted. Procure hacer todo lo que a usted la apetezca y le siente bien”. La joven mujer le decía que eso le parecía muy egoísta, y le reiteraba que quería pautas de comportamiento que fueran a ser convenientes para el buen desarrollo de su hijo. Y el médico le repetía que lo que a ella le viniera bien, es lo que mejor vendría a su hijo. “¡Cuídese a usted, que, sí, estará cuidando a su hijo!”

Estamos embarazados de felicidad, de amor, de plenitud. Sólo -“¡solo!”- tenemos que cuidarnos nosotros, y que no nos haga nadie daño, para no abortar. Hay mucha gente que a eso le llama egoísmo, pero es porque no han entendido el fondo del auténtico problema y de la verdadera solución.

El último: hablando con un amigo, quieres acordarte del nombre de alguien; y 'lo tienes en la punta de la lengua'... y ¡no hay manera! Te vas, dejas de pensarlo ... y ¡Zas! Te acuerdas. Y no digamos en un examen o en una situación 'importante'.

La moraleja es clara. No podemos forzar la máquina. Como en la memoria, no podemos llevar las riendas de la vida. Tenemos que poner nuestra parte y dejar que la Vida nos cambie. No rascarnos, aunque nos moleste, y dejar que la piel nueva crezca. Como la conocida oración: "Dame, Señor, fuerza para cambiar lo que se puede; aguante para lo que no tiene arreglo; y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro."

Y, antes de intentar cambiar la realidad, vamos a ver qué pasa realmente dentro de nosotros; cómo están los pulmones de averiados, cómo funciona la memoria, cómo actúa nuestro inconsciente, cómo siguen sangrando nuestras antiguas heridas, cómo nos siguen influyendo reproches de nuestra primera infancia. Nuestra 'maquinita' funciona con muchos circuitos imperceptibles que, por estar mal instalados, crean 'cortocircuitos'.

Un ejemplo de este mecanismo lo observamos en el caso que cuenta Lucien Auger, en su libro "Ayudarse a sí mismo" -también recomendable y muy sencillito-. Dice algo así: “Si tú vas en un autobús urbano, repleto de gente de pie, y recibes un empujón que hace que casi te haces polvo los riñones,... seguro que te enfadas. ¡Normal! Y seguro que piensas que la causa del enfado es el empujón, ¿verdad?

Pues, ¡¡¡no!!!! Porque, si te vuelves, hecho un energúmeno, y te encuentras con que el que te ha empujado es un invidente a quien se le ha caído el bastón,... Pues ¡se te va el enfado, te compadeces de él, y te pones a ayudarle! ¿O, no? Por tanto, 'la causa' del enfado no ha sido el empujón -el hecho externo-, sino el mensaje que tu inconsciente te ha dicho, al recibir el empujón -‘¡siempre te tiene que pasar a ti!’, ‘¡es que tú no vales para nada!’, ‘¡jamás aprenderás a defenderte!-”.

El empujón es la 'ocasión'. La 'causa' es lo que tú te dices -lo que tanto te dijeron y tú aún te repites-: el sentimiento de fondo, la actitud de desvaloración, el cómo te lo tomas; el ver, comprender y aceptar. Auger pone otro ejemplo más irónico: la causa de que alguien se ahogue en una piscina, no es el que se caiga al agua, sino el que no sepa nadar; porque... ¡hay gente que está en el agua, en alta mar, en plena tempestad, y no se ahoga!

Por eso, sería bueno que intentáramos formularnos los mensajes -inconscientes, destructivos y falsos- que nos decimos en muchísimas ocasiones -casi siempre-. Ver cuáles son: porque los importantes -los causantes de nuestros sentimientos y nuestros comportamientos- son ‘in-conscientes’, no los conocemos; los que ya conocemos, no son 'el' problema. Cuando alguien viene a consultarme su problema y ‘ya sabe’ la causa, suele ser más problemático, porque ‘eso que sabe’ no será ‘la’ causa: ¡porque ya la sabe!

Debemos tener la humildad suficiente para comprender que todos esos mensajes son destructivos, para nosotros y para una vida de relación con los demás. Y aceptar que son falsos: que no es verdad lo que me dice mi inconsciente -mi educación, mi sociedad, mi religión, mi familia, el colegio- de que “o soy 'completamente' maravilloso, o soy 'un desastre'.”

Sería bueno que reconozcamos los mensajes negativos: en cada situación, ante cada cosa o persona, inmediatamente nos decimos algo -nos repetimos algo ya dicho-. Y conviene que lo veamos, comprendamos y aceptemos. Y, como segundo paso, después de reconocidos -vistos, comprendidos y aceptados-, los reformulemos positivamente.

Nos resuenan cosas que nos han repetido desde pequeñitos, y, a pesar de ser tan falsas y desalentadoras, nos las hemos creído y las llevamos grabadas a fuego lento en el fondo de nuestra reacción más primitiva: "¡Mientras no caigas bien a todo el mundo, tu vida será un fracaso!", “Tú serás feliz, cuando todo el mundo esté feliz contigo”, “Como seas malo, Dios te castigará”.

Deberíamos ver que es mentira, comprender que nos han educado así y aceptar que no es posible caer genial a todo el mundo. Y sería bueno que nos lo dijéramos, reformulado, más o menos así: "Me encantaría caer bien a todos los que me ven; eso es imposible; pero puedo ser satisfactoriamente feliz, sobrellevando con cierta serenidad la ‘triste realidad’ -inevitable, por otro lado- de que ‘los que me rodean me ven limitado’."

Por ejemplo, el 99 % de nuestros inconscientes tienen un mensaje grabado a fuego lento: "Si no eres perfecto, tu madre no te va a querer". Y ¡es verdad! -suele serlo, en un sentido-: La mayoría de los hijos no sentimos haber recibido nunca un "sí" incondicional de nuestra madre; ni de la madre física, ni de la ‘madre’ sociedad, ni de la madre Iglesia, ni de los profesores (y nos han hecho creer que de Dios tampoco). Y, ¡ay de nosotros si lo seguimos esperando!: viviríamos buscando desesperada -e ineficazmente, desde luego- la perfección. "Como no soy perfecto, no puedo aspirar a que nadie me quiera", nos dice machaconamente nuestro sufrido inconsciente.

¡Y el más fuerte! Demasiadas veces hemos oído mensajes horrorosos y destructivos como: “¡No hagas nunca nada de lo que yo me pueda avergonzar!” (Y, nosotros, ¿se lo seguimos diciendo a nuestros hijos o alumnos?).

Hay otro mensaje -mezcla de todos los anteriores- metido de rondón: "Por tanto, tú no serás feliz, si yo -'madres diversas'- no te quiero". Si no eres perfecto, no te quiero; si no te quiero yo, no puedes ser feliz. Y eso ¡no es verdad! Podemos ser felices y querernos, ¡aunque seamos imperfectos!

Y, no digamos nada, si, además de todo lo dicho, nos ha dicho nuestra madre: “¡Nadie te va a querer como yo!”. Nos podemos despedir, entonces, de pensar que es posible que alguien nos pueda querer, o nosotros podamos amar a nadie.

“Tiendas cerradas”

A este propósito, se me ocurría un ejemplo que puede ser muy gráfico y muy válido. Imagina que estás de viaje en una ciudad extraña un sábado por la tarde. No llevas ropa apropiada; o, simplemente, vienes de viaje en chándal, y se te ha perdido la maleta con la ropa ‘de vestir’; ves que todo el mundo viste de manera distinta; te encuentras rara, no te gustas. No es que quieras ir igual a todo el mundo, pero es que no vas ni a tu gusto. Y resulta que todas las tiendas de ropa están cerradas, y no abrirán hasta el lunes por la mañana.

O sea, que tú no puedes cambiar ninguna de tus prendas, no puedes comprar nada nuevo. Sin embargo, no por eso, vas a dejar de mirar y pensar qué querrías ponerte; qué te gustaría más, qué iría más contigo, ahora que has llegado a esta tierra nueva.

La solución que te queda (y no es ninguna tontería: es ‘la solución’) es pasearte con tranquilidad por las calles, con las gentes. Ir mirando lo que ellas llevan, lo que a ti te gustaría llevar; ir mirando en los escaparates lo que se vende e ir mirando (lo más importante) en los ‘espejos’ de los escaparates la ropa que tú llevas, la que has llevado hace mucho tiempo, la que llevarías para siempre, si no llegas a venir a esta ciudad, si no te hubieras dado cuenta de que aquí no pega, de que no ibas cómoda, de que no eras feliz.

Tienes que tener la paciencia de mirar, mirar y mirar, sin poder comprar. Mira cómo vas (y has ido) vestida, de manera distinta a lo que sería tu gusto, tu modo auténtico de ser. Y míralo, sabiendo que en unos días no puedes cambiarlo.

Hay que admitir que sólo se ve bien algo, cuando no se puede ‘usar y tirar’: ‘ésta no me gusta, pues la tiro y me compro otra’. Eso es lo que apetece, lo que se ocurre a la primera. Recordemos a la pobre ‘avestruz’. Pero eso no sería un cambio eficaz. Hay que ver y ver y ver, mirar, mirar y mirar, sin que el mirar sea ‘para’ cambiar. Esto tiene que ver mucho con el ‘no reñirse’ y ‘no contarlo’ y con el ‘ver, comprender y aceptar sin querer cambiar’. Y con aquella frase terrible del ‘comunicarse’: “El arrepentimiento y el propósito de la enmienda son los dos enemigos mayores de la salud mental, del marchar en dirección a la felicidad”.

Es un tiempo privilegiado, ‘un año de gracia’, un estar ‘de baja’, un tiempo de permiso por convalecencia, que no sólo no nos tendría que molestar, sino que nos debe alegrar, pues nos da la posibilidad de encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos. Por fuera, ante la gente, sigue haciendo o diciendo lo mismo de siempre. Pero ‘contigo’ no tienes que arreglar, mejorar ni cambiar nada. Bueno, puedes cambiar transitoriamente todo lo que quieras, de cara a los demás, sabiendo que ‘no tienes que cambiar nada’. Pero, el lunes, cuando termines de ‘ver’, ya pensarás en qué compras y qué cambias, definitivamente en tus actitudes, en tus comportamientos. Aunque, entonces, precisamente, no deberías decir a nadie ni que vas a cambiar ni lo que has cambiado: ‘no contarlo’.

Nuestra prisa nos dice ‘mira para cambiar’. Pero nuestro inconsciente dice: ‘si va a cambiarlo, si me va a reñir, si va a querer cambiarme, que no lo vea, no se lo dejaré ver bien’. Hay que verse sonriendo de reojo, mirarse con calma, reconocerse con tranquilidad, y aguantar sin prisas que he ido haciendo el ridículo, que he estado a disgusto, que me he puesto la ropa que me ‘hacía más mona’, la que siempre me mandaba poner mi mamá, pero con la que estaba muy incómoda y no me dejaba respirar ni ser yo misma, y que yo no había decidido ponerme.

‘Prisa y auténticas ganas es incompatible’: tengo que aprender a reírme de mí, a aceptar con resignación que he ido hecha un cuadro, a comprender que me han (y me he) puesto así por muy diversos y justificados motivos; y que, sólo cuando me haya hecho a verme así sin rabia, sólo cuando me mire sin odio, sin darme asco, sin sentirme imbécil y despreciable, sin necesidad de cambiar ‘ya’, sólo entonces lo que veo que quiero dejar de llevar puesto podrá quitarse (no olvidemos que las cosas más importantes se ponen y se quitan solas, no las ponemos o quitamos nosotros consciente o voluntariamente). Mientras no sea así (con calma, con humor, con benevolencia), el quitarme algo sería contraproducente. Se iría algo de piel con la ropa o me lo quitaría para dar pena o pasar frío o cualquier otra excusa, con la que luego poder volvérmelo a poner y de manera inquitable.

Todo el que ve algo que no le gusta y se dice convencido ‘¡desde mañana esto no vuelve a pasar!’, es que su subconsciente va a hacer lo posible (y lo imposible) para que eso no se toque, no se cambie, no se vea. No olvidemos que nuestro subconsciente (el auténtico programador de nuestras costumbres) está ‘educado’ para quedar bien, para complacer, para que todos estén contentos conmigo, ... ¡menos yo!

Y copiamos, para terminar, el poema de la 'oveja perdida' -también de Tony-. No se trata de ver si lo hacemos -o lo tenemos que hacer- nosotros así con nuestros hijos. Es la manera con que Dios nos trata: ¡Al menos, hay una persona que tenemos seguridad de que es amor sin condiciones! En el fondo, el mensaje del Evangelio es que Dios nos quiere, y las dos frases-resumen son: "En la tierra paz a los hombres, porque Dios os quiere" y "Cambiad el corazón y fiaros del Evangelio". Una la decimos en Navidad y la otra en Cuaresma. Al nacer Jesús, aparece el Dios que ‘está con los hombres’; y el Bautista le prepara el camino, pidiendo confianza para ese Dios -comprensivo, acogedor, bueno, cariñoso,... (¡no hay otro!)-. Lo malo es que, siendo lo único importante -la ‘buena noticia’, el ‘eu’ ‘angelion’-, es lo que más nos cuesta creernos: ¡no nos fiamos ni de Dios!
        
"Una oveja descubrió un agujero en la cerca, y se escapó por él. Estaba feliz de haberse escapado. Anduvo errando mucho tiempo, y acabó desorientándose. Entonces, se dio cuenta de que estaba siendo seguida por un lobo. Echó a correr y a correr..., pero el lobo estaba a punto de devorarla. En ese momento llegó el pastor, la salvó y la condujo, de nuevo, con todo cariño, al redil.
Y, a pesar de que todo el mundo le instaba a lo contrario, el pastor se negó a reparar el agujero de la cerca."

Quizá el problema es que no nos fiamos de nosotros mismos, porque ¡nadie se ha fiado nunca! Al menos, Dios se fía de ti -aquí cada uno debe poner la persona o la palabra que le dé ilusión, confianza, apoyo, fuerza-, espera mucho de ti. Y siente que la Vida no tiene prisa, te da otra oportunidad, todas las que necesites. ¡Calma, mucha calma contigo! “Hoy es el primer día del resto de tu vida”, que decía Chéspir.


*  *  *  *  *  *

“VER, COMPRENDER Y ACEPTAR, SIN PRISA POR CAMBIAR” (ejercicio)

Mira estas dos columnas de mensajes: observa cómo los de la izquierda son ’mensajes inconscientes’, que nos han inculcado y nos seguimos diciendo; son destructivos, negativos, paralizantes; y reconoce lo parecidos que son a muchos que tenemos dentro desde siempre. ¿Encuentras muchos, que tú te repites o que te han dicho muchas veces?

Reconoce que los de la derecha son más realistas, objetivos, positivos; y que, si lográramos tenerlos y sentirlos así -en vez de los otros-, seríamos más felices. Habrá que irlos cambiando; pero, de momento, es cuestión de ver cuáles tenemos; sin prisa. ¡Si los vemos, los aceptamos y comprendemos -sin prisa-, cambiarán!

Para ser feliz, tengo que ser querido y apreciado por todos y, desde luego, por los que son importantes para mí.

Me gustaría ser querido por todos, pero la verdad es que no necesito que todo el mundo me aprecie; ni siquiera es imprescindible que me estimen los que yo quiero -aunque a veces me resulte duro-: lo importante es que yo me quiera y me valore.
Para poder estar a gusto conmigo, tengo que ser perfecto, plenamente competente y eficaz. Si no, no me aguantaría: ¡sería desastroso!
Realmente pretendo llegar a donde me propongo y ser competente; pero no puedo pretender no tener fallos para gustarme: acepto que soy un ser humano que se equivoca a veces.
Todos mis problemas tienen que tener una solución rápida; y, si no la encuentro ya, soy una calamidad: me tengo que reñir y culpabilizar.
Hay que admitir que casi todos los problemas tienen solución con el tiempo; incluso, si alguno no la tiene, sería bueno aprender a convivir con él, evitando que haga daño -a otros y a mí-.
Es terrible que mis planes no se realicen como yo los había previsto. Cuando las cosas me van mal, me siento un fracasado.
Es normal que me desaliente si las cosas me van mal, pero un fracaso no es el fin del mundo. Debo intentar evitar lo evitable, y soportar lo inevitable.
Cada vez que hago algo mal, tengo  que sentirme culpable y arrepentirme; y prometer no volver a hacerlo nunca más: ¡no puedo ser así! En el fondo me doy asco: ¡cambia ya!
Sentirse culpable, reñirse y castigarse -'darse asco'- no sirve de nada: voy a intentar aceptar seriamente la responsabilidad de mis actos y conocer mis errores, sin que me lleven a despreciarme a mí como persona.
Tengo que aceptar que mi felicidad depende de las cosas que me pasan: por eso, tengo que tener el control de todo lo que me rodea.
En parte, mi felicidad depende de cosas externas. Pero caigo en la cuenta de que la auténtica felicidad está en el modo en que yo reaccione a ellas y 'cómo me las tome'.
(Pon aquí otros mensajes destructivos que oigas dentro; ‘deberes pa casa’)

1’.- …………………………...
        ……………………….....
2’.- ……………………………
        …………………………...
  3’.- …………………………….
        …………………………...

(Intenta traducirlos tú mismo, a otros que pueden ser más realistas, positivos y constructivos para ti)

1’.-  ……………………………………………………
        …………………………………………………….
2’.-  ……………………………………………………
         ……………………………………………………
  3’.-  .…………………………………………………..
         …….……………………………………………..



*  *  *  *  *  *

De nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario, 
me pongas un correo a mi dirección:
 

fermomugu@gmaill.com