La ‘cuaresma’ es, para la Iglesia Católica, uno de los
tiempos fuertes del ‘año litúrgico, y uno de los temas que más nos pueden
ayudar a entender cómo debemos mirar desde los ojos de Jesús el cristianismo.
Siendo conscientes de que ha sido mirado y predicado desde muchas perspectivas
–muchos ojos–, y no siempre eran los de Jesús.
Para esta tarea, nos podemos encontrar con dos problemas principales:
leer el evangelio ‘al pie de la letra’ y tomar por ‘tradición’ –‘lo entregado’,
de ‘tradere’ = ‘entregar’– no el evangelio y la vida o doctrina de Jesús, sino
creencias y adherencias, que se han ido metiendo de rondón, en momentos y por
situaciones concretas en estos veinte siglos del recorrido cristiano a través
de culturas y sociedades diversas.
El Concilio Vaticano II (1962 – 1965) elaboró y escribió
una serie de documentos muy importantes en ambas direcciones, pero la
cristiandad siguiente no los ha tenido en cuenta, no los ha puesto en práctica
o, ni siquiera, ha tenido conocimiento de ellos. El papa Juan Pablo II llegó a
decir que este Concilio ¡era un peligro para la doctrina católica!
El marco escenográfico que encuadra la cuaresma está
reflejado en el capítulo 4 de los evangelios de Mateo y Lucas. Son perfectamente
conocidos por todos nosotros, pero, como decía, se suelen leer ‘al pie de la
letra’: Jesús es llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el
Maligno; tras cuarenta días sin comer, siente hambre; circunstancia que
aprovecha el Diablo para atacar. Y se producen tres situaciones, en los que uno
y otro usan ‘la palabra de Dios’, para defender su propia tesis: ‘está
escrito’, ‘también está escrito’.
Hoy sabemos que el mayor interés de los evangelistas es convencer a sus oyentes de que Jesús era el Mesías esperado. Para lo cual –tras el desastre de la cruz–, quieren demostrar que Jesús ha cumplido en su vida todo lo que ‘Las Escrituras’ decían del futuro Mesías, el salvador del pueblo de Israel.
Una de las conclusiones del Vaticano II es el admitir en la
Biblia, incluido el Nuevo Testamento, variedad de géneros literarios. Hoy
leemos en el periódico la crónica de un suceso, y entendemos que, si dice 5, es
5, si dice noche, era noche, y, si dice mar, se refiere a esa masa de agua.
Están escritos de modo ‘histórico’.
Los primeros libros del Antiguo y del Nuevo Testamento
fueron escritos hacia el siglo XII a. de
C., y dentro de culturas y literaturas muy distintas a las actuales. Y, la
mayoría de ellos, no usan el género histórico, realista, biográfico, objetivo,
sino géneros alegórico, simbólico, poético, épico o sapiencial, donde lo
esencial no es la ‘historia’ que cuenta, sino la lección que contiene, la
moraleja que nos quiere enseñar.
Por eso, aunque pueda escandalizar a los más tradicionales,
creo que ninguna de las palabras de este relato debería tomarse al pie de la
letra. Empezando por que los números no significaban para ellos ‘cantidades’,
sino ‘cualidades’: 40 es preparación –hoy seguimos usando la palabra
cuarentena, para un astronauta que va a ir a una misión espacial, o un pueblo
que ha sufrido una epidemia–; desierto es soledad; ayuno es seriedad,
profundidad; 3 es indicativo de totalidad, plenitud; ‘El Maligno’, El Diablo,
Satanás, Lucifer, son maneras de describir ‘el espíritu del mal’, la estructura
de pecado –con el afán muy común entonces de ‘personificar’ las cosas–;
tentaciones son trampas, atajos, caminos engañosos que no llevan a la meta
deseada.
Resumiendo –e intentando clarificar–, yo ‘traduciría’ este
pasaje: Jesús, cuando fue consciente de la importantísima y terrible misión que
se le había encomendado, ve que se lo
tiene que tomar muy en serio, que tiene que prepararse intensamente, puesto
que, durante toda su vida, va a encontrarse con decisiones dolorosas, que le
van a intentar poner a prueba (“Dios mío; si es
posible, pase de mí este cáliz”).
Siente la necesidad de prepararse muy en serio, para humanizar este mundo, para establecer el Reino de Dios, para crear ‘una nueva humanidad’, para vivir siempre –y enseñar a vivir– desde el camino del amor, con el objetivo único de la coherencia, la entrega, la paz, la justicia, la solidaridad –lo que supone luchar contra tanta hipocresía, mentira, corrupción, incluso dentro de la religión–.
Para mí, hoy día, sería imposible correr un maratón –o
lograr una medalla de plata en salto de altura, como ha conseguido Ruth Beitia,
a sus casi ya 38 años, la semana pasada en Belgrado, superando los 194 cm–;
pero, si un joven normal quiere correrlo –y no llegar ‘fuera de control–, no
puede ir, sin más, mañana: tiene que entrenar, y entrenar duro. Cualquier aventura o
misión importante –desde subir el Everest o atracar un banco– requiere una
preparación seria e intensa. “El que algo
quiere, algo le cuesta”.
El ‘espíritu del mal’ quiere convencer a Jesús de que se
baje del carro: que busque su interés, no el de los demás, que haga lo que le
dé a él más poder, prestigio, lo que satisfaga sus necesidades personales. Y
hay muchas justificaciones, aparentemente perfectas –‘el Diablo’ le trae muchas
frases con la maravillosa excusa de ‘está escrito’–, divinas, para hacerlo.
Pero Jesús –en este pasaje, como en toda su vida–, quiere
dejar claro que la vida de Dios que él usa y nos regala, es el único camino para
nuestra felicidad y satisfacción profunda, y consiste en ser sensible a las necesidades
ajenas, ‘descentrarse’ de uno mismo, y poner nuestro centro de gravedad en la
Vida, el Amor, la Solidaridad.
Una segunda parte, tan importante como la descrita, es que
en el “El Santo ejercicio de la Sagrada
Cuaresma”, la fuerza se ha puesto muy comúnmente en actividades y
prácticas, que, sin ser consciente de ello, mantenían al que se tenía por cristiano
‘centrado en sí mismo’, en su relación personal e individual con Dios: el
pecado, la culpa, la conversión, la penitencia, el sacrificio, el perdón.
También el Vaticano II dio un giro de 180 º a la concepción
de Dios, y a la relación del creyente con él. Hasta mediados del siglo XX, se
tenía y se predicaba una imagen de Dios más parecida a la del Antiguo que a la
del Nuevo Testamento.
Fue muy significativo que se pasó de la expresión “Extra Ecclesiam nulla salus” –‘fuera de
la Iglesia no hay salvación’, un no bautizado en la Iglesia Católica no puede
entrar en el cielo–, a decir solemnemente: “Nadie
sabe el camino por el que Dios atrae a sus hijos a él”.
Se pasó del dios justiciero y vengativo, enemigo de los hombres y necesitado de sangre de sacrificios, para reconciliarse con ellos, al Jesús que nos trae la vida de un Dios Padre, amigo de todos, amor y sólo amor, que perdona siempre y nunca condena.
El papa Francisco sí asimiló perfectamente esta esencia del
Concilio y no deja de predicar –incluso con su comportamiento– que antes nos
cansaremos nosotros de pedir perdón que Dios de perdonar. Que la Iglesia no
quiere muros sino puentes. Y pone títulos profundamente significativos a sus
escritos: “El gozo del Evangelio”, “La
alegría del Amor”, “El nombre de Dios es ‘misericordia’.”.
Pues, como decía, para muchos ‘cristianos’, la cuaresma
consiste en el ayuno, la penitencia, la conversión. Sigue primando el
‘dios-miedo’, que crea la ‘personalidad-culpa’. Como he pecado, mi vida debe
consistir en ‘reparar’: restablecer mi relación con Dios, rota por mi pecado, y
tengo que hacer sacrificios de expiación, para no ser condenado eternamente en
el infierno.
Como decíamos antes, esa persona sigue centrada en sí
misma, está viviendo desde la trampa del maligno. Y es lamentablemente curioso
que el vocabulario del ritual de la cuaresma sigue siendo individualista,
centrado en mí mismo; con un sinfín de oraciones que se resumen en: “Señor, pequé; lava mi culpa; ¡ten compasión
de mí!”
Y eso, reitero, no tiene nada de cristiano. La obsesión
machacona de Jesús es que Dios ha perdonado nuestros pecados, no se fija en
nuestra culpa, nos ama mucho más y mejor que la mejor madre humana, ‘tiene
nuestro nombre escrito en la palma de su mano’, y no quiere que le devolvamos
nada a él. Quiere que nos sintamos de tal manera amados, que nos surja amar a
nuestros hermanos más necesitados. Que sintamos el cristianismo no como ninguna
obligación, sino como una oportunidad.
No es cristiano mirarse el ombligo –aunque sea para ver
nuestra culpa– y decir: “Señor ¡ten
piedad!” Es cristiano sentir: “Ya que
a mí me han perdonado y amado tanto, voy a dedicar mi vida a amar y a perdonar.
Además, así, el primer beneficiado soy yo: estaré satisfecho de mi, seré feliz.”
El cristiano, el verdadero seguidor de Jesús, ha aprendido
que Dios no quiere ser adorado ni servido en sí mismo, sino que quiere que le
demostremos nuestro amor agradecido en el necesitado, en el pobre.
Es curioso
y significativo releer dos textos del profeta Isaías, escritos hacia el siglo
VIII a. de C.: “Aprended a obrar bien:
buscad el derecho, socorred al oprimido; defended al huérfano, proteged a
la viuda”, Isaías 1,
17. “El ayuno que yo quiero es
éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos,
dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos”, Isaías
58, 6.
El sentido profundo de la cuaresma para Jesús –¡me atrevo a
decir que creo que estoy de acuerdo con él en el 99 % de sus convicciones!– es
que nos invita a pensar dónde queremos llegar, qué quiero ser de mayor, qué
camino llevo, y si ese camino me va a llevar donde yo deseo.
Y es que mi vida depende de mí. El camino por el que yo vaya lo tengo que elegir yo. No puede decidir mi sociedad, ni mi educación, ni mi
familia, ni mi colegio, ni mi padre. No puedo tener la religión de mi
abuela. No puedo casarme con quien guste a mis padres. No puedo estudiar la
carrera que les parezca bien. No puedo portarme como quieran mis profesores. No
puedo dejarme llevar por el rebaño de mi sociedad.
Y hay un detalle importantísimo: “Soplar y sorber, no puede ser”, dice el refrán popular. Si estoy
en Madrid, no puedo elegir –al mismo tiempo– caminar en dirección al Cantábrico
y al Mediterráneo. Suele ser incompatible lo que me apetece y lo que me
conviene, el capricho que me atrae y el objetivo que me va a dejar satisfecho.
Y termino, contando un ejemplo personal muy sencillito.
Reconozco que siempre he sido bastante sibarita. En mi juventud ya madura, me
encantaba el ‘coñac’, sobre todo, un buen cognac francés: Napoleón,
Courvoisier, Hennessy, Remy Martin, Martell –aunque no hacía ascos a un
Cardenal Mendoza o un Duque de Austria–. Después de una buena comida, siempre
pedía una copa. Si una noche salía con amigos, caía más de una.
Sin embrago, llegó un momento –y no puedo concretar cuándo,
pero creo que hacia los 55 años–, en que, si me tomaba una copa colmada, pasaba
una noche horrorosa y, al día siguiente, ¡no era persona! Y tuve que dejar de
beber. No porque no me siguiera apeteciendo –disfrutaba de un momento
delicioso–, sino porque me sentaba mal: me arrepentía de haberlo bebido.
Desgraciadamente, creo que en la vida humana, hay bastantes
cosas que apetecen, dejándote mal; y hay otras, que cuestan un poco, pero luego
te alegras de haberlas hecho. Y hay demasiadas personas que son esclavas de sus caprichos, son marionetas de lo que predica la publicidad.
Suelo decir que la auténtica felicidad, no viene de nada de
fuera, sino de tu actitud vital. “¡Que te
mojes no depende de la lluvia, sino de tu paraguas!” “Que te ahogues no es
culpa del agua, sino de no saber nadar”.
Y hay dos palabras, que en mi opinión son ‘paradigmáticas’
en esto de la felicidad –que, por otro lado, es lo único que Dios quiere para
mí: no que sea bueno, sino que sea libre y feliz–: coherencia y satisfacción.
La satisfacción –de ‘satis’ = suficiente y ‘facio’ = hacer, haber hecho lo que
podía– me parece que es lo único que me da verdadera felicidad. Y la coherencia
–hacer lo que pienso que me conviene a la larga– considero que es el único
camino para mi mayor satisfacción.
N.B. Sigo diciendo, que, si quieres comentarme algo,
ponme un correo a <fermomugu@gmaill.com>