jueves, 8 de diciembre de 2016

“La felicidad es una actitud y viene del interior de la persona.”


Un hombre rico va con su hijo a encargar a un escultor una estatua de su caballo preferido; negocian el tipo de piedra, el tamaño -ven un bloque de mármol-, el precio y el tiempo. El niño va mirando todo con los ojos como platos. Pasado ese tiempo, van a dar el visto bueno a la esperada escultura. Ven la obra de arte terminada, paga el padre, y queda el escultor en hacérsela llegar. En el viaje de vuelta, el niño rompe su silencio expectante y le dice a su padre: “Papá, ¿cómo sabía aquel señor que este caballo estaba allí dentro?”

La educación, como la escultura, es una obra de arte. Algún castizo dijo: “Es muy fácil esculpir. ¡Es simplemente, quitar lo que sobra!”. Lo primero que hace falta es una mirada especial; una mirada de artista. Para educar hay que tener fe, esperanza y amor no sólo a Dios, sino al hijo, al alumno. Y para eso, hace falta tener fe, esperanza y amor en uno mismo: ¡nadie da lo que no tiene!

Tenemos que haber experimentado un descubrimiento que se vaya vivenciando muy poco a poco; una idea que cada vez más sea una experiencia envolvente, que se viva desde las tripas: que Dios -la Vida, el Amor, la Energía, porque el nombre o la idea no importa aquí- ha tenido fe en mí; que hay ‘alguien’ que siempre ha visto en mí una posibilidad de persona plena, libre y feliz.

Hay dos formas de buscar la felicidad, tanto psicológica como religiosamente, de las que hemos hablado ya; la postura ‘burro’ y la de ‘pozo’. Nos han educado en la postura del burro que persigue eternamente la lechuga que lleva colgada con un palo un metro delante; buscamos siempre fuera: amor, mimos, aplausos, éxitos; tenemos que merecer, agradar, ganar, complacer -‘y, si es sin placer, mejor’-; incluso con Dios. Hacemos cosas, por ‘hacer’; muchas veces, es por huir de nosotros mismos; como no nos queremos ni aguantamos, no nos tratamos ni queremos conocernos, y la soledad suele resultarnos horrible.

Y lo que Dios quiere no es lo que hacemos, sino lo que somos. Y que empecemos por reconocer ese amor dentro de nosotros mismos. Que veamos ese caballo ganador que Dios, creador y padre amor, ve en nuestro interior y en el de los demás: a quienes sólo podremos cuidar, amar y hacer felices, si nosotros nos queremos, cuidamos y hacemos felices. En el fondo, sólo ‘contagiamos lo que somos’. “Una vida sólo es madura y fecunda si ‘se pierde’ media en encontrarse con uno mismo, para poder darse, en la otra media, a los demás”, escribe Antonio Blay Foncuverta. Y en otro momento: “Voy a intentar llevarme bien conmigo; los demás, también, saldrán ganando.”

Hay épocas en que nos sentimos más un bloque de piedra, sin pulir; que no podemos gustar a nadie; que tenemos que colocar una grúa debajo para podernos levantar y no aplastar a nadie, incluidos nosotros; que tenemos que pintarnos de purpurina para poder agradar y complacer; que tenemos que ‘hacer’ muchas cosas ‘para’ ser queridos. Y nos pillamos queriendo quedar bien, intentando hacer méritos, pretendiendo llamar la atención o caer bien. Tanto con los demás, como con Dios.

¡Qué poca gente hay que se sienta amada, agradecida, regalada, privilegiada, digna, útil, hija! ¡Cuántas veces queremos volver a nuestras seguridades, a posiciones de pequeño poder, éxito y prestigio; a nuestros recursos para quedar bien y sentirnos buenos chicos que cumplen con lo que se les manda!

Y no podemos vivir a medias; no nos conformemos con vegetar; no debemos buscar las seguridades de nuestros ‘actos’ buenos que buscan recompensa fuera. Tengamos la ‘actitud’ de sabernos ‘pozos’, que tienen dentro el manantial de agua pura y fresca. Y dediquemos tiempo y energía a desatrancar ese pozo, a cultivar nuestro jardín.

Desde esa perspectiva, la Encarnación -“El Verbo se hizo carne”- no debe contemplarse como un acontecimiento pasado, que sólo afectó a María; Dios sigue enviando hoy mensajeros al mundo, para que todo el que quiera deje a Jesús encarnarse en él. Tenemos la oportunidad de copiar a María y prestar nuestro vientre, nuestra vida, nuestra circunstancia concreta, para que Dios, el amor, la vida y felicidad plena, empiece a crecer dentro de nosotros. No tengo que ‘hacer’ nada, porque necesite probarme ni ganarme nada; sino que, si me quiero y aguanto a mí mismo, si me conozco y me cultivo, sentiré que mi vida es un regalo del amor, que se empequeñecería si me la guardara para mí. Sentiré que, dentro de mi vasija de barro, hay un tesoro que me llena tanto, que tengo que repartirlo para que no se me estropee: si me amo a mí, me saldrá amar. (Y, si no me amo a mí, lo que haga no será auténtico amor.)

La mayoría de los cristianos vivimos la Navidad como una fiesta de familia, de alegría, de comer y beber, de pasármelo bien yo, sin pensar si la abuela está sola, o si el vecino no tiene para cenar. Incluso ponemos el ‘nacimiento’ y cantamos ‘villancicos’, con lo que nos creemos que estamos celebrando las fiestas cristianamente.

“¿Sabes por qué los de Lepe meten el nacimiento en el microondas? ¡Para a-dorar al Niño!”. Es un chiste muy malo, pero tiene mucha moraleja. La mayoría de los cristianos adoramos el pesebre, con buey y mula incluidos, rezamos antes de cenar, incluso vamos muy devotos a ‘La Misa del Gallo’. Pero nuestra conducta, nuestra vida, cómo nos portamos con los demás, nuestra conducta se parece muy poco a la de Jesús o María.

La Encarnación es un reto para cada uno de nosotros; ser cristiano no es adorar a Cristo, sino 'revivir' a Cristo: prestar a Dios nuestro cuerpo, nuestra situación, nuestra personalidad para que se meta, para que haya más amor, más vida, más Dios a través de nosotros. No es cuestión de dejar a Dios que entre -¡que también!-, sino de ‘dejarle que salga’: darle a luz. No hacer cosas para él, sino dejarle que haga cosas en, por, a través de nosotros. Y, claro está, los primeros beneficiados somos nosotros.

Hay otro ejemplo que me parece muy significativo. Estudiando la neurofisiología femenina, enormemente compleja, una cosa pequeña me llamó mucho la atención. No quiero entrar ahora a discutir si las mujeres son más complicadas o más listas que los varones. Lo que sí es claro es que el cerebro femenino tiene un 'suplemento especial', para todo el mecanismo complicado del embarazo.

Regula la ovulación, la menstruación, la fecundación, la anidación, la placenta, la dilatación, el parto. Y, tras el parto, la lactancia. Y me quedo con esto: la producción de leche se realiza por un sistema de lo más simple. Si el niño succiona el pezón, se genera más leche; si el niño no mama, se para la producción.

¿A qué viene esto? Pues a que lo mismo que con el pecho pasa con el pozo. Si alguien bebe el agua de su pozo, de su manantial, éste mana, crea nueva agua, puede estar eternamente saciando su sed. Si alguien nunca usa su pozo, si siempre ha estado bebiendo de fuera; si ha usado todo tipo de botellas, pero no se ha podido asomar a su propio pozo, es normal que no vea dentro más que piedras, maleza, barro, basura y un olor putrefacto. Ni siquiera sospechará que allá debajo pueda haber nada parecido a agua.

Si bebes de tu pozo, cada vez tendrás más agua. Si no lo usas, es normal que creas que no puede haber nada bebible. “A aquel que me siga -el que se fíe de esto- le brotará de su interior un torrente que le llegará hasta la vida plena.” “Si bebes de otros pozos, siempre tendrás sed; el que beba del agua que yo -Dios en ti- doy, no volverá a tener sed.”

Otro ejemplo que he usado más veces: si ahora os digo que tengo que ir a toda velocidad a la estación a coger el tren hotel para Madrid a las 22:15, seguro que encuentro 40 que me quieran llevar. Pero ¿encontraría alguno, si pido las llaves ‘porque quiero llevar yo el coche’? Hacemos mil cosas por Dios; pero, ¿dejamos a Dios que haga con nosotros lo que quiera? Y, se supone que ‘sabemos’ que Dios quiere lo mejor para nosotros; que sabe conducir mejor que nosotros; que es quien mejor conoce mi camino para la felicidad; que puede sacar de nosotros lo más suyo,lo mejor; ¿dejamos espacios vacíos en nuestra vida para que pueda venir Dios a tomar lo que le guste?

Aquello de: "¿Por qué los de Lepe -¡otra vez los pobres de Lepe!- dejan una botella vacía en el frigorífico. Por si viene alguien que no quiere tomar nada". También tiene moraleja: si vas a una casa, es muy fácil que te hagan tomar -o hacer o sentarte o hablar o ver la tele- lo que mejor les parece a ellos que hagas; te resultará muy difícil que te dejen hacer lo que a ti te apetece más.

Casi todo el mundo te escucha, te hace favores o te aconseja, sin ‘ponerse en tus zapatos’. Casi nadie quiere -puede, sabe o intenta- perder el protagonismo -dejar el yo- y escuchar lo que tú sientes, o intuir lo que tú necesitas. Casi todos estamos dispuestos a servir, pero no desde el amor-pasividad-escucha-entrega, sino desde el activismo egoísta. Ahora, que no se lo digas a nadie, porque ¡te corren a boinazos!

En un momento de la terapia que hice, yo como paciente con un buen psiquiatra amigo mío, me dijo: “¿Te das cuenta de que estás al lado de una fuente pidiendo de beber a todo el que pasa?”

Incluso tenemos la experiencia de que, las veces que hemos abierto nuestro interior, ha salido demasiada porquería. Es como esas casas nuevas o en una que han cortado el agua. Abres los grifos, y sale un agua horrorosa: marrón y con gran cantidad de aire que te pone perdido si te acercas. La primera tentación es cerrar el grifo y beber de una botella de Mondariz o Fontbella o Lanjarón. Y lo que hay que hacer es ‘dejar correr’: esperar y esperar. Incluso se puede ir uno un rato a otra habitación. Cerrar la puerta para que no nos manche a nosotros ni asuste a nadie que lo pueda ver. Pero deja correr, y verás como, al cabo de un rato, sale clara.

Estamos demasiado acostumbrados a no dejar salir ninguna porquería. Nos tememos que dentro de nosotros no haya agua clara, sólo haya basura. Nos han dicho y nos hemos creído que, cuanto más al fondo lleguemos, más sucio será. Ése es el gran miedo, consciente o inconsciente, que nos paraliza y no nos deja lanzarnos a escuchar a nuestro corazón. Vivimos desde el miedo, la inseguridad y la culpa.

Otra experiencia personal -aunque esta vez no es real sino alegórica-: en un momento de una oración muy especial, sentí que el Señor Dios, se dirigía a mí con la mayor solemnidad. Y me decía algo así: “Fernando, mi hijo querido, hace tiempo que te veo actuar con las personas que te piden ayuda; veo que lo haces muy bien y la gente te quiere y está contenta contigo. Además, siendo psicólogo, tienes brillantes habilidades de ayuda y dedicación a los demás. Ahora que te replanteas cómo vivir mejor a mi servicio, te voy a encomendar una misión especial; una tarea que quiero que la consideres prioritaria. Hay una persona a quien quiero que ayudes, que la quieras, que la conozcas a fondo y la trates bien; es muy querida para mí y está un poco sola. Quizá sea un trabajo poco brillante, incluso puede ser mal visto por mucha gente; quizá prefirieras dedicarte a otros trabajos más vistosos y alabados. Pero te digo de verdad que, si tú no te ocupas de esta personilla que tanto quiero, si no me la cuidas tú, no tengo a nadie más que me lo haga.”

Yo me sentí muy halagado y le pregunté ilusionado el nombre de esa persona que su Dios me la quería encomendar a mí. Y sentí muy dentro que mi amigo Dios me decía: “Se llama Fernando Moreno Muguruza”. ¡Me hizo polvo! Hubiera preferido ‘ayudar y consolar’ a cualquier otra persona -mejor siempre ‘otra’, joven y linda-. Yo me atreví a decirle: “Señor, pero yo me tengo que entregar a los demás; siempre he querido dedicarme a los más necesitados, los más tristes y solos”. Y sentí que el Señor Dios, me decía sonriendo con cariño: “Ya sabes, mi niño, que nadie da lo que no tiene. Si no sacas las fuerzas del fondo de tu corazón, donde vamos a hacer nuestro nido, estarás siempre temiendo encontrarte contigo mismo; si no te encuentras a gusto contigo, necesitarás inconscientemente huir y no estar solo; el darte a los demás no será provechoso ni para ellos ni para ti; no darías amor, porque tus actuaciones no nacerían de nuestro amor, de tu calma y felicidad, sino de una huida de ti mismo que, a la larga, produce activismo, perfeccionismo y, en el fondo, amargura e insatisfacción”. Quizá, después de esta alegoría anecdótica, puede quedar un poco más claro lo que os quería decir.

Y otra anécdota personal: poco antes de morir mi madre, le tuvimos que poner un gotero. Una hermana mía enfermera le puso el catéter, y yo colgué el frasco de suero en el único clavo que había en la pared, para lo cual, tuve que quitar el crucifijo. Ese mismo día, por la noche, le di la extremaunción. Y, al ver la pared, se me ocurrió decir a mis hermanos, que el ejemplo de nuestra madre nos podía ayudar a que nuestra religión no nos dejara quedarnos mirando el cielo, como los discípulos tras la ascensión, adorando un dios de madera, estático y paralizante; sino que fuéramos como el frasco de suero, que da vida y refrigera, que ayuda a vivir y alivia la enfermedad y la muerte.

El Dios de Jesús no es un dios de muertos, sino de vivos; no está sólo en el cielo ni en los altares; quiere estar, sobre todo, dentro de nuestro corazón. Por eso el misterio de la Encarnación, la celebración de la Navidad es reconocer que, si queremos ser cristianos, deberíamos ser otra María que da a luz a Dios, otro Jesús que dedica su vida a curar, sanar, ayudar, alentar, animar. Aunque suene muy fuerte, me gusta decir que todo ser humano está preñado de Dios.

Y, como cualquier embarazada, no tengo que ‘hacer’ nada para que nazca bien el niño. No tengo que hacer nada especial 'para cuidarle a él', ni porque necesite probarme ni ganarme nada; sino que, si me quiero y aguanto a mí mismo, si me cultivo y maduro, si me cuido y llevo una vida sana para mí, sentiré que mi vida es un regalo del amor, que se empequeñecería si me la guardara para mí y unos pocos. Sentiré que, dentro de mi vasija de barro, hay un tesoro que me llena tanto, que me surge -no ‘tengo que’- repartirlo para que no se me estropee. El gran Kalil Jibran escribía: "Si una madre no quisiera dejar salir el fruto de sus entrañas, moriría ella, y lo mataría a él". Si me amo a mí, y me siento amado, seré fecundo, me saldrá naturalmente amar, pasaré, como Jesús, 'haciendo el bien'. Y, si no me amo a mí, lo que haga no será amor.

Que no vivamos más desde el miedo y la culpa, desde el querer escapar de nosotros, sino desde ese amor -sentido primero vivamente como regalo a mí- que da y contagia la única felicidad profunda y duradera.


N.B. Si te apetece hacer alguna sugerencia o comentario, ponme un correo:

<fermomugu@gmail.com >