jueves, 28 de noviembre de 2019

“EL MACHISMO”






Raro es el día en que no nos enteramos de que ha habido una víctima de ‘violencia doméstica’ –violencia de género, prefieren decir unos y detestan otros–, ¡una más!

Unos dicen que siempre fue así, pero ahora nos enteramos más, otros afirman que las cosas van cada vez a peor.

Me vienen a la cabeza dos frases de mi tiempo de estudiante de Filosofía: “Homo homini lupus” (“El hombre es un lobo para el hombre –¡para la mujer!–”), escribía el pensador inglés Thomas Hobbes (15881679). Y en 1938, el filósofo nihilista francés  Jean-Paul Sartre escribe una terrible novela, que titula “La nausée” –‘La náusea [de vivir]’–). En ella describe el asco que le produce todo: la vida, los demás, y él mismo. Y, en la titulada “A puerta cerrada”, de 1944, escribe: “El infierno son los otros”.

Estamos en una época en que parece que el ser humano ha dejado de ser humano. Hay una agresividad generalizada, un descontento universal, que pasa de aplicarse de unos motivos a otros. Los abusos, la Iglesia, los dictadores, la política, la corrupción, la mentira, la crisis, la economía, el paro, las pensiones, las infidelidades, nadie se fía de nada ni de nadie.

Y hay quien incluye dentro de ese maremagnum de sinrazones al machismo. Hay quien dice que cada vez hay más, hay quien dice que siempre fue igual, pero que hoy se ve y se airea más. Lo formulaba, preciosa y luminosamente, el Papa Francisco, a su vuelta de Sao Paulo: “En estos momentos hay miles y miles de aviones volando por el mundo. Ninguno es noticia. Si uno cae en tierra, es portada de todos los periódicos”. Vale para las multitudes que, por todas partes, están haciendo las cosas bien, y, en algún caso de modo cuasi heroico, pero que no reciben medallas especiales.

Es evidente que, en general, a casi todos los niveles, como a Sartre, la vida da asco. En casi todos los campos, los seres humanos están dejando de poseer la cantidad de humanismo, como para ser reconocidos tales.

Hace tiempo, preparando una charla de ‘Escuela de Padres’ del Colegio, en la que pretendía hablar sobre la generosidad, busqué el origen de la palabra, y me costó mucho dar con él. ‘Generosidad’ no puede venir de género, ni de sexo. Recordé dos preciosas frases de mi admirado Kalil Jibran, a cual más inspirada e iluminadora: “¡Qué ridículo soy, si la vida me da oro, yo te doy plata, y, encima, me creo generoso!”. Y otra más impactante: “Generosidad no es que tú me des lo que necesito más que tú, sino lo que tú necesitas más que yo”.

Lúcidas e iluminadoras, pero no me arreglaban el problema de la etimología. Ni mi intuición de que la generosidad no es cuestión de ‘beneficencia’ o de caridad. Por fin, descubrí –encontré– que generoso viene de perteneciente al ‘género humano’. Que, en ese sentido, se usa ‘éste es un vino generoso’, o en esta tienda –o en esta discoteca, perdón por la frivolidad–, hay ‘buen género’.

Una persona generosa significa que es ‘de buen género’, que es profundamente humana: maduro, profundo, honrado, comprometido, coherente, consciente, compasivo, comprensivo, colaborador, comunicativo, sensible, solidario, fiel, leal, auténtico, transcendente, espiritual, comunicativo, social, responsable, tolerante, educado, respetuoso, cultivado, transigente, flexible, empático, sereno, tranquilo, creativo, buscador, inspirador, contagioso, servicial, amigo, amante, amable, libre, feliz y está en paz consigo mismo.

Es posible que se piense que, para llegar a ser así, hay que ser un supermán, un fuera de serie, alguien muy especial. Y también se puede pensar que todas esas características son las de un cristiano o alguien muy religioso. Pero eso va por otro lado, y tener esas cualidades es propio de todo ser humano.


Bien es verdad que, como para cualquier otro ‘deporte’, hay que entrenar, trabajar, dedicar tiempo. Esfuerzo, y, quizá, dinero. Pero suelo decir que, si te enamoras de una inglesa, metes todas las horas necesarias, para lograr comunicarte a la perfección en el idioma de Shakespeare, cueste lo que cueste, y, cuanto antes, mejor.

Lo que pasa es que todas esas cualidades descritas han pasado a estar en desuso, en casi todos lados. Y el ‘ser humano’, en su gran mayoría ha dejado de interesarse por ser ‘humano’.

Por eso, me gustaría pensar en el machismo, dentro de una manifestación más de esta inversión de valores. Y que cada caso de mujer muerta por su pareja no nos haga dar vueltas a la misma agresividad y a todo tipo de elucubraciones, que no nos hacen arreglar el problema.

Tras leer mucha literatura especializada, suficientemente científica y solvente, hay varios temas que me gustaría tratar en profundidad: no pretendo tener 'la’ razón, ni convencer a nadie que tenga otras ideas. ¡Qué menos!

Hay un tema muy debatido entre los dedicados al cuidado de la persona: el problema herencia – medio. Nuestras cualidades, ¿proceden de los genes, nacemos con ellas, las poseemos por herencia? O, por el contrario, ¿dependen del medio en que vivimos, de la educación, del aprendizaje?

Vaya por delante, que tengo bastante comprobado que los médicos defienden la primera opción, mientras los psicólogos la segunda.

Y, antes de entrar propiamente en intentar descifrar el dilema, me gustaría hacer notar que los seres humanos –médicos, psicólogos, profesores, religiosos, filósofos, y ‘militares sin graduación’–, suelen discurrir y argumentar mucho más desde los pre-juicios –desde las vísceras, las emociones y experiencias vividas–, que desde la pura razón y la argumentación seriamente lógica. Pascal decía: “El corazón tiene ‘razones’ que la razón no entiende”.

Ante cualquier problema, primero nos dice el corazón lo que ‘es verdad’, y luego le dice a la razón que traiga argumentos plausibles, sobre los que sustentar nuestra opinión –previa, visceral, pre-juicio–. El caso más luminoso que conozco lo tiene Kalil Jibran en su librito “Arenas y espuma” –compendio de frases simples, preñadas de significados–: “Una mujer gritó: ‘La guerra era justa, allí perdí a mi hijo’.”

Los profundos y convincentes argumentos, políticos, históricos y sociales, por los que esa buen madre demuestra que la guerra es justa son el que, si no, su hijo sería un ‘pelele’.

Precisamente sobre el tema de si la sexualidad se heredaba o se aprendía –el autobús de ‘pro-vida’ ponía en grandes letras: “Si tienes pene, eres un varón; si tienes vagina, eres mujer; ¡que no te engañen.”–, hará unos diez años, el dominical de uno de los diarios más leídos, traía un monográfico. Escribían los 8 psiquiatras más prestigiosos de España: López Ibor, Castilla del Pino, Rojas Marcos, Vallejo Nájera, que recuerde.

Cuatro de ellos afirmaba, probaba, demostraba y argumentaba indudablemente que nuestra sexualidad la traemos de fábrica, es innata, mientras que los otros cuatro, con la misma rotundidez, pruebas apodícticas, estudios y experimentos científicos, deducía que nuestra sexualidad la aprendemos, depende de los primeros meses de vida.

Me confirmé en mi idea de que cada uno ya tenía su idea previa. Y, los estudios y pruebas, daban la razón a su ‘pre-juicio’. Y, como veis, al más alto nivel intelectual y científico.

Yo quiero dejar claro desde el principio, que me apunto al lado de los que afirman que la sexualidad se aprende, se introyecta, se va definiendo en los primeros tiempos –quizás años– después del parto. Y creo humildemente que por ahí van los sexólogos más serios y honestos del mundo. Nacemos con género biológico, corporal, con los órganos genitales definidos, pero la inclinación sexual, la pertenencia subjetiva –la única importante– a un sexo u otro, depende de las gratificaciones afectivas de los primeros tiempos, y del modo de ser y actuar de las personas que nos rodean, y de los que estamos buscando desesperadamente afecto. Con eso sí que nacemos: con la necesidad imperiosa de ser amados, atendidos, valorados.

Un determinante definitivo es el que el ser humano nace, sin haber terminado su maduración integral. Todos sabemos que el niño nace tras nueve meses de embarazo, porque, dado el volumen de su cabeza, y el hueco pélvico de la madre, no puede esperar más. Pero que su persona no está plenamente madura, terminada, acabada, totalmente definida.

Por pura observación, vemos que cualquier animal, a las pocas horas de nacer, se pone en pie, anda, busca comida, ‘se sabe buscar la vida’. El ser humano necesita todavía unos cuantos meses –no me atrevo a dar cifras–, para estar completo. Para saber quién es, qué quiere, qué necesita y que le gusta.

Honradamente creo que el pensar que, tras el parto, ya tenemos definida nuestra inclinación sexual, como otras muchas habilidades, percepciones y capacidades, es una insensatez. Con perdón, y respeto sincero, para quien no sea de esta opinión. Y dejo aquí, de momento, el tema de la homosexualidad.

Otro fenómeno que he estudiado profunda y ampliamente es el hecho de que el varón, muy pronto, y no sé por qué circunstancias o aprendizajes inconscientes, pero fuertemente enraizados en su ser, tiene la concepción imperturbable de que él ha nacido para usar, manipular, y dominar a la mujer. Mientras que las niñas, también muy pronto, y con idéntica fuerza que el varón, ha introyectado que su misión en la vida es servir y complacer a los hombres, tragar y callar, ser sumisa y no protestar.

Repito que no puedo dar las razones por las que esto sucede, pero estoy convencido de que sucede. Como decía un castizo: “La mujer como la gaseosa, o casera o revoltosa”.

Incluso en los estudios que he manejado, se afirma que ‘el instinto de maternidad’, tampoco es innato en la mujer.

Y es cierto que lo que vemos en la vida de las niñas, en su educación, en el hecho de la menstruación, en su menos conocimiento de sus órganos genitales, en los cambios que produce la maternidad, puede darnos alguna explicación de esa característica, normalmente mayoritaria, de sumisión, de aguante, de sensibilidad. Pero mi convencimiento es, repito, que, desde los primeros meses de vida, la mujer siente que lo suyo es aguantar, y el varón dominar.




Un día, me dijo una amiga: “Hemos avanzado mucho, ya no hay tanto machismo: la educación es igualitaria, yo a mi hijo le hago hacerse la cama”, y terminaba: “¡A mí, mi marido ‘me ayuda’ mucho en casa!”. ¡Como si 'ayudar', fuera 'ser iguales'! ‘Todo lo vemos, según el cristal con que miramos’ –¡¡¡todo, y todos!!!–. Con todo el respeto a cualquier opinión, desde que yo observo y analizo el fenómeno, creo que estamos, ¡en el fondo y en prácticamente todos los aspectos–, igual que hace 40 años!
 
Concretando: a mí siempre me gustó todo tipo de humor, sobre todo, los chistes malos y rápidos, pues hay algunos que me parecen de la categoría de una tesis doctoral. Cuentas el chiste y, de momento, parece una barbaridad, pero, luego, si te atreves a sacar las consecuencias, puedes aprender mucho más que de una clase magisterial.

Sobre el tema que nos ocupa, he oído dos terriblemente significativos. “Un hombre está tomando unos vinos con unos amigos, y llega despavorido un vecino que le dice: «Eulogio, ¡tu mujer se acaba de tirar desde el décimo piso!» Y él contesta con parsimonia –llena de superioridad, indiferencia, desprecio y autosuficiencia–: «¡¡¡Mira que les gusta la calle!!!».”

Reconozco que no se puede contar este chiste, es una auténtica salvajada. Pero me parece que describe perfectamente el fondo de lo que un hombre –en demasiadas ocasiones– siente por los arrebatos, incluso las emociones y sentimientos, de la mujer: “Son unas exageradas que siempre te están buscando problemas, para echarte algo en cara”.

Y otro, semejante en la barbaridad, que quiere identificarlos sentimientos de la mujer: “Un matrimonio de sesentones termina de cenar, y dice el marido: «Manuela, me bajo un rato al bar, a tomar unas copas con los amigos». Y la mujer le pide, con una sumisión y invalidez total: «Pues pégame ahora, que, si no, cuando vuelvas, me despiertas».”

Como es lógico, no pretendo afirmar que todos los hombres ‘ejercen’ ese instinto casi innato de dominio y abuso sobre sus mujeres. Ni que todas las mujeres mantienen la postura, introyectada desde siempre, de tragar y callar.

Pero sí creo que el hombre, por naturaleza-educación-aprendizaje-conveniencia, es sádico, y la mujer masoquista.

Me parece que este fenómeno –inhumano y execrable, por ambas partes– está muy bien contado en la película de Icíar Bollaín, “Te doy mis ojos”, con Luis Tosar y Laila Marull. Y la imperecedera madre, Rosa María Sardá: “Tú, perdónale; que una mujer nunca esta mejor sola”.



Por los años 70, estaba una tarde en la terraza de un bar del Mediterráneo con otro jesuita, y la conversación de tres ‘caballeros’, que oíamos detrás de nosotros, en tono jocoso, pero convencido, era: “Porque la vaina está hecha para una sola espada, ¡pero la espada debe entrar en varias vainas!”



Y, hace poco, escuchaba a otro castizo: “La mujer ha sido educada para ser sumisa, y, con su misa y su rosario, tiene que consolarse”.



Es terrible e inadmisible el número de mujeres víctimas de sus parejas. Aunque sea verdad que hay mujeres que matan a su marido. O a su hijo, ¡de tres meses! Y, en ‘todos’ esos casos, podría pensarse en una patología mental o un estado momentáneo –a veces ‘explicable’– de aturdimiento u obcecación.

Y no sé si siempre fue así, pero no se sabía, o estas situaciones van creciendo, por la razón que sea. Hay quien dice que toda pareja donde hay maltrato está constituida por hijos de familias maltratadoras o desestructuradas. ¡Y algo de razón tiene!



Pero me gustaría que viéramos que son sólo la punta del iceberg, lo que sale a la luz pública, en forma de noticia horrible, de un fondo de familia o pareja, donde, en la mayoría de los casos, la mujer aguanta y traga, y el hombre campa por sus fueros, sin la menor conciencia de maldad ni anormalidad.



Hay otro aspecto que no sé si es plenamente cierto y universal, pero que, incluso desde mis propios sentimientos y comportamientos, creo que puede ser iluminador.





El hombre, cuando está con una mujer, tiene sentimientos de atracción y de deseo de contacto corporal. Le apetece hacer tal cosa. Pues mi impresión es que da por supuesto que a ella también le apetece, y por tanto, se siente plenamente autorizado para llevarlo a cabo. Sin preguntar, ni suponer lo contrario. Y, normalmente, lo hace. Dependerá del carácter de ella, para cuál sea su reacción: dejar hacer, resistirse, darle una bofetada o insultarle y salir corriendo. No digo que a ella nunca le apetece, y que, incluso se pueden cambiar los papeles, en diversas circunstancias. Pero lo normal me parece lo que describía al principio.



De nuevo un chiste ­–un poco fuerte– puede iluminar: “Un marido llega a su casa, y se encuentra a su mujer en la cama con otro. Sin darle tiempo a descargar su ira, ella le dice con toda calma: «Felipe, pasa, siéntate y aprende».”



Recuerdo una charla a matrimonios en Valladolid, ante un amplio auditorio desconocido por mí, donde conté este chiste. Hubo un primer momento de carcajada generalizada, luego de un no menos generalizado desconcierto. Entonces dije yo: “Es que muchos amigos me dicen que sus mujeres no sienten nada en la cama, que son unas frígidas, unas reprimidas. Y yo les pregunto: «Y tú, ¿sabes lo que ella prefiere, vas al ritmo que ella necesita, le has preguntado qué y cómo quiere que actúes? Porque es muy posible que su frigidez dependa de tu falta de delicadeza y ternura. Pues ‘pasa, siéntate, y aprende’. Ponte a hablar de vuestras intimidades, pregúntale sobre sus gustos y preferencias, no vayas a tu bola, que ella sea la protagonista, y tu vayas al ritmo mejor para su sensibilidad y placer.» Se hizo un silencio afirmativo impresionante. Los hombres, sobre todo, querían hundirse en las butacas. Algunas mujeres daban codazos a su pareja.”



En otro sentido, hay una película –preciosa y muy fuerte– del genial loco aragonés, Luis Buñuel, que trata sobre este tema. Está rodada en Francia, se titula “Belle de jour”‘Bella de día’–, y trata de una esposa de clase alta, a quien su marido –de excesiva aristocracia y formalismo– no llena sexualmente, y ella, para cubrir esa necesidad, va a una elegante casa de prostitución, para ‘echar unas horas’ de día, que es cuando puede. De ahí que la ‘Madame’ le diga: “Pues te llamarás ‘bella de día’.”



“Hay gente pa tó”, que diría el genial torero “El Gallo”, cuando, al presentarle a Ortega y Gasset, le dijeron que era ‘filósofo’: que se dedicaba a pensar.

Otra cuestión importante me parece la importancia que tiene, toda la callada realidad que refleja, el hecho de la cantidad de mujeres que son maltratadas, física o psíquicamente, que no se sienten comprendidas ni entendidas ni apoyadas por su pareja en absoluto, que están viviendo un infierno auténtico, y no se creen dignas de decir nada a nadie. ¡Mucho menos, denunciar!

Hace no demasiado tiempo, me llama una madre que tenía cuatro niños en el Colegio donde yo ejercía, diciéndome que quería hablar conmigo. El hijo mayor debía de estar en octavo de primaria, por lo que deberían de llevar casados unos quince años. Y pertenecían a la alta sociedad de aquella ciudad. Con perdón, no era una recién casada, de aldea.

Pues vino a contarme que se iban a divorciar –cosa no tan frecuente en aquellos tiempos–, y que quería que yo no me enterara por fuera. La razón es que, un buen día, hablando con una amiga íntima, le contó como ‘funcionaba’ su marido, y, tras un rato de conversación, cayó en la cuenta de que, para realizar el acto sexual, no era necesario que te clavara las uñas, te hiciera daño y sangre: que eso era una enfermedad, perfectamente catalogada, del marido. ¡Para ella fue todo un descubrimiento!

“Es que yo siempre había oído que la mujer estaba para complacer al marido, que había que sufrir y aguantar sus caprichos, pues tu obligación era aguantar carros y carretas, con tal de mantener el matrimonio”.

Reconozco que éste es uno de los casos más extremos que he conocido, pero hay multitudes de casos parecidos –no tan ‘sangrantes–, que se están dando en el piso de al lado o a tu hermana mayor, y, a veces, en la pareja que da la impresión de llevarse de maravilla.

Intentando ir concluyendo, yo diría que el problema del machismo no es fácil de mejorar. Ni en la parte visible y patética de los telediarios, ni en el proceso que nace con el primer flechazo –o con el primer ‘descuido’–. Como no es fácil de arreglar la situación mundial de la falta de ética en los gobiernos, el pasotismo universal ante el cambio climático, el pragmatismo e irresponsabilidad de que –a todo los niveles, aunque es más visible en el económico– los poderes fácticos, desde los ayuntamientos hasta los colegios, desde las iglesias a los bancos, reocupen en engordar a los más gordos, dejando flacos a los escuálidos, de que se pretenda ganar votos con iluminaciones millonarias, en vez de repartiendo los alimentos, las viviendas o los puestos de trabajo, consintiendo a los hijos todo tipo de caprichos, con tal de que no nos molesten, en vez de molestaros en que crezcan en aguante y compromiso.

Leía hace poco: “¿Por qué, en vez de enseñar a tus hijas a que no se vistan provocativamente, y que tengan cuidado a qué hora vuelven a casa, no enseñas a tus hijos a respetar, proteger, ayudar, y nunca dañar?”

Y, por otro lado: “¡El caos actual es debido a que las cosas son hechas para ser usadas y las personas amadas, y nosotros usamos las personas y amamos las cosas!”

Por eso yo creo que la única y auténtica solución es la educación, una buena educación. Tanto en casa, como en el Colegio, como en la iglesia. Hacer que nuestros hijos, alumnos o catequizando, sean ‘generosos’, ejemplares bien hechos de ‘ser humano’.

Y, ¡claro está!, desde el convencimiento de que “Los hijos no aprenden, imitan”. Los alumnos no son lo que les decimos, sino lo que somos. Los cristianos no imitan a Jesús, sino que –gracias a lo que les predicamos– creen que ‘hay que cumplir con Dios’, siendo sumiso, obediente y siguiendo al pie de la letra ‘lo que Dios manda’, ‘lo que se ha hecho siempre’.

Esta misma semana, una personilla de 7 años le dijo a su madre, que no le gustaba este Colegio. Tras el susto correspondiente, la madre optó por sentarse a hablar tranquila y confiadamente, y la niña le dijo: “Es que los profes nos gritan demasiado. Además, gritan a quien no tiene la culpa, y no gritan a quien la tiene”. Hemos de admitir, padres y maestros, que los premios y castigos, las alabanzas o riñas, no dependen siempre de la conducta de hijos y alumnos, sino de nuestro propio estado emocional. Y basta con asistir en un recreo en la sala de profesores, o presenciar en una cafetería una tertulia de papás y/o mamás, para salir creyendo que sus hijos y alumnos son sus rivales a vencer, sus enemigos a combatir.

Y conviene caer en la cuenta de que lo importante, no es que los padres quieran a su hijo, sino que éste se sienta querido, atendido, escuchado, valorado, importante para ellos. Os confieso que la mayoría de los problemas incluso enfermedades– del personal es la ausencia de esa sensación, normalmente no subsanada desde la infancia.

Decía yo, hablando de esto, a una profesora: “¡Como podemos pretender que demos de comer mierda a nuestros alumnos, y meen agua de colonia!”

Tony de Mello más finamente escribía: “Una mujer preguntó al maestro: «¿Qué puedo hacer yo, para que mi hijo sea feliz?» Y el maestro le contesto dulcemente: «Mujer, sea usted feliz».”

¿Tú quieres hacer algo en beneficio de los tremendos y terribles problemas que todos denunciamos en este mundo? Pues intenta ser, para que tu hijo-alumno te copie y llegue a ser lo que escribía yo al  principio del artículo:

Una persona generosa significa que es ‘de buen género’, que es profundamente humana: maduro, profundo, honrado, coherente, comprometido, consciente, fiel, compasivo, comprensivo, leal, colaborador, comunicativo, libre, sensible, solidario, auténtico, transcendente, espiritual, social, comunicativo, responsable, tolerante, educado, respetuoso, cultivado, transigente, flexible, empático, sereno, tranquilo, creativo, buscador, inspirador, contagioso, servicial, amigo, amante, amable, feliz y está en paz consigo mismo.

                                         
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Una vez más te digo que, si quieres hacer algún comentario, o sugerencia,

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