jueves, 15 de marzo de 2018

“LITURGIA, TRADICIÓN Y MENSAJE”

Hoy quiero escribir sobre algunos temas puramente religiosos. Si se prefiere, pedagógico-religiosos. Hay varios motivos que han despertado mi interés en clarificar cuestiones que intuyo que no están siempre demasiado bien claras.

Un motivo, que me parece de gran importancia para los que decimos misa ante una asamblea de fieles, es el hecho de que se ha editado un nuevo Misal Oficial, por la Conferencia Episcopal, que contiene cambios, que se consideran esenciales. Tanto en el contenido de lo escrito, como en la obligatoriedad de seguir sus indicaciones sumisamente. De manera ‘su misa’, ¡Je! 

Cambios, que considero innecesarios, y que suponen un gasto excesivo para muchas parroquias y conventos -por no hablar de la rentabilidad que sacará la CEE, así como la Editorial elegida-.

Y otro motivo no menos importante, es la variedad y multiplicidad de prácticas cuaresmales.

De entrada, y ‘con ánimo de cuestionar’, me pregunto si servimos al Evangelio o al código de Derecho Canónico, si somos más fieles a Trento o al Vaticano II, si el punto central de nuestros objetivos pastorales es la persona humana, o es el cumplimiento de las normas litúrgicas, hacer lo que siempre se ha hecho: “¡Como Dios manda!”

En un primer momento, considero necesario partir del concepto auténtico de ‘tradición’. ‘Tradere’ en latín significa entregar. Y, para la Iglesia Católica, una de las fuentes de la revelación, donde encontrar lo que Dios quiere de nosotros -que seamos, hagamos y digamos-: es lo que se nos ha transmitido por nuestros padres y antecesores en la fe.

Sin embargo, es demasiado común, tener por verdadera tradición -por Revelación Divina- ideas o pensamientos puntuales, debidos a una época concreta -a circunstancias temporales culturales, económicas, políticas, funcionales, metodológicas-, más que al verdadero evangelio.

Puede parecer excesivo o extremista, pero me parece que, en cualquier cuestión discutida, la prueba del algodón es la vuelta al Evangelio: “Qué haría, diría o pensaría Jesús, si estuviera en estas circunstancias, o en estos vericuetos litúrgicos, pastorales o doctrinales.

Ser fieles al seguimiento de Jesús, a la tradición cristiana, a la vida desde el evangelio, no es repetir lo que, en un tiempo concreto, por alguna razón concreta, se estableció como correcto -se definió como establecido-, sino intentar actuar, en cada momento, desde el verdadero Espíritu de Jesús.

Y no podemos olvidar, por mucho que nos rompa esquemas, que Jesús aparece clarísimamente en su vida, en su doctrina y en su práctica, como nada partidario del culto, de los sacrificios, del templo, de las normas, los ritos, los dogmas, incluso, los mandamientos.

Desde un pequeño folleto, de los que escribía, por los años 50, el famoso P. Pedro Mª Iraolagoitia, s.I., titulado “Si Cristo volviera”, muchas veces me pregunto si Jesús nos reconocería como sus seguidores, cuando estamos ‘reunidos en su nombre’.

El buen P. José Alonso -también prolífico escritor de pequeños e iluminadores folletos-, profesor de Sagrada Escritura en la Universidad Pontificia de Comillas, dijo un día en clase: “Hereje es aquel que tiene razón, antes de tiempo”. Eran los años posteriores al Vaticano II, y oímos muchas cosas altamente escandalizantes.


Pero es claro que condenas como la de Galileo Galilei se deben a que se pretendía una mayor fidelidad a un cierto contexto astronómico -equivocado y tenido como inmutable (‘Palabra de Dios’), puesto que 'Josué 10, 10' lo afirmaba nítidamente-, que a la realidad auténtica y autentificada de una idea: “¡E pur si mueve!”.

Al poco tiempo de ser elegido papa el jesuita cardenal Bergoglio, me llamó por teléfono, muy preocupado, un sacerdote muy cercano a mí: “Fernando, ¿no te parece que este papa se está pasando?” “¿Por qué?” “¡Porque está haciendo cosas que no son propias de un papa!”

“¡Efectivamente! Está haciendo cosas propias de Jesús. ¡Lo que pasa es que dudo que algunas cosas, hechas o dichas por estos dos últimos papas fueran propias de Jesús!”

Y es que Francisco, a los pocos días de ser elegido, el mismísimo Jueves Santo, en vez de lavar los pies de doce sacerdotes, en la basílica de San Pedro, tuvo la insólita ocurrencia de celebrar ‘los oficios’ en una cárcel romana, y lavó los pecaminosos pies de una mujer musulmana. ¡Dónde vamos a parar!

UHac años, un día, en la comida del “Colegio Seminario” de Montevideo, discutían acaloradamente dos jesuitas provectos, si, en la Consagración de la Misa, allá se debía usar 
la terminología común en la vida diaria -“Tomen y coman”-, o seguir la oficialmente aprobada -“Tomad y comed”-. Parecían lógicas las razones de los dos interlocutores, hasta que uno de ellos afirmó rotundamente: “Hay que decir ‘tomad y comed’, ¡porque ésas fueron las palabras que usó Jesús en la Última Cena!”

En la última reforma del Misal Romano, se impone la fórmula: “Que será derramada por vosotros y por muchos.”

Me he tomado la molestia de intentar aclarar a qué se debe el cambio, dado que siempre habíamos creído y predicado que la salvación de Jesús es universal: para todos.

Pues una voz autorizada me explicó que esta fórmula se debe a una decisión del Cardenal Ratzinger, que explicaba que la palabra usada en arameo por Jesús era ‘muchos’. Y, por fidelidad a esa palabra, se debía mantener la misma voz en castellano. Al pastor, predicador o catequista corresponde explicar a los fieles, que lo que se quería decir en arameo al usar la palabra ‘muchos’, equivaldría hoy a la expresión castellana ‘todos’.

Parece de sentido común que, si por ser fieles a la palabra, confundimos el espíritu del mensaje, flaco favor estamos haciendo, tanto al evangelio, como al pueblo de Dios.

Algo parecido me sucede con dos ‘tradiciones’, que parecen inmutables, tanto en la práctica, como en la forma de llevar a cabo estas celebraciones.

Y, realmente, admito que este cuestionamiento puede resultar profundamente perturbador. Pero creo que nuestras prácticas litúrgicas deben realizarse de la manera que -además de fomentar la piedad- mejor y más claramente expresen y expliciten el mensaje de la Buena Noticia.

Una de ellas es la manera de celebrar la Eucaristía. Y dejo de lado ahora la importantísima base previa de si celebramos, y mostramos en lo que hacemos, el ‘sacrificio de la misa’ o la ‘celebración del banquete eucarísitico’, ‘el memorial de la muerte y resurrección del Señor’ o ‘la experiencia del recuerdo de la cena de Jesús’. Igualmente, no quiero entrar en si 'La Eucaristía' es la propia celebración, y si se puede usar esa palabra indistintamente para referirse a 'la forma consagrada'. ¡Y no es un tema irrelevante!

Quisiera fijarme de momento en la presentación que se
hace de las figuras del Padre y del Hijo: se suele dar tanto valor a la salvación que nos viene por el Sacrificio de la Cruz -con devociones y formulaciones que insisten exageradamente en ello-, que ‘indirectamente’ -y, desde luego, sin pretenderlo- se presenta una imagen del Padre que exige sangre, que sólo nos quiere a partir de la oblación de su Hijo, como un enemigo a quien hay que aplacar, que, si no fuera por estos ‘sacrificios y ofrendas’, estaría ‘encantado’ de mandarnos a todos al fuego eterno: que pide que nos ganemos y merezcamos su bondad y su amistad.

Me parece muy bien, y profundamente cristiano y evangélico que ‘Jesús se hizo hombre para salvarnos’. Pero ¡mucho cuidado con que esa enseñanza traiga como corolario -como nocivo efecto secundario- la transmisión de la personalidad del Dios del Antiguo Testamento!

El otro tema que me hace pensar, y que puede ser todavía más difícil de ‘aplicar’ es el del perdón. Me parecen perfectas las celebraciones penitenciales. Y, por mucho que dejen de estar ‘bien vistas’ por sectores más jóvenes -y no tan jóvenes-, es evidente que, en la tradición y la doctrina cristiana, tiene su sitio preferente la necesidad de saberse perdonado, y su explicitación correspondiente.

En todos los órdenes de la vida es esencial y prioritariamente necesaria la aceptación de nuestros límites: “Sois tesoros en vasijas de barro”. El primer signo de madurez humana y psicológica es el aceptar que nadie es perfecto, que todos tenemos fallos, que con frecuencia hacemos daño, somos causantes de mal. Escribía preciosamente Kalil Jibrán: “¡No podemos pretender que las cosas sean como no son!”. (Borja Vilaseca tiene en la red un genial artículo: “De la culpa a la responsabilidad”)

Cuenta Tony de Mello que, en los templos de cierta religión oriental, dejan un desconchón en la parte más visible del altar, para que los fieles sean conscientes de que no se les pide, ni es posible, la perfección. Ni nuestro Padre nos quiere perfectos: él sabe del barro de que estamos hechos.

Pero es evangélica la postura de sentirse limitados, pecadores y necesitados de perdón, mientras que no lo es en absoluto tener que presentarse ante alguien que sea otra cosa distinta que amor, misericordia y perdón absoluto. Que perdona, incluso, antes de que se le pida perdón. Ante quien ni siquiera ‘hay que’ pedir perdón, pues él ya lo ha otorgado.

La postura interior -espiritual, religiosa y psicológica- desde la que se pide el perdón es terriblemente distinta, si se va a pedir perdón a alguien de quien se duda que te lo vaya a conceder, o si se acude a un amigo que te ha declarado, en todos los tonos, que es amor, misericordia y perdón incondicional: el ‘padre del hijo pródigo’, que está esperando con los brazos abiertos, ya antes de que su hijo se haya arrepentido, y al que recibe con un banquete, sin pedir explicaciones.

Y aquí está, de nuevo mi duda y mi pregunta. En nuestro Sacramento de la Penitencia, en el ‘Señor, ten piedad’, en el ‘mea culpa’, en nuestras celebraciones penitenciales -incluyendo el modo de hacer el examen de conciencia, la morfología del recorrido, y la manera de dar la absolución-, ¿transmitimos la imagen experiencial y vital de un Dios Padre, que nos ama tanto que nos perdona siempre? En las catequesis y la preparación para la confesión y la Primera Comunión, ¿seguimos usando los contenidos de hace 40 años? Porque mucha gente se sigue confesando, ¡con un repaso de los 10 Mandamientos! Y, en más de una ocasión, ha habido niños que no se han atrevido a confesarse: no hace mucho, una niña se pasó llorando todo el tiempo de 'espera'.

¿Identificamos el confesonario con una ventanilla incómoda, donde hay que hacer un trámite difícil y molesto, a veces, vergonzoso? O, más bien, ¿hacemos hincapié en que es un encuentro amigo con un Dios que nunca rompe su amistad con nosotros, ni tenemos que lograr que ‘se reconcilie’, sino a quien vamos gozosos a agradecer ese perdón de su amor incondicional de Padre, a expresarle que nos da pena que sufra, cuando no cumplimos el sueño que él espera de nosotros, porque fallamos a su plan, a pedirle ayuda para que colaboremos cada vez menos con lo malo, a que nos dé fuerzas para ser constructores de su Reino, y que aprendamos, de ese su amor total, a perdonarnos -a nosotros mismos y a los demás-?

Puesto que no resulta demasiado larga, copio la homilía del Papa Francisco en el inicio de “La Jornada Penitencial” ’24 horas con el Señor’, del pasado 09.03.2018 -pues creo que expresa muy claramente lo que yo intento decir, y acepto que tiene mayor autoridad moral que yo-:

“Cuánta alegría y consuelo nos dan las palabras de san Juan que hemos escuchado: es tal el amor que Dios nos tiene, que nos hizo sus hijos, y, cuando podamos verlo cara a cara, descubriremos aún más la grandeza de su amor. No sólo eso. El amor de Dios es siempre más grande de lo que podemos imaginar, y se extiende incluso más allá de cualquier pecado que nuestra conciencia pueda reprocharnos. Es un amor que no conoce límites ni fronteras; no tiene esos obstáculos que nosotros, por el contrario, solemos poner a una persona, por temor a que nos quite nuestra libertad.

Sabemos que la condición de pecado tiene como consecuencia el alejamiento de Dios. De hecho, el pecado es una de las maneras con que nosotros nos alejamos de Él. Pero esto no significa que él se aleje de nosotros. La condición de debilidad y confusión en la que el pecado nos sitúa, constituye una razón más, para que Dios permanezca cerca de nosotros. Esta certeza debe acompañarnos siempre en la vida. Las palabras del Apóstol son un motivo que impulsa a nuestro corazón a tener una fe inquebrantable en el amor del Padre: «En caso de que nos condene nuestro corazón, Dios es mayor que nuestro corazón».

Su gracia continúa trabajando en nosotros, para fortalecer cada vez más la esperanza de que nunca seremos privados de su amor, a pesar de cualquier pecado que hayamos cometido, rechazando su presencia en nuestras vidas.

Esta esperanza es la que nos empuja a tomar conciencia de la desorientación que, a menudo, se apodera de nuestra vida, como le sucedió a Pedro, en el pasaje del Evangelio que hemos escuchado: «Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: ‘Antes de que cante el gallo me negarás tres veces’. Y saliendo afuera, lloró amargamente». El evangelista es extremadamente sobrio. El canto del gallo sorprende a un hombre que todavía está confundido, después recuerda las palabras de Jesús, y, por último, se rompe el velo, y Pedro comienza a vislumbrar, a través de las lágrimas, que Dios se revela en ese Cristo abofeteado, insultado, renegado por él, pero que va a morir por él. Pedro, que habría querido morir por Jesús, comprende ahora que debe dejar que su Señor muera por él. Pedro quería enseñar a su Maestro, quería adelantársele, en cambio, es Jesús quien va a morir por Pedro; y esto Pedro no lo había entendido, no lo había querido entender.

Pedro se encuentra ahora con el amor del Señor, y entiende por fin que Él lo ama y le pide que se deje amar. Pedro se da cuenta de que siempre se había negado a dejarse amar, se había negado a dejarse salvar plenamente por Jesús y, por lo tanto, no quería que Jesús lo amara -lo hubiera perdonado- totalmente. (*)

¡Qué difícil es dejarse amar verdaderamente! Siempre nos gustaría que algo de nosotros no esté obligado a la gratitud, cuando en realidad estamos en deuda por todo, porque Dios es el primero en amar, y nos salva completamente, con amor.

Pidamos ahora al Señor la gracia de conocer la grandeza de su amor, que ha borrado todos nuestros pecados.

Dejémonos purificar por el amor, para reconocer el amor verdadero.”

¡Seamos coherentes! Si queremos ser fieles al Dios de Jesús, si el protagonismo de nuestra acción pastoral y apostólica es la persona humana, y que experimente el amor incondicional del Dios-Misericordia, dejemos de ‘servir’ a liturgias y tradiciones, donde prima el miedo, la culpa, la rutina.

¿Seremos capaces de preguntarnos honradamente si nuestra experiencia afectiva y efectiva de Dios -no nuestra predicación-, se parece más a la de los fariseos que a la de Jesús? Estos fariseos y letrados, ¿nos verían más cercanos a sus ideologías y prácticas, que a las actitudes y actuaciones escandalosas de Jesús?

¿Seguimos repitiendo con toda naturalidad, en el salmo responsorial: “Acuérdate, Señor, que tu fidelidad y tu misericordia son eternas”? ¿No pensáis que Él nos contestará: “Que no se os olvide a vosotros: ¡porque a mí nunca se me va a ir del corazón!”? ¿Pedimos a Dios por un difunto, con fórmulas que dan a entender que nosotros lo queremos más que Él? ¡El pobre debe de pensar que no lo conocemos, o no queremos que lo conozcan profundamente, por miedo a que se aprovechen de su amor!

Me parece que a nuestra generación, que siempre hemos ido repitiendo estas fórmulas y estos ritos -que siempre hemos visto como justos y necesarios-, nos es difícil caer en la cuenta del posible daño que podemos causar, con nuestra mejor intención, al no transmitir la imagen auténtica del Dios de Jesús, que puede verse distorsionada por estas rutinas tradicionales.

De nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me pongas un correo a mi dirección 
 

fermomugu@gmaill.com


(*) Si la música clásica te ‘llega’, te recomiendo que escuches el trozo de ‘Las lágrimas de Pedro’ -‘Erbarme Dich’-, de “La Pasión según San Mateo”,  donde parece que J. S. Bach nos describe, al mismo tiempo, la inmensa amargura  de Pedro, en el Aria de contralto, y la acogida misericordiosa de Jesús, a través del fondo de los violines: http://www.youtube.com/watch?v=aPAiH9XhTHc.
Quizá ‘entiendas’ con el corazón ese Amor que supera toda traición.
  
Erbarme dich, mein Gott,                        “Ten piedad de mí, Dios mío,
  Um meiner Zähren willen,                       observa mi llanto.
  Schane hier, Herz und Auge                     Mira mi corazón y mis ojos,
  Weint vor dir bitterlich.                            que lloran amargamente ante Ti.
 
Erbarme dich!”                                            ¡Ten piedad de mí!”

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