Este
verano ha sido rico en acontecimientos de muchos tipos, pero ha habido una
serie, no pequeña, de condicionamientos personales bastante poco apetecibles. Y
ha coincidido que, en la lectura del evangelio de la misa dominical, se han ido
sucediendo trozos del capítulo sexto de Juan, y me ha ocupado bastante tiempo,
energía, neuronas y emociones, intentar hacer inteligible su mensaje en mi
sencilla homilía dominical. Se trataba del famosísimo pasaje de “La multiplicación
de los panes y os peces”. Conocidísimo, como digo, pero no siempre bien
interpretado. Y pensé que podía ser un buen tema para desarrollar en el
siguiente artículo de este humilde blog.
De muchos
de mis lectores son conocidas las complicaciones físicas que ha traído a mi
delicado órgano cardiaco el deterioro, y necesario recambio, del D.A.I.
-desfibrilador, implantado tras la gravísima operación del 2011-, y la muerte
rápida y reciente, aunque muy tranquila y sin dolores, de una de mis hermanas.
Todo este
mundo interior, rodeado de demasiados problemas psicológicos de personas
cercanas, y del universal caos envolvente del mundo de la política, la
economía, la sanidad, la educación, la emigración, la pederastia: corrupción,
al fin y al cabo, como monstruo de mil cabezas, que, al menos a mí, me producía
una profunda tristeza, mirara en la dirección que pudiera estar mirando.
Y,
mientras tanto, como música de fondo que debía ‘interpretar’, uno de los
mejores resúmenes del evangelio de Jesús, visto desde la perspicaz y amplia
mirada del ‘cuarto evangelio’.
Conviene
caer en la cuenta de que el evangelio de San Juan -todavía más que los otros
tres, que también- no se puede leer con nuestras categorías literarias
actuales: no son libros de historia, ni pretenden que los entendamos al pie de
la letra, como hechos sucedidos, sin más, que podrían haber sido grabados en un
vídeo.
Ni
siquiera se pueden leer como relatos de contenido siempre religioso: el
evangelio, en general, tiene mucho más de pautas para enseñar a vivir una vida
plenamente humana, que normas religiosas y sagradas. Más que indicarnos cómo
debemos quedar bien con Dios, nos quiere enseñar a ser personas sensibles,
solidarias, profundas y felices.
Dice un
teólogo actual que, más que el fundamento de una religión, en terminología
actual, se podría decir que el evangelio de Jesús es un ‘libro de autoayuda’. Y
yo no podía dejar de pensar que, si la humanidad se enterara, entendiera,
comprendiera a fondo, y pudiera comprobar experiencialmente, al menos un poco,
las estrategias terapéuticas de Jesús, se acabarían tantos males, externos,
internos y mediopensionistas: la culpa, la inseguridad, el miedo, la
agresividad, la insatisfacción endémica, la violencia, la corrupción, la falta
de sensibilidad y humanismo, hasta en las personas de quienes menos cabría
sospecharlo.
Y, un
paréntesis que me parece imprescindible, es que todo ese mundo de horror, falta
de valores, vacíos afectivos, que parecen los factores desencadenantes de tanto
mal, tiene como uno de sus orígenes más ancestrales y constantes el mundo del
poder, de la manipulación, el sometimiento, la anulación del sentido crítico,
provocado, en parte, esas concepciones de Dios tan inhumanas y alejadas del
evangelio de Jesús, y por las religiones e instituciones que las inoculaban.
(Aunque, incluso hoy, se siguen identificando, y, en demasiados foros, se da
gato por liebre.)
Cuando
Juan nos cuenta algo -como los otros tres evangelistas, pero él todavía de
manera más patente-, no pretende que veamos ‘lo que pasó’, sino que quiere
enseñarnos una moraleja, darnos una lección de lo que podemos aprender detrás de
esa anécdota, para ser más felices, llevar una vida más parecida a la de Jesús.
Vienen a ser como ‘aplicaciones prácticas’ de la doctrina y la vida de Jesús:
la realización del maravilloso sueño que tiene Dios para cada uno de nosotros.
Como
sabemos, Juan va definiendo a Jesús como ‘La Palabra’, como Luz, como Vino,
como buen Pastor, como Camino, como Vida preñada de eternidad y plenitud. Y, en
este capítulo 6º de su evangelio, que hemos ido leyendo a trozos, en varios
domingos este verano, Juan desarrolla ampliamente la imagen de Jesús como Pan,
Alimento, Comida.
Y me
parece que la simple lectura de este largo y jugoso capítulo puede dejar que nos
escapemos de llegar hasta el fondo de tres maneras, bastante comunes, de las
que me gustaría que nos libráramos.
La
primera, y más habitual, es la de identificar el pasaje con el “Milagro d la
Multiplicación de los Panes y de los Peces”, y ¡ya está! Cuentan que un
joven sacerdote tuvo que predicar en su pueblo, el sermón de la misa solemne,
sobre este tema, y dijo, todo emocionado: “¡Es de admirar, queridos
hermanos, el poder milagroso de nuestro Señor, cómo con cinco mil panes y dos
mil peces, dio de comer a 20 personas!”. Ante la equivocación numérica, se
armó tal revuelo, que el joven clérigo se tuvo que callar, dejar pasar un rato,
recobrar la serenidad, y volver a empezar, con todo cuidado: “Queridos
hermanos. En una ocasión, Nuestro Señor Jesucristo, con tan solamente 5 panes y
dos peces, alimentó a más de cinco mil personas”. Y un viejo del pueblo,
con mucha retranca, gritó: “¡Con lo que le sobró de la otra vez! ¡Tirado!”
Juan no nos
cuenta, sin más, un milagro. Quiere que saquemos una lección de vida humana: “Cuando
se comparte lo que se tiene, sea mucho o poco, hay para todos, ¡y sobra!”.
Lo malo es
que hoy es mucho más fácil mirar y admirar el milagro, que comprometerse en la
solidaridad, plantearse lo que a mí me sobra, y a un hermano mío -hijo del
mismo Padre que sueña lo mejor para todos sus hijos, y de la ‘Pacha Mama’, que
engendra recursos suficientes para abastecernos con creces- le falta lo
esencial, por la pura insensatez e inhumana humanidad.
Suele
resultar bastante más fácil y cómodo alabar, admirar, incluso adorar a un
héroe, que seguirle, imitarle, copiarle. Y para todos es patente cómo “es
más fácil predicar que dar trigo”. ¡Qué bien hablan muchos predicadores,
gobernantes, profesores, padres de familia, y qué triste es conocer su vida
privada, sus reacciones habituales, que, en general, no tienen nada que ver con
la teoría que explicaban, y que parecía que les convencía!
Cuando
Jesús ve la cantidad de gente que le sigue, y ‘que están como ovejas sin
pastor’, inmediatamente le surge la compasión -sufre con-, y piensa en cómo
darles de comer. Como para poner a prueba a sus discípulos, les dice que qué
pueden hacer ellos. Como nos sucedería a cualquiera de nosotros, los discípulos
le vienen a contestar: “¡Que se arreglen ellos!”
“Felipe
le dice: ‘¡Ni doscientos denarios de plata darían para alimentar a toda esta
gente!’.” Cada uno sólo pensamos en lo nuestro. ¿Qué puede aportar mi granito de
arena al hambre del mundo? Incluso, los que intentamos dedicar nuestra vida a
la ayuda de los demás, hay veces que nos sentimos como una gota de agua cayendo
sobre un fogón al rojo.
Menos mal
que otro discípulo se preocupa de investigar, y le dice a Jesús que entre la
multitud hay una base de la que poder partir. Y ahí se apoya Jesús, para
explicar la lección.
Tengo que
confesar que me escandaliza profundamente, cuando veo personas que se llaman
cristianas, actuando desde el egoísmo, la corrupción, el desinterés más
absoluto por los demás. Me resulta paradigmático ver comportamientos de
políticos cristianos, que buscan descaradamente su beneficio propio, pasando
olímpicamente del bien de los ciudadanos.
Mi padre,
que decidió opositar a notarías, cuando la mayoría de sus amigos estaban dentro
de la acción política, incluso -como era muy buen orador- le insistieron
insistentemente en que formara parte de sus equipos. Él les contestó que
prefería irse a un pueblo, vivir pobremente, y poder atender a su mujer y a los
hijos que esperaba tener. Y contaba con su gracejo andaluz: “¡Qué tendrá la
política, que a la mejor palabra del mundo -madre- le añades’política’, y te
sale la suegra!”
Hace muy
poco, hablaba de este tema con unos amigos míos, que se codean con cierta
frecuencia y naturalidad con personal de estos ámbitos. Y les mostraba mi
imposibilidad de entender cómo un personaje concreto y famoso, de familia
conocida y de comunión diaria, con una madre ejemplo de perfección cristiana en
toda la ciudad, con una formación y una historia impoluta, cómo, después, había
hecho unos descalabros, para mí, totalmente incomprensibles.
Ante mi
asombro, me comentaron que fuentes muy cercanas a él, y de amistad y
conocimiento profundos, aseguraban que él no tiene conciencia de haber hecho
nada malo. No me lo explico. No lo logro entender. ¿Tanto puede cegar el poder,
el dinero, la fama, el éxito, el quedar por encima, el aparentar, el figurar?
Un corazón grande y bondadoso, ¿puede ser atrofiado u obnubilado de esa manera,
por esos instrumentos? ¿Será posible que sean tan adictivos y nocivos como el
alcohol o la marihuana? ¿Podrán obnubilar el cerebro y el corazón, hasta el
punto de anular la sensibilidad, la objetividad, la percepción de la realidad,
o de la propia conducta?
Yo, en mi
pequeña experiencia, he llegado a la conclusión de que sí. Incluso, a pequeñas
escalas, me ha producido impacto fuerte la manera de ver a una madre dirigirse
a su hijo, un profesor a su alumno, un superior a su súbdito, incluso un marido
a su mujer. Todos ellos, claro está, de formación probada, y con numerosos
cursos a sus espaldas de liderazgo cristiano, incluso de espiritualidad
ignaciana.
Sin entrar
ahora en los casos aberrantes de maltrato, abuso, trata, traición, engaño,
corrupción. Se suele contar el caso de un matrimonio de unos sesenta años, que,
al acabar la cena, dice el marido ala esposa: “Voy a tomar unas copas con
los amigos”. Y contestarle la esposa, con aparente naturalidad: “Pégame
ahora; que, si no, me despiertas, cuando vuelvas”. Al oírlo por primera
vez, puede resultar terrible. Luego ves que es la triste realidad de muchas
parejas.
Y hubo un
tiempo que creíamos que estas situaciones sólo se daban en casos muy extremos,
de muy bajo nivel social o cultural. Como el acoso escolar -esa crueldad
inhumana, que todos sospechábamos muy lejana a nosotros-, la violencia adulta
organizada, realizada ya por niños, y muy mal entendida y tratada por los
mayores. Hoy la tenemos a la vuelta de la esquina, y sin salir de casa.
Cuentan de
un famoso santo, que un compañero suyo le dijo: “Mira, un buey volando”.
Él se levantó a mirar. Ante las carcajadas del compañero, el hombre santo dijo:
“Me parecía más fácil ver un buey volar, que a un cristiano mentir”.
Otra
manera en la que nos solemos escapar los cristianos de ‘aprender la lección’
es, no escuchando una frase que pone Juan en boca de Jesús: “Buscad primero
los bienes que no perecen”. Hoy están muy en auge las cuestiones
dietéticas, el ‘comer sano’, ver la composición de los alimentos, y no digamos
mirar la fecha de caducidad.
Y Jesús,
con una aparente falta de prudencia, les dice a los ‘beneficiarios del milagro’,
que habían seguido tras él: “Me parece que me venís buscando, no porque os
interese cómo vivo, ni os apetezca ser seguidores míos, para ser más generosos,
sensibles, misericordiosos o comprometidos. Me da la impresión de que venís
tras de mí, porque os deja satisfechos, tranquilos, contentitos. Os lleno el
estómago y os lleno el quedar bien, el sentiros buenos. Cosas buenas, en sí,
pero insuficientes y puede que engañosas.”
¿Nos podría
decir eso mismo a los cristianos -incluso a ‘religiosos’-, del siglo XXI? ¿Vamos
a misa, comulgamos, rezamos, porque nos deja bien, porque con eso ya cumplimos?
¿O usamos la vida de Jesús, el evangelio y la eucaristía, para que nuestra vida
sea ‘repetición’ de la suya? Entrega, ayuda, compasión, misericordia,
compromiso.
La
‘religión’ de Jesús, ¿son prácticas y devociones, que nos sirven como
‘chucherías’, que nos entretienen y nos distraen, parece que nos alimentan,
pero, en realidad, nos producen más hambre y ardor de estómago? ¿O es para
nosotros proteína que nos da vigor y fuerza espiritual y humana?
Me viene a
la cabeza aquella jugosa frase del gran poeta libanés Kahlil Jihbran: “¡Que
ridículo soy, si la vida me da oro, yo te doy plata, y, encima, me creo
generoso!”. Por no citar aquella lúcida, gráfica y terrible del Maestro, a
los ‘cumplidores’ de su tiempo: “¡Sepulcros blanqueados! ¡Que, por fuera,
sois blancos, limpios y relucientes, y, en vuestro interior, sólo hay
putrefacción y descomposición!”
Y no olvidemos que Juan nos cuenta todo esto -como todo el cristianismo-, no como un mandamiento o una obligación de compartir con los demás, para tener a Dios contento, sino como una estrategia, una posibilidad que nos ofrece Jesús, para ser más felices, más alegres, más humanos. Jesús no nos dice nunca y en nada “hay que”, sino siempre, y para nuestra libre decisión: “¿Qué te parece, si usas este camino, que a mí me dio tan buen resultado, para realizarme como ser humano –aunque quedara tan mal con la gente bien-?”
Por algún
lado leí hace poco que a los seguidores de las diversas religiones se les suele
llamar, de manera indistinta, creyentes, practicantes, devotos, fieles. A los
cristianos no nos sirven estos adjetivos. No nos define ser creyentes, pues no
nos define el creer en unas ideas, unos dogmas, o unos sucesos. No podemos
definirnos como practicantes, pues tampoco nos podemos identificar con cumplir
ciertas prácticas o costumbres. Ni se nos puede llamar devotos, puesto que el
cristianismo no tiene demasiado que ver con cumplir unas devociones o liturgias
concretas.
Al
cristiano puede definirle la palabra fiel: el que tiene fe. Entendiendo que la
fe no es algo intelectual, de la cabeza –creyente, en definitiva- sino que es
una cualidad del corazón, de la sensibilidad, de la confianza. Es muy curioso
-y sería muy largo- ver cómo Jesús dice con frecuencia a aquel al que ha
curado: “¡Tu fe te ha salvado!”. No ha sido mi magia ni mi poder, sino
la fuerza que tú me has otorgado. Hoy, todavía, solemos usar: “Voy a este
médico, porque tengo fe en él”. Y cuántos médicos dicen que la curación de
un paciente depende en gran parte de la actitud del paciente.
Y la
tercera forma de no llegar al fondo es el escapar hacia las discusiones o
disquisiciones filosóficas, metafísicas o ideológicas. Cosa que les pasó a los
contemporáneos de Jesús -y a sus mismos discípulos-, y que, en el fondo, es
querer volver a lo inmediato, al pie de la letra del texto, sin dejarle al gran
maestro Juan que nos enseñe la moraleja profunda y enriquecedora.
Es
demasiado fácil discutir sobre si comulgar es comer el cuerpo y la sangre, si
es antropofagia, si el pan y el vino pierden su ‘sustancia’ -su esencia- y ahí
hay realmente células de carne y sangre, si en la misa se produce un cambio
mágico-milagroso, y el mismo Dios es ya incapaz de salir de la última miga de
pan caída al suelo, ni de la mínima mancha de vino, con que una gota ha rozado
el vestido de una feligresa.
La
claridad y rotundidad de Jesús no está en la ‘ciencia’ -ni en sus
disquisiciones filosóficas-: “El que no come mi carne, no tiene vida plena”.
Un cristiano -si realmente quiere serlo- debe masticar el evangelio, tragar su
doctrina, asimilar su misericordia, metabolizar su modo de vida: “¡Pasó
haciendo el bien!”.
Y, de
nuevo, nos encontramos con una frase que nos podría desconcertar: “El
espíritu da vida, la carne no sirve”, dice casi al final Jesús, ¿en qué
quedamos? Es lo mismo. De nuevo, lo esencial y lo aparente, lo profundo y lo
externo, el fondo y la forma, el espíritu y la letra, el amar y el cumplir.
Y,
acabando como empezaba, que no nos enseñe la ‘doctrina’ religiosa, ni las
obligaciones o normas morales de los maestros, ni el miedo inoculado a mansalva
por los poderosos, ni el caminar siempre a favor de la sociedad, ni permanecer
en nuestras zonas de confort, ni cualquier clase de miedo u obligación, sino esa manera de vivir del Maestro
-experimentada y vivida-, plena, humana, que transpira y contagia felicidad,
sensibilidad, coherencia, humanidad.
De nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me
pongas un correo a mi dirección
fermomugu@gmaill.com