miércoles, 28 de septiembre de 2016

“El cielo y el infierno son cosa de este mundo”


De nuevo el trozo de evangelio que leíamos en la misa del domingo pasado me da pie para hacer una reflexión, que me parece importante, tanto para los cristianos, como para cualquier persona interesada por el humanismo y la interioridad. En él se podía leer:


(Lucas 16, 19-31) En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos esta parábola:
Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino,
y banqueteaba espléndidamente cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas,
y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico.
Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán.
Se murió también el rico, y lo enterraron. 
Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, 
vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó:
"Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta 
  del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas."
Pero Abrahán le contestó:
"Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males:
 por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces.
Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, 
 para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, 
 ni puedan pasar de ahí hasta nosotros." 


Esta parábola del ‘rico epulón y el pobre Lázaro’, como muchas parábolas de Jesús, se las suelen saber casi de memoria todos los cristianos, pero muy pocas personas entienden correctamente la ‘moraleja’ que Jesús quería que aprendiéramos. Normalmente se explican, totalmente al pie de la letra –cuando casi nunca el evangelio, como la mayoría de los escritos de ese tiempo, se pueden interpretar así–, y con un sentido y unos paradigmas exclusivamente religiosos y morales: los ricos-los pobres, Dios-el dinero, esta vida-el más allá, cielo e infierno.

Jesús, nos dice Lucas, se dirige a los fariseos, porque quiere que cambien sus concepciones religiosas, humanas y sociales. Ellos, los sacerdotes y los levitas eran ‘la gente bien’. Los influyentes, los bien mirados, normalmente ricos y poderosos. Y eran obsesivamente cumplidores de todas las normas de la religión tradicional: hacían todo ‘como Dios manda’, y así ‘cumplían con Dios’.

Consideraban que los pobres y enfermos, debían su situación a algún castigo de Dios, pues ellos o sus padres habrían hecho algo contra su voluntad. Y, como, por algún lado del Antiguo Testamento –sobre todo, los profetas– se decía que Dios quería que fueran, como él, misericordiosos y clementes, de cuándo en vez, daban limosnas a los pobres –aunque más por tranquilizar su conciencia, que por auténtica misericordia–. ¡Eran el ‘cumplimiento’ personificado!

Por eso insistían a los pobres, que se resignaran a su destino, que ésa era la voluntad de Dios, y que no lucharan por obtener mayores derechos, ni cambiar su desgraciada situación –un teólogo actual dice que hacer caridad y beneficencia con los pobres es prueba de una gran santidad, pero que criticar las estructuras injustas que generan pobreza es puro y malvado comunismo–.

Hace poco leí un artículo que equiparaba la santidad y la obra de la Madre Teresa de Calcuta con la de Monseñor Romero, en su entrega a los pobres. Con todo mi respeto, y sin querer entrar en detalles, considero que su vocación y su acción tuvieron muy poco que ver. A Madre Teresa le dieron el Pemio Nobel, mientras que a Monseñor lo asesinaron los que ostentaban el poder.

Y es que puede que hoy nos quede algo de esa concepción farisea de la vida y de la religión; vivimos esta vida con gran ‘bien estar’, con tal de dar alguna limosna –¿servirán las ‘cenas benéficas’?–; incluso es posible que las ‘bienaventuranzas’ se entiendan en este sentido: “Felices los que lo pasan mal en esta vida, porque en la otra saldrán ganando”, -u otra, todavía mejor- “Dichosos los que confían en los pasos de cebra, porque pronto verán a Dios”. Y no digamos, la fuente de todas: “¡El que se mete a redentor acaba crucificado!”

Otro tema importante es que, desde luego, en esta parábola simbólica y alegórica, no se puede deducir que ésas fueran sus creencias sobre el cielo y el infierno: Jesús usa ese escenografía, propia de su tiempo, por un lado, para denunciar que el que vive ‘por y para’ los bienes materiales es casi imposible que se entere de lo que es la verdadera felicidad; y, por otro, para que experimentemos que el amor es el único camino que conduce a la felicidad. Y es que realmente hay un abismo entre vivir para lo material, para el consumismo, para el aparentar, para el ‘bien estar’, ‘trabajar para vivir’, y vivir desde el amor, la comprensión, la sensibilidad, la solidaridad, el ‘estar bien’, ‘trabajar para vivir’.

Como sabemos –a poco que ‘traduzcamos’ a la vida, a la realidad, a la psicología, a la experiencia, el evangelio–, la concepción de Jesús es que nuestro padre Dios quiere que todos sus hijos vivan felices, tengan todos los derechos de hijos, de seres humanos, ya en esta vida. Y, por eso, los cristianos no podemos consentir una sociedad injusta, llena de marginaciones y pobrezas, no queridas por Dios, esperando que Dios arregle las cosas en el más allá. Los cristianos, como hizo Jesús, tenemos que intentar que este mundo sea cada vez más ‘El Reino’ que Dios quiere: que todos los seres humanos puedan vivir con la dignidad de hijos de Dios y se comporten como hermanos los unos de los otros.

Por eso, el tema del más allá, del alma, de la muerte y la resurrección, tanto la de Jesús como la nuestra, es complicado, difícil de entender y de explicar. Me gustaría dar algunos elementos, para una posible comprensión, que nos ayudara efectiva y afectivamente en nuestra vida normal.

Conviene empezar diciendo que no siempre que se habla de ‘resurrección’ o de ‘resucitados’, se trata de una existencia después de la muerte, de algo perteneciente al ‘más allá’, sino de una actitud, una manera de ser y de vivir, ya en esta vida. Recordemos lo que decía la Santa de Ávila: “El que vive desde el amor está ya en el cielo, y el que vive sin amor ya está en el infierno”. Puede ser una primera pista útil.

En prácticamente todas las religiones, y en muchos caminos de búsqueda de la espiritualidad, se escuchan palabras y frases parecidas: Iluminación, despertar, renacer, grano que muere, por la cruz a la luz, oscuridad de túnel con una luz al final, se valora lo que se pierde, el mejor maestro es el dolor, nadie puede enseñar mejor que los propios errores.

Como decíamos antes, el abismo terrible –e infranqueable– está en este mundo: al mirar a nuestro alrededor, solemos encontrarnos dos tipos de personas: los que tienen por objetivo ser amable, servicial, bienqueda, sin criterios inmutables, un poco veleta, dependiendo de si te ven o si te pillan, si trae consecuencias molestas para tu ‘bienestar’. Y los que mantienen una postura de corazón y un comportamiento honrado, coherente, auténtico, solidario, comprometido, sensible, compasivo, empático, fiel, de fiar, incorruptible. Y, normalmente, no es fácil pasarse de un colectivo al otro: realmente los separa un abismo enorme.

Para explicar el porqué de esta diferencia tan abismal, no podemos olvidar que la mayoría de nosotros hemos sido educados, tanto en la familia, como en la escuela, como en la iglesia, con mensajes como: “Trae, que tú te vas a cortar”, “Nadie te va a querer como yo”, “No sé que va a ser de ti el día de mañana”, “Obedece y no te equivocarás”, “Siéntate como Dios manda”, “Esto siempre se hizo así”, “Serás feliz, cuando todo el mundo esté feliz contigo”, “Si no eres perfecto, mamá –o Dios– no te querrá”, “La letra con sangre entra”, “Quien bien te quiere te hará llorar”, “Los hombres no lloran –no sienten–”.

Y otros –muy pocos, por desgracia–, por el contrario, han tenido la terrible –e inexplicable, al menos, para mí– suerte de introyectar, desde pequeños, otro tipo de mensajes: “Tú eres el protagonista de tu vida”, “Como no sabía que era imposible, lo hizo”, “Nena, tú vales mucho”, “Tú sacarás adelante todo lo que te propongas de verdad”, “Tú haz lo que te parezca honradamente que debes hacer, y no mires a los demás”, “Si eliges, te puedes equivocar; si no, ya te has equivocado”, “Tú sé fiel a ti mismo, a tu conciencia”, “No hagas las cosas sólo porque lo hace así todo el mundo”.

También es de gran influencia para todas las actitudes y comportamientos vitales la concepción que se haya recibido de la religión y de Dios –incluso, yo creo que para las personas que no se tienen por religiosas–: Dios como un ser lejano, justiciero, dictador y caprichoso, enemigo del ser humano, fuera y lejos de nosotros. De ahí, la preeminencia de la pasión, el dolor, el sufrimiento, el sacrificio, la abnegación, la cruz y el mérito propio. Y de ahí también, el enorme –y comprensible– rechazo de tanta gente de nuestra cultura a todo lo que se refiera a esta ‘religión’.

O Dios dentro de nosotros, amigo del ser humano, padre que quiere lo mejor para sus hijos. Y, por ende, la bondad del placer, la satisfacción, la realización personal, la plenificación propia, el cultivarse a sí mismo –esa semilla de vida divina que llevamos dentro–, ser sincero, auténtico, coherente, ser fiel a lo mejor de sí mismo.

El que vive en el grupo primero dará mayor importancia a la norma, al cumplimiento, a los actos, culto, templo, ley, mandamientos. Mientras que el del segundo se ocupará de las bienaventuranzas, las actitudes: amor, paz interior, sensibilidad, solidaridad, compromiso.

Como decía, llegan a ser dos maneras diferentes –por no decir, contradictorias– de ser y de vivir: unos ven el sol, e imaginan un huevo frito; otros ven un huevo frito, e imaginan un sol; unos ven una persona, e imaginan un enemigo del que defenderse o un objeto que usar; otros, reconocen a un hermano al que ayudar; unos ven la vida y el futuro como un peligro, mientras que los otros la ven –incluso el riesgo y el peligro– como una oportunidad. “Que el pasado sea para vosotros un mapa, pero no un guía”, escribía lúcidamente el gran Kalil Jibran.

Igualmente, se valoran dos dimensiones diferentes en casi todo: el poder, tener, brillar, influir, lo que se ve, lo medible, rentable, útil, pragmático, crematístico, tasable, comprobable, útil: “Tanto tienes, tanto vales”; “La música es el ruido menos desagradable”, decía Napoleón; “Este cuadro lo podría haber pintado mi nieto de 4 años”, suele decir alguien que no entiende nada de arte abstracto, aunque se siente con derecho a juzgarlo.

Los ‘otros’ buscan y saborean lo sensible, bello, gozoso, intangible, transcendente, ético, humano, eterno –el concepto viene de la palabra griega ‘a ionion’, sin tiempo, de otra era, de otra dimensión–, profundo, emotivo, armónico, poético, estético. “Es verdaderamente útil, porque es bello”, decía ‘El Principito’ de Antoine de Saint-Exupéry; y por ahí va la tan controvertida –y muy mal usada– frase de Jesús: “No podéis estar al servicio –tener como objetivo final, vivir para, caminar en dirección– de Dios y del dinero”.

Para unos el amor es una cualidad ‘esencial’ –que se ‘es’–, una actitud, una postura de corazón, de desinterés, desapego, altruismo, escucha, empatía, compasión: “El amor está por encima de los sentimientos”, decía Antonio Blay. Recuerdo una entrevista al viejo Cardenal Carles, en la que contaba que, ya de mayor, le comentó un día su madre el miedo que pasaba, cada vez que él –deportista y alpinista– hacía la mochila para salir de acampada. Le preguntó, curioso: “Mamá, ¿cómo no me dijiste nunca nada de eso?”. Y ella –cumpliendo, a la casi imposible perfección, el principio de Blay– le contestó: “Hijo mío. Yo no quería que, además de las cuerdas y los pioléts, y todo el peligro que llevabas en tu aventura, tuvieras que cargar con mi miedo en tu mochila”. ¡Chapó!, ¡sin comentarios!

Hay una frase ‘muy bonita’: “La medida del amor es el amor sin medida”. Pero yo suelo decir que, cuando Jesús nos avisa “Amarás al prójimo, como a ti mismo”, no nos manda nada, sino que nos quiere advertir de que “La medida –calidad– de tu amor será la misma para todos: pareja, hijos, madre, Dios, tú”. No podemos amar a la pareja con un amor 10 –o a Dios–, y con amor 4 a la suegra o a la vecina. Incluso –y lo primero, lo más importante– a ti.

‘Los otros’ –los ‘no resucitados’, no profundos, no sensibles– no admiten esto, y piensan que el amor es ‘relacional’ –‘se tiene’–: tener amor a alguien, tener ‘un amor’, hacer el amor; pero eso es ‘querer’ –para mí–, es un sentimiento de cariño, atracción, ‘egoísmo’; en definitiva, de posesión, dominio y exclusividad; por eso, no respeta, no da libertad, no deja volar.

Para aquellos, el Amor es una actitud, una postura del corazón, que no cambia según el ‘objeto’; para éstos, es un sentimiento, algo que me produce lo de fuera, y cambiará según qué o quién sea: cariño, afecto, atracción o rechazo, desprecio, aversión.

Hay un experimento bastante comprobado que demuestra que, cada 15 años más o menos, el cerebro elimina las neuronas que no hemos usado en ese tiempo. Por eso, si no ejerces, entrenas, usas las de una cualidad, te vas incapacitando para ella. Todos conocemos personas que son incapaces de disfrutar una buena música, una buena poesía, una buena conversación. Ya lo decía hace muchos siglos el profeta Ezequiel, y luego lo repetía con más fuerza el mismo Jesús: “Ojos tienen y no ven; tienen oídos y no oyen”, Ezequiel 12, 2.

Acabo con un cuento del genial jesuita Tony de Mello, que titula “El montón de piedras”: Un pescador va de madrugada hacia el río. Aún noche cerrada. Quiere aprovechar la mañanada. Se sienta con todos sus aparejos cerca de la orilla. Hasta que se empieza a ver, se entretiene lanzando pequeñas piedrecitas, de un montón que encuentra a su lado. Escucha el sonido del contacto de las piedras con el agua, y va haciendo cálculos del caudal, la distancia, la fuerza. Cuando comienza a ver, descubre que las piedras del montón, ya mediado, ¡son valiosos diamantes!

Aquí acaba el cuento. El final puede depender de ti. ¿Tú qué harías? ¿Desesperarte por haber perdido medio montón? ¿Alegrarte –pasado el susto y decepción primera–, celebrar y sacar jugo al medio montón –tesoro inmenso– que te queda?

“Hoy es el primer día del resto de tu vida”, Shakespeare; tú puedes caminar en la dirección que prefieras: puedes hacer de tu vida lo que te parezca; puedes caminar en la dimensión y dirección que quieras. Puedes sobrevivir, vegetar, pasar por la vida sin pena ni gloria; y puedes vivir a tope, estar satisfecho de ti, ser genial, ‘especial’, humano, divino.

¿Quieres venir ya al cielo? ¡Pues, anda! Pero no vengas solo. ¡Convence a alguien majete, que te acompañe!




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domingo, 18 de septiembre de 2016

¿Te hace feliz tu esposa?



En cierta ocasión, durante una cena de amigos, le preguntaron a un Hombre:
          - ¿Te hace feliz tu esposa? ¿Verdaderamente te hace feliz?

En ese momento, la esposa levantó ligeramente el cuello en señal de seguridad, sabía que su esposo diría que sí, pues él jamás se había quejado durante su matrimonio. Sin embargo, el esposo respondió con un rotundo:
- No ... no me hace feliz.

Y, ante el asombro de la mujer y de toda la audiencia, continuó:
          - “Ella no me hace feliz ... ¡Yo soy feliz!

El que yo sea feliz o no, no depende de ella, sino de mí. Yo soy la única persona, de quien depende mi felicidad. Yo determino elegir la opción que más me ayudará a ser feliz, en cada situación y en cada momento de mi vida; pues, si mi felicidad dependiera de alguna persona, cosa o circunstancia sobre la faz de esta tierra, yo estaría en serios problemas. 
Todo lo que existe en esta vida, cambia continuamente: ... el ser humano, las riquezas, mi cuerpo, el clima, los placeres, etc. Y así podría hacer una lista interminable. A través de toda mi vida, he aprendido algo:
 
YO ELIJO Y DECIDO ser feliz. A lo demás lo llamo 'experiencias': querer, perdonar, ayudar, comprender, aceptar, escuchar, soportar, consolar.

Hay gente que dice:
‘No puedo ser feliz ... ‘porque’ estoy enfermo, porque no tengo dinero, porque alguien me estafó, porque me robaron, porque hace mucho calor, porque estoy solo, porque alguien me insultó, porque alguien ha dejado de amarme, porque alguien no me valoró...’

         Pero lo que no saben es que ¡PUEDES SER FELIZ!, aunque haga calor, aunque no tengas dinero, aunque estés enfermo, aunque te hayan robado o estafado, aunque estés solo, aunque alguien te haya insultado, aunque alguien no te haya amado, te haya despreciado o no te haya valorado.”


La vida es como andar en bicicleta: te caes, sólo si dejas de pedalear. Nadie puede sujetarte el sillín.

La pareja ideal no es la que te hace feliz, sino la persona con la cual puedes llegar a lo mejor de ti mismo, mejor que con cualquier otra o que tú solo.

Lo importante no es tu relación con tu pareja, ni con tu madre, ni con tus hijos, ni con tu trabajo, ni con Dios. Lo único importante es tu relación contigo, mientras estás con tu pareja, ante la figura de tu madre o delante de Dios.

Las cosas y las personas -‘circunstancias’- pueden darte alegrías, disgustos, consuelos, enfados. Pero nada ni nadie fuera de ti puede darte ni quitarte un punto de felicidad.

Siempre se suele identificar la felicidad con ‘tener’: dinero, salud, éxito, juventud, posibilidades, cultura, trabajo. Pero nada que ‘tengas’, incluso ‘un amor’, te hace feliz.

En el fondo, todo lo que tienes -personas y cosas- te impide ser feliz, por el miedo que te da perderlo. Eso es lo que llaman ‘el apego’. El que es feliz es ‘porque’ es amor, es libre, es él mismo, lo mejor de él mismo.

Ser feliz es un modo de ‘ser’, una actitud ante la vida, caminar hacia unos valores, que cada uno elige y decide adoptar, para que rijan su vida. Jesús eligió el amor: ser amor, como Dios -el nombre es lo de menos, y todo lo que no sea amor no puede ser llamado Dios-. Y, desde todas las ideologías, se busca esto mismo: ser humano, ser libre, ser profundo, ser feliz, ser amor.

Si no ‘eres esclavo del amor’, tu vida será esclava de mil manías, complejos y obsesiones; y seguirás buscando ‘fuera’. Ama lo mejor de ti mismo, y ese amor irá contagiando felicidad.
 
Hace poco, oí un anuncio -no recuerdo de qué- que decía: "Cuando entres en un ascensor, da tú al botón que quieras ir; si no, alguien lo dará por ti".



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domingo, 4 de septiembre de 2016

Queridos Olímpicos:


Queridos y admirados Rafa, Carolina, Pau, Ruth, Marc, Mireia, Carlos, Alba, Saúl, Lydia, y un buen grupo de personas que habéis logrado traer de Río una medalla para España. Dentro de ese querido, admirado y envidiado grupo incluyo a muchísimas personas que no han traído medalla, y otro, aún mayor, que ni siquiera tuvo la fortuna de poder representarnos en estos últimos Juegos Olímpicos. Algunos pocos ganáis bastante dinero, otros justo para ‘ir tirando’, otros muy poco: casi una vergüenza.

Sois grandes deportistas, no cabe la menor duda. Pero yo quiero felicitaros y daros una inmensa enhorabuena -y me atrevo a daros un gran abrazo-, porque me he convencido de que sois unas personas de una categoría humana fuera de lo común.

Sin embargo, la mayoría de espectadores y de oyentes se queda con vuestras medallas, con vuestros éxitos, con vuestros resultados. Yo quiero hacer una reflexión -al tiempo que felicitaros grandemente- por lo que me resulta terriblemente espectacular de todos vosotros.

Hay dos aspectos que llaman especialmente mi atención. Uno es la conducta disciplinada, constante, sacrificada, esforzada. Y otro es las actitudes profundas, los valores primordiales de vuestros caracteres: generosidad, humildad, compromiso, ilusión.

Más que en vuestras propias declaraciones, en las de vuestros entrenadores, familia y amigos, se ve inmediatamente que ‘sois personas’. Que sois buenas personas. Que sois personas humanas. Generosos, solidarios, amables, agradecidos, humildes, comprometidos, serenos, maduros, equilibrados, coherentes.

Contagiáis bondad, alegría, ilusión. Sin entrar en las acciones y organizaciones que habéis fundado -o colaboráis, dentro de vuestras posibilidades-, en beneficio de los menos afortunados. Me encantaría que fuerais ejemplo real y contagioso de vida a imitar, más que un objeto de simple y cómoda admiración.

Y eso, ¿cómo se logra? ¿Por genes, por entrenamiento, por contagio, por suerte, ‘por narices’? Para mí, esa es la pregunta por excelencia, que no sé resolver. Creo que de las pocas, para las que no tengo o me sirve alguna solución. ¿Por qué Juan es una maravilla de persona, admirable y envidiable en todos los aspectos, y es una gozada estar con él, mientras que su hermano Pedro -dicen sus padres-, educado igual, con las mismas oportunidades y circunstancias, es un pobre egoísta, amargado, quejoso, sin madurez, motivación ni sonrisa, con quien casi todo el que se encuentra no acaba de estar contento?



Los éxitos -los deportivos y los de cualquier campo personal- exigen una serie de esfuerzos, sacrificios, constancias, ilusiones, fidelidades, disciplina, forma de vida, manera de ser, aprendizajes, rutinas, obediencias, escucha, capacidad de aguante, concentración, esperanza, confianza, dejarse guiar, que no son fáciles de imaginar. ¡No digamos nada, de ejecutar!

Recuerdo que Carolina Marín respondía a quien le preguntaba cuánto le había supuesto esta primera medalla de oro olímpico para el bádminton español: “¡9 años!” ¡Se dice pronto! Salir de su casa de Huelva a los 14 años, y dedicarse a no hacer otra cosa que entrenar, entrenar y entrenar. Gimnasio, dieta, horarios,  raqueta, carrera, pesas, técnicas, renuncias, renuncias y renuncias.

 “¡Pues eso a mí no me merecería la pena!” “Pues a usted, no. Porque usted y yo somos de otra pasta, de otra alma, de otro espíritu, de otros ideales, estamos en otra onda, hablamos otro idioma, vemos y vivimos otra realidad. Pero hay mucha gente a quien sí. ¡Se puede vivir otra vida!”

Nuestros maravillosos deportistas son seres de otro planeta. Como tantos pianistas, catedráticos, velocistas, madres, misioneros, artesanos, militares, malabaristas, investigadores, enfermeros, trapecistas, escritores -famosos o desconocidos-. Incluso yo llego a pensar que tú o yo, si, desde los 5 años, con cierto interés y sensibilidad por una actividad, hubiéramos metido 10 horas diarias a practicar ese arte, no tendríamos nada que envidiar a Nadal, o a Goya, o a López Ibor, o a Paco de Lucía, o a Induráin, o Beethoven, o a Newton, o a Einstein. Dedicación, esfuerzo, entrenamiento, vocación, constancia, seguridad.

Recuerdo que Paco Martín Abril, afamado periodista y escritor vallisoletano, y amigo, me contaba que una vez, en una situación un tanto complicada y barroca, que le preguntaron cuánto le costaba preparar una conferencia, contestó: “¡Toda la vida!”. Me pareció genial: cualquier cosa importante que quieras conseguir realmente -desde la madurez, la pericia, la experiencia, la sabiduría, la libertad, la paz interior, hasta vivir el auténtico amor- te exige ‘toda la vida’. Por otro lado, hace poco leí en una estadística del CIS, que el 25 % de los jóvenes españoles de 20 a 30 años, ni trabajan ni estudian. Y basta con tener los ojos y los oídos abiertos, para ver el actual panorama juvenil.

Los que trabajamos en el campo de la educación -más cuanta mayor vocación tenemos- nos solemos asustar de la falta de valores de los jóvenes actuales. (No solemos quejarnos: la auténtica vocación educativa no te lleva a quejarte. Más bien lleva a intentar inyectar en ellos los mejores valores posibles. A que puedan sentirse protagonistas de su propia maduración y crecimiento. A veces, los que más se quejan -profesores y padres-, no lo hacen desde una auténtica vocación, sino desde la molestia y falta de comodidad y facilidad que esa ausencia de valores provoca.) Y nos preguntamos qué estará fallando hoy -y desde hace 40 años-, para que los jóvenes sean como son: “ni, ni, sin, sin”.


Y sería demasiado fácil echarles a ellos la culpa. ¿Qué valores y principios, qué ‘maneras de proceder’ han mamado en la infancia, han respirado en la familia, les ha inculcado la sociedad, y han recibido en la escuela y en los medios de comunicación?


Quiero acabar intentando ser positivo: todos vosotros, queridos ‘amigos’ olímpicos, personas y personajes que habéis hecho de vuestra vida algo muy importante, ¿qué consejos darías a vuestros hermanos menores? ¿Qué nos aconsejaríais a padres y educadores, para que logremos hacer algo grande de las personillas con las que tratamos, las que dependen en algo de nosotros?

En primer lugar, ¿cómo eliminar de estas nuevas generaciones la inseguridad, el vacío, el sinsentido, el miedo, la culpa, la ausencia de motivación? Porque mi experiencia es que les hemos contagiado demasiado egoísmo, desequilibrio, inseguridad y exigencias desde el agobio y el desequilibrio.

¿Deberemos no darles todo hecho? ¿Educarles desde la autoestima, la ilusión, los retos, las metas y los ideales? ¿Deberíamos comenzar con creer en ellos, contagiarles confianza, esperanza y amor? Acabo con un cuento, que me encanta.

Un hombre rico, muy aficionado a los caballos, va con su hijo de cinco años a contratar a un escultor, para que le inmortalice a su caballo preferido. Acuerdan tamaño, tiempo, precio. El niño no puede apartar la mirada del bloque de mármol. En el tiempo convenido, vuelven los dos para ver el resultado de la escultura, ya terminada, brillante, perfecta. El niño no puede dejar de mirar asombrado la obra maestra: el precioso caballo, en piedra, vivo, con los ojos saltones, las patas finas y estilizadas, las elegantes crines, todos los detalles perfectos. En el coche, de vuelta a casa, dice el niño a su padre: “Papá, ¿cómo sabía ese señor que el caballo estaba ahí dentro?”

Hace tiempo leí que un psicólogo escribía: “Un niño llega a ser lo que las personas de su referencia esperan realmente de él”. Quizá ésa sea la fórmula para que nuestros infantes lleguen a ser algo maravilloso: hacerles sentir que vemos esa maravilla dentro de ellos, y estamos convencidos de que van a conseguir realizarla.



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