En general,
estamos escuchando –y, a veces, profiriendo– lamentos sobre lo mal que está
todo, incluida nuestra querida Iglesia. Y, de ahí, la desafección –que tanto se
lamenta– de la sociedad actual a las creencias y a las prácticas religiosas.
Sobre todo, en la ‘perdida juventud’, con el alarmante descenso de vocaciones a
la vida consagrada.
Esta
temporada última, me rondaba por la pluma dar una vuelta de tuerca, a ese
pesimismo vital, que tiene motivos más que suficientes en los acontecimientos
políticos, la violencia en todas sus manifestaciones, y la falta –demasiado
generalizada– de comportamientos coherentes y decentes.
He
preferido, sin embargo, escribir sobre soluciones más que sobre problemas. Hace
poco, en un interesante artículo de psicología, leía una diferenciación entre
inteligencia y sabiduría. Venía a decir que la inteligencia es la fuerza mental
para resolver problemas, mientras la sabiduría es la habilidad para saber
manejar la inteligencia. Y acababa con un ejemplo gráfico y jocoso: “La
inteligencia es la capacidad de resolver problemas, y la sabiduría la habilidad
para no meterse en ellos”.
Hoy voy a
‘apoyarme’ en un trozo muy conocido del evangelio de Mateo (20, 20-28), con dos
partes muy distintas y diferenciadas. Estando Jesús con sus discípulos, se
presenta la madre de dos de ellos –Santiago y Juan–, y le pide a Jesús que ‘le’
deje a sus hijos ‘bien colocados’. Y, en la segunda parte, Jesús dice eso tan
conocido de “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir”.
La primera
parte hay que leerla –y entenderla– desde el contexto, tan poco sabido, de que
el evangelio es un manual de psicología enormemente sutil y sabio, sobre todo
para el tiempo en que se escribió. Lo malo es que, al leerlo exclusivamente
como un libro de religión, nos perdemos las geniales intuiciones, válidas para
tiempos, lugares y caracteres de lo más diversos, que encierra.
Para
empezar, conviene recordar que estos dos hermanos, suelen ser llamados ‘los
hijos de Zebedeo’. En la primera vez que se habla de ellos, cuando Jesús invita
a los primeros discípulos a seguirle, Jesús llama primero a Pedro y Andrés,
también hermanos, que estaban arreglando las redes, y dejan a su padre
trabajando, para seguir a Jesús. Mientras que, al poco, llama a ‘los hijos de
Zebedeo’, que dejan a sus empleados y sus barcas. Queda muy claro que el tal
Zebedeo y su familia era ‘gente bien’. Y que Jesús llamaba a ricos y pobres.
Incluso, llamó a un cobrador de impuestos y a un traidor.
Me parece importante destacar el sentido que Jesús da a su 'llamada¡: "Venid y os haré pecadores de hombres". En general, se entiende: "Venid, y dedicaos a convertir a los paganos". El 'apóstol' es el que se encarga de hacer prosélitos, de atraer a la gente a la religión de Jesús.
Pues, en realidad, tiene un sentido muy distinto. Para los antiguos, el mar equivalía al 'mal', al 'caos', al 'sinsentido'. Por eso Jesús llama a sus seguidores, para que sigan haciendo la misión para la que él ha sido enviado: "Para sacar a los seres humanos de sus enfermedades, de sus sinsentidos, de sus trampas, de sus amarguras". Este sentido me resulta mucho más positivo y atractivo.
Pues esta
‘Señora’, no se le ocurre otra cosa mejor que pedirle al jefe de sus hijos, que
ellos estén en su Reino, uno a su derecha y otro a su izquierda: bien situados.
Mira que la buena madre podía haberle suplicado al Señor que los hiciera buena
gente, que les enseñara toda su inmensa espiritualidad, su rica personalidad y
su gran sensibilidad, para el trato y la relación con los demás, para que
fueran felices y alegres, para que colaboraran a hacer un mundo mejor. ¡Ay las
madres!
Y parece
que Jesús ya cae en la cuenta de que, en general, a las madres les importan los
resultados de las notas y los éxitos en puestos figurantes, más que el que sean
personas de bien, y colaboren al crecimiento de la bondad, la coherencia y el
amor en el mundo –incluso para ellos–.
Como es
lógico, Jesús les dice que no saben lo que piden –el eterno ‘postureo’–, que él
no se preocupa de eso, y los otros diez la ponen verde, ¡naturalmente!
Aquí, no
puedo dejar de tratar el tema importantísimo de la educación, y de la relación –¡tan
esencial!– de las madres con los hijos. Tema, que cada vez que hablo de él, me
suele traer problemas. Y, aunque he comenzado afirmando que no quería fijarme en
problemas, sino en soluciones, no viene mal hacer un paréntesis reflexivo.
Una
anécdota que no me canso de contar, sucedió en una reunión de padres del
Colegio, a eso de las cinco de la tarde, en la que yo exponía la importancia de
la educación temprana en la familia, y de la dificultad inmensa de mantener el
imprescindible equilibrio entre ‘cariño-orden’, ‘madre-padre’, ‘afecto-exigencia’,
‘alabanza-reproche, ‘premio-castigo’.
Confieso
que es una labor complicada y difícil, pero enormemente necesaria. Y explicaba
que, en general, las madres, ‘aman’ tanto a sus hijos, que les puede el transmitirles
la exigencia, que el manifestarles su afecto, aprobación y valoración. Y esa
conducta tan generalizada me lleva al convencimiento de que el ‘amor de madre’
es algo de lo que se habla mucho, pero existe muy poco.
Pues
estaba yo diciendo a un salón de actos lleno de padres y madres, que la mayoría
de las madres no ‘aman’ realmente a sus hijos. Que, demasiadas veces, no actúa
el amor, sino la propia preocupación o insatisfacción. Y una madre, que no me
había debido de oír hablar nunca tan claramente, gritó, desde el fondo del
salón, sumamente ofendida: “¡Cómo se nota que usted no es madre!”
A
‘botepronto’ –que es como se me suelen ocurrir las ideas más geniales–, le
dije: “Efectivamente. Nunca he sido madre, y he perdido la esperanza de
serlo. Cosa que me haría una ilusión inmensa. Pero les aseguro que soy capaz de
distinguir, a simple vista, a la que es madre de la que no. Supongamos que, en
la cafetería de enfrente, hay un grupo de madres, que están haciendo tiempo,
para recoger a sus hijos, cuando acaben las clases. Hay entre ellas un niño de
unos dos años, que se está subiendo por las sillas, y no para de dar guerra.
¿Saben cuál es la madre del pequeño? ¡Clarísimo! ‘Aquella que le riñe con
ojos de odio’. Las otras le dirán, con caras sonrientes: ‘Luisito,
cariño, bájate, que te vas a hacer daño’. La madre lo cogerá de un brazo,
haciéndole positivo daño, y, con ojos de fuego, le dirá: ‘¡Si no te estás
quieto, no te vuelvo a sacar de casa!’ Y el pobre infante pensará: ‘Con
las amigas tan amables que tiene mi mamá, ¡me ha ido a tocar la única que me
odia!’ No es que su madre le odie, ¡NO!, es que expresa más su exigencia que
su amor. No es que las madres no amen a sus hijos. Es que los hijos no se
sienten amados, apreciados y valorados por sus madres.”
“Cuidado,
que te vas a caer”, “Es que todo lo haces mal”, “No se qué va a ser de ti el
día de mañana”, “No mereces ni agua con sal”, “Menos mal que me tienes a mí,
porque tú no vales ni para cobrar un cheque”, “Nadie te va a querer nunca más
que yo”, “Te castigo por tu bien”, “Mientras no seas perfecto, mamá no te
querrá”, “Los trapos sucios se lavan en casa”, “Serás feliz, cuando todos estén
felices contigo”, “¡No hagas nunca nada de lo que yo me pueda arrepentir!”
Con este
tipo de mensajes –que la mayoría de madres dicen, sin caer en la cuenta el
terrible daño que hacen, y lo marcados que dejan de por vida a sus hijos–, lo
normal es que nos encontremos adultos –padres, profesores, políticos, toreros,
policías, músicos–, cuya estructura personal inconsciente es el miedo, la
culpa, la inseguridad, el quedar bien, el hacer para que me quieran, el merecer,
el ser lo que necesitan los demás, no yo.
El genial
psicólogo –casi tanto como Jesús– Antonio Blay Foncuberta escribía sabiamente: “El
amor está por encima de los sentimientos”. La mayoría de los padres ‘aman
tanto’ a sus hijos, que no les dejan volar, que sufran, que se hagan daño, que
aprendan. Les pueden sus sentimientos.
Uno de los
ejemplos que más han llamado mi atención fueron unas declaraciones del Cardenal
de Barcelona, Mons. Ricard Maria Carles. Siendo ya obispo, le había comentado
su madre el pánico que pasaba cada fin de semana, cuando, en la Universidad,
iba a hacer alpinismo. Ante la pregunta sobre su silencio, le confesó su gran
madre: “No quería que, además de todos los peligros que te acechaban, te
llevaras el peso de mi miedo en tu mochila”. ¡Sin comentarios!
¡Eso sí
que es amor de madre! Y me aceptaréis que son bastante poco frecuentes. Lo que
más se da es el reproche, la exigencia, el recriminar lo que se ha hecho mal. Y
eso, repetido desde la más tierna infancia, crea la inseguridad y las
personalidades timoratas que luego tendrán tantos problemas. Y pasa casi lo
mismo en los profesores. La manera habitual en que éstos se dirigen a sus alumnos
suele estar, por desgracia, adobada con un tono, que yo calificaría de
enemistad, de rivalidad, de riña continua, de cabreo permanente.
Un famoso
pedagogo decía que la manera ideal de corregir los exámenes sería subrayar en
azul lo que está bien, y obviar lo que está mal. Y este revolucionario
procedimiento sería beneficioso, educativo y potenciador, en todos los campos:
académico, familiar, religioso, empresarial. De sobra sabe el sujeto lo que ha
puesto o hecho mal. Si alabamos lo que ha hecho bien, estamos fomentando su
autoestima, la seguridad en sí mismo, y estamos construyendo personas que, como
se valoran, porque se han sentido valorados, serán capaces, el día de mañana,
de lograr lo que se propongan, de cumplir sus promesas y sus sueños.
Hace poco, tenía la oportunidad de escuchar al genial Emilio
Calatayud, juez de menores en Granada desde hace ya 39 años, y toda
una celebridad. Conocido por sus controvertidas frases y
sus sentencias ejemplares, sus famosas charlas circulan por toda la web, y
sus sentencias se convierten a menudo en noticia: condenar a impartir cien
horas de informática, por crackear la web de varias empresas
granadinas, o a trabajar con los bomberos, por quemar papeleras son
sólo algunos de los ejemplos de la manera del proceder del magistrado, que no
duda en aplicar la ley sobre los menores de manera terapéutica y educativa, y
que no deja indiferente a nadie.
Con este original sistema, copiado hoy por la mayoría de los
juzgados de menores, logra reinsertar a la mayoría de sus ‘condenados’. Afirma
que es preferible para los mismos padres denunciar una conducta delictiva a los
15 ó 16 años, que tener que echarle de casa, o denunciarlo después de cumplir
los 18. Y que el lugar en el que tenemos que trabajar para que nuestros hijos
no tengan que llegar a un juzgado es en casa: “No tenemos que ser
amigos ni coleguitas de nuestros hijos, porque somos sus padres y, entonces, se
quedarían huérfanos.”
De manera irónica, el célebre juez nos da una serie de consejos y
pautas acerca de todo lo que tenemos que hacer (o no hacer) para que nuestros
hijos sean auténticos delincuentes en potencia (o para lograr todo lo
contrario). Afirma que somos padres y profesores ‘de extremos’. En nuestra
infancia se pasaban de autoritarismo, y hoy de permisividad: fuimos esclavos de
nuestros padres, y somos esclavos de nuestros hijos.
Y, desde ese convencimiento, dicta un
“DECÁLOGO PARA HACER UN HIJO DELINCUENTE”
1. Dadle
todo cuanto desee:
así crecerá convencido
de que el mundo entero le debe todo.
2. Reídle
todas sus groserías, tonterías y salidas de tono:
así crecerá convencido
de que es muy gracioso, y no entenderá cuando en el colegio le llamen la
atención por los mismos hechos.
3. No
le deis ninguna formación espiritual:
¡ya la escogerá él cuando
sea mayor!
4. Nunca
le digáis que lo que hace está mal:
podría adquirir
complejos de culpabilidad y vivir frustrado; primero creerá que le tienen manía
y más tarde se convencerá de que la culpa es de la sociedad.
5. Recoged
todo lo que vaya dejando tirado:
así crecerá pensando
que todo el mundo está a su servicio; su madre la primera.
6. Dejadle
ver y leer todo:
limpiad con detergente,
que desinfecta, la vajilla en la que come, pero dejad que su espíritu se recree
con cualquier porquería. Pronto dejará de tener criterio recto.
7. Padre
y madre discutid delante de él:
así se irá
acostumbrando, y cuando la familia esté ya destrozada lo encontrará de lo más
normal, no se dará ni cuenta.
8. Dadle
todo el dinero que quiera:
así crecerá pensando
que para disponer de dinero no hace falta trabajar, basta con pedir.
9. Que
todos sus deseos estén satisfechos al instante:
comer, beber,
divertirse, ¡de otro modo podría acabar siendo un frustrado!
10. Dadle
siempre la razón:
son los profesores, la
gente, las leyes, quiénes la tienen tomada con él.
“Y
cuando tu hijo sea ya un delincuente, proclama que nunca pudiste hacer
nada por él”.
Sin embargo, y admitiendo lo que tiene de razón, creo que el buen
juez cae en uno de los defectos que critica: irse de un extremo a otro. Cuando
siempre se dijo “in medio consistit virtus”. Por lo que yo, osado de mí,
he intentado remedar a Emilio Calatayud, y he escrito otro:
“DECÁLOGO PARA HACER UN HIJO DESGRACIADO”
1. Prohíbele
todo lo que tú no ves bien, ‘porque sí’:
así sentirá que lo que
él piensa no tiene ningún valor.
2. No
le alabes nunca sus logros:
así se convencerá de
que nunca podrá hacer nada bien.
3. No
le deis ninguna libertad ni oportunidad de decidir:
¡ya la tendrá él cuando
sea mayor!
4. Nunca
le digáis que es capaz de lograr lo que se proponga:
podría creerse
autosuficiente, válido y capaz de amar y ser amado.
5. Metedle
miedo para que tenga cuidado con todo y con todos:
así crecerá pensando
que todo el mundo es malo y nunca se atreverá a nada nuevo.
6. No
le dejéis ver ni leer nada, que vosotros no hayáis experimentado:
así nunca tendrá
criterio propio ni podrá buscar su propio camino.
7. Padre
y madre, daos siempre la razón, quitándosela a él:
así se irá
acostumbrando a pensar que sus iniciativas no sirven, y acabará no teniendo
ninguna.
8. Nunca
le deis muestras de amor incondicional:
así crecerá convencido
de que el amor, el perdón y la confianza no pueden existir.
9. Decidle
que todo lo hace mal, porque es un desobediente:
así vivirá siempre
inseguro y acabará siendo un frustrado y amargado, viendo sólo el lado negro de
las cosas y las personas.
10. Nunca
le deis nada, si no se lo ha ganado:
así vivirá con la
sensación inaguantable de necesitar hacer méritos siempre y ante todos, incluso
ante Dios.
Y,
cuando tu hijo entre en depresión constante, y eche la culpa de todos sus
males a los demás, proclama que nunca pudiste hacer nada por él: “el pobre
tuvo la desgracia de nacer así, siempre pesimista”.
Porque, como os decía, la mayoría de gente que viene a mi
consulta, nunca ha mirado para dentro, no sabe quién es, no aguanta la soledad,
no puede caer en la cuenta hasta dónde está machacada, a veces, incluso, sin
ganas ni fuerza, para dedicarse a su propia reparación. Dice un prestigioso psiquiatra que todo el mundo dice que quiere
ser feliz, pero que, en el fondo, todos quieren que les alivies, pero no que
los cures: ¡necesitan estar mal!
Y es muy frecuente que, tras unas cuantas sesiones, lleguen a admitir
que sus padres no fueron culpables, pues a ellos los educaron con la misma
explícita exigencia y el mínimo afecto formulado. Toda esa angustia es transmitida de
generación en generación, y –sobre todo– las hijas reproducen la triste
realidad de nuestras madres.
Concluyo esta primera parte, en que Jesús quiere dar una lección
sobre educación a “la madre de los hijos del Zebedeo”, y, de paso, a
todos nosotros: por un lado, es necesario mantener el difícil, pero
imprescindible binomio exigencia-afecto, advertencia-alabanza. No podemos darles
a los niños todos sus caprichos, ni reírles todas sus gracias –para que no se
frustren y no pasen todo lo que nosotros pasamos, pues les dejaríamos sin voluntad
ni capacidad de aguante–,
pero debemos darles unas buenas dosis de aprobación, valoración, y afecto, que
realmente les lleguen, y que formen parte esencial de sus personalidades, tan
frágiles e influenciables. Y, como dice Emilio Calatayud, no irnos de un
extremo a otro: actuar desde lo que ellos necesitan y no desde lo que a
nosotros nos resulta más cómodo.
Y yo
añadiría que, siendo conscientes de que los padres excesivamente rigurosos,
tuvieron infancias excesivamente rígidas, y que los padres demasiado permisivos
lo hacen por su propia comodidad, y no quererse enfrentar a los enfados de sus
hijos.
Por otro –y
no menos importante–, los padres –¡y los profesores!– deberíamos estar más
preocupados de su persona que de su expediente, pues les sería muy beneficioso
notar que nos importa que sean maduros, coherentes y honrados, mucho más que el
que tengan buenas notas, mucho éxito o dinero.
Y termino
con otra anécdota de una de mis charlas a padres, que me recordaba con mucho
énfasis hace poco un padre de antiguos alumnos: “Recuerdo que nos citaron a
los padres que teníamos hijos nuevos ese año en el Colegio, y, después de
hablarnos el director, el jefe de estudios y el coordinador de pastoral de los
temas más o menos esperados, nos hablaste tú cinco minutos, que fueron los que
más se nos quedaron, y lo comentamos mi mujer y yo, siempre que salís a colación.
Prácticamente, viniste a decir que, pensáramos seriamente si, dentro de 20 ó 30
años, preferiríamos que nuestro hijo tuviera una gran mansión, una gran fortuna
y un gran puesto, pero que fuera una persona inaguantable, o que tuviera una
casa y una familia humilde pero acogedora, donde nos apeteciera ir a vivir,
cuando nos jubiláramos”.
Siempre se
ha dicho –sobre todo, desde la Iglesia católica– que la familia es la fuente de
la educación y de una sociedad justa y equilibrada. Hoy día, por muy diversas
circunstancias –y no especialmente por las moderneces de las que tanto se
critica–, la familia es fuente de personalidades superficiales, materialistas,
agresivas y competitivas: no se respira amor, paz, comunicación. Incluso, la
mayoría de los muchos enfados y desavenencias matrimoniales, se airean y
muestran a plena luz, y en presencia de los pobres hijos, que son esponjas, que
absorben toda esa carga negativa y destructora.
Me hace
concluir, recordando una frase genial del periodista canadiense Emilie Hernri
Gauvreay –aunque suele atribuirse erróneamente al actor Will Smith–: "Hemos
construido un sistema que nos persuade a gastar el dinero que no tenemos, en
cosas que no necesitamos, para crear impresiones que no durarán, en personas
que no nos importan".
* * * * * * * * * *
Pasamos,
pues, a la segunda parte –del artículo y del trozo de evangelio–, que es uno de
los resúmenes más esenciales e ignorados del evangelio. En un primer momento,
les dice que se habrán dado cuenta de que todo el mundo ‘va a lo suyo’. Los
poderosos manipulan y se aprovechan de los que tienen debajo: “¡Que no sea
así entre vosotros!”
Los
cristianos, ¿le hacemos caso? ¿Nos importa y ocupa más el bien universal o
ajeno, que el nuestro? ¿Nos ocupamos de cultivar, entrenar, madurar en los
valores espirituales, internos y profundos, más que en lo externo, en el tener,
en el quedar bien, en las apariencias, el figurar, el complacer, ‘el postureo’?
Y hace la
gran afirmación, su testamento principal: “El Hijo del Hombre no ha venido a
ser servido, sino a servir, y a dar su vida en salvación por todos”. Yo,
que vengo en nombre de mi Padre, no vengo a que cumpláis con nosotros, sino que
os regalamos nuestra vida plena, nuestro amor incondicional y nuestro perdón
total, sin factura, sin que tengáis que pagar nada a cambio. ¿No os enteráis de
que es ‘un regalo’?
Y yo os
doy mi vida, mi doctrina y mi ejemplo, para que viváis salvados, libres, y no
esclavos de nada ni de nadie. Que vuestro camino para la felicidad no sea el
tener, el figurar, el consumir, el usar. Sino el amor, la entrega, el servicio,
el perdón, la libertad, la alegría, la autoestima, la experiencia de sentiros
amados incondicionalmente.
Os han
hecho creer que mi Padre sólo ama a los buenos, a los que hacen lo que él quiere.
Y que tenéis que ganaros ese amor, a base de cumplir con él, complacerle,
rezarle, adorarle. Os han identificado a mi Padre con vuestros padres, que ‘te
castigan por tu bien’, ‘quien bien te quiere te hará llorar’, ‘la letra con
sangre entra’, ‘si les das demasiada libertad, se van a salir de madre’.
Incluso,
os han metido tanto eso de ‘los diez mandamientos’, y hasta lo de ‘el
mandamiento del amor’, que, sin que sea consciente, sin caer en la cuenta,
vivís la religión –la relación con dios– como una obligación, un mandato, que,
si no lo cumples, ‘Dios te va a castigar’.
Y, por
hereje que pueda parecer, por extraño que os resulte, en el cristianismo no hay
obligaciones, no hay mandamientos, no ‘hay que’ nada, no ‘tienes que’. Dios,
como el mejor psicólogo del mundo y de la historia, sabe que la mejor manera
para que alguien ame es darle y demostrarle amor, no exigírselo. Porque el
problema principal de la mayoría del personal, no es que no lo hayan amado,
sino que no ‘se ha sentido’ amado, valorado.
En las
cartas de Juan y de Santiago –precisamente ‘los hijos de Zebedeo’– queda muy
claro que el amor cristiano no se manda, no se obliga, no se exige, sino que
surge espontáneamente de la experiencia de haber sido amado sin condiciones,
plenamente, sin factura.
En
‘Escuela de Padres’ solía usar un papel que decía: “Puedes mandar a tu hijo
que se siente a estudiar, no que se concentre y rinda; puedes mandar a tu hijo
que coma, no que asimile; puedes mandarle que se acueste, no que se duerma;
puedes obligar a tu hijo a que te obedezca, no que te ame. ¡Eso te lo tienes
que merecer tú!”
¡Ni el
mismo Dios nos puede mandar que le amemos! ¡Y él no puede dejar de amarnos! Lo
malo es que, como decía antes, es más cómodo, más sencillo ‘catequizar’ –y
creer– con un falso dios al que hay que adorar, y después no acordarnos más de
él. O buscar un premio, cuando hacemos algo “bien”. Me recuerda al ambiente
obsesivo, enfermizo y extraño que percibí se respiraba en Lourdes o Fátima. Un
montón de gente rezando el rosario de rodillas, pidiendo favores, rellenando
botellas de agua milagrosa, o llevando velas milagreiras; la devoción parecía
unida a una obligación triste y forzada. Y no olvidemos la genial frase de
nuestra Santa de Ávila: “Un santo triste es un triste santo”.
Tenemos
metido en las más recónditas entrañas que todo lo que vale cuesta, que a Dios
se le conquista con sacrificios y sufrimientos, “la letra con sangre entra”
y “quien buen te quiere te hará llorar”.
Recuerdo
una mañana de domingo, de un fin de semana que pasaba yo en casa de mi madre,
poco antes de morir ella, que celebramos la eucaristía en el salón, en un
ambiente sencillo, festivo y familiar, que a mi madre, al principio, le parecía
poco ortodoxo: cantábamos, comentábamos el evangelio, participábamos como de
cualquier otra reunión familiar tranquila y entrañable. Al acabar, me comenta: “Fernando,
¿‘esto valdrá’? Porque se supone que la misa es un sacrificio, ¡y a mí esta
celebración no me supone ningún sacrificio!”
Parece que
lo espiritual tiene que resultar costoso, doloroso, sacrificado. Y que lo
agradable, placentero y apetecible, no puede ser cosa de Dios. De ahí que nos
cuesta tanto amar y dejarnos amar.
En “El
jardín interior” se lee: “Nos han hecho identificar amar y complacer –y,
mejor, sin placer–”. Y es muy ‘real’ el dicho: “Todo lo que
apetece, o es pecado o engorda”. Y, desde luego, todo lo relacionado con el
sexo. De ahí, la sensación generalizada de miedo: miedo al amor, miedo a la
libertad -muy recomendable el extenso libro de este título de Erich Fromm, como
todo lo suyo-, miedo a decidir, a la responsabilidad.
Y el
evangelio –incluso muchos trozos inspirados del Antiguo Testamento– está
plagado de frases ilusionantes, animadoras a la alegría, a sentir y disfrutar
el amor, a sentirnos amados –¡y amados incondicionalmente!–, a sentir que la
única voluntad de Dios es nuestra plenitud humana y nuestra mayor felicidad.
Como nos
hemos acostumbrado a leer el evangelio, como el manual de una religión, la
manera de relacionarnos con Dios, nos cuesta mucho dar ese salto –precioso y
preciso– de ver que es una invitación a vivir desde el amor, usar el único
camino que nos puede hacer vivir alegres y satisfechos, y poder, así, contagiar
esa felicidad a los demás.
El
capítulo 4 de la primera carta de San Juan, viene a ser el imprescindible
resumen de toda la doctrina de Jesús: Dios es amor, el que no ama no conoce a
Dios, el amor es incompatible con el miedo. Lo importante del cristianismo, no
es que tenemos que amar a Dios, sino que podemos sentir la experiencia de que
él nos amó –y se nos regaló– primero.
Nadie da
lo que no tiene. De ahí que la frase de Jesús: “Amarás al prójimo como a ti
mismo”, no es una obligación religiosa, sino una advertencia psicológica.
Porque hay una preciosa frase: “La medida del amor es el amor sin medida”.
Pero la de Jesús es que sólo podremos amar –a nuestro hijo, madre, pareja,
prójimo o Dios– en ‘la medida’ en que nos amemos –nos tratemos, cultivemos,
entendamos, aceptemos, perdonemos, toleremos, conozcamos– a nosotros mismos.
Toda la Biblia viene a decirnos que nunca podremos
entender plenamente ni la esencia, ni los planes, ni la voluntad de Dios. De
ahí que se diga que Dios es ‘inefable’ (in hablable, del griego ‘faino’ –hablar–, como ‘in-fante’: que
no habla). Decía San Agustín –ya en el siglo IV– que de Dios ‘sólo’ sabemos lo que no es: de ahí que es
necesario ver qué nos dice y nos muestra su hijo, la foto y vídeo más real del
Padre.
No podemos olvidar el retrato que nos hace Jesús en la
parábola del ‘Hijo Pródigo’: cómo el padre perdona y sale en su busca, incluso
antes de que el hijo se arrepienta; como, en vez de echarle una reprimenda o
castigarlo, lo viste de gala y le da un banquete. Y, como modo de decirnos que
ese amor del padre es algo especial, nos pone la figura del hermano mayor, que
lo ve fatal y se escandaliza.
Y todos recordáis la anécdota, también escandalosa, de
‘La Adúltera’. Se la traen, porque la Sagrada Ley de Dios manda apedrearla. (Y,
como paréntesis personal, os confieso que pienso mucho en el miedo que tuvo que
pasar Jesús. Todos los hombres del pueblo vienen, pensando en pasarse un rato
‘erótico-festivo’, en nombre de Dios. Violencia machista, en manada, con todos
los permisos debidos, tirando piedras a una pobre mujer, cada vez más desnuda,
quejándose y retorciendo de dolor: ¡hasta morir! Y Jesús, al privarles de tan
maravilloso espectáculo, pensaría que las piedras irían contra él.) Pero Jesús,
imagen y retrato del Padre, le dice aquel famoso: “¿Nadie te condena? Pues
yo tampoco: vete en paz”. Si queremos saber lo que piensa, cómo siente, qué
haría, y qué preocupaciones tiene Dios, veamos cómo piensa, siente, actúa, vive
Jesús: ¡y ya lo sabemos!
Y dentro
del Antiguo Testamento, como decía, el profeta Isaías (aprox. 730 – 630 a. C.)
tiene textos que son terriblemente iluminadores en este sentido. Casi todas las
primeras lecturas de los domingos de adviento son suyas. Y tengamos en cuenta
que, en la Biblia, la palabra ‘profeta’, no significa ‘adivino’, sino “el
que habla en nombre de Dios”. Al leer sus lecturas, sí se debe decir –y
pensar–: ‘Palabra de Dios’. Porque hay que reconocer que hay muchos otros
pasajes del Antiguo Testamento, muchas frases y actuaciones, que para nada
deberían tenerse como dichas o hechas por Dios.
Tiene
muchas expresiones, para referirse a cómo mira Dios a los seres humanos –y,
como no suelen ser muy conocidas, me parece bueno copiarlas–:
“¿Puede
acaso una madre olvidarse del fruto de sus entrañas? Pues, aunque ella se
olvidara, yo no me olvidaría de ti, pues eres mi hijo”. “Llevo tu nombre
escrito en la palma de mi mano”. “Me importas más que la niña de mis ojos”.
Y hace
unas extensas descripciones, de un hondo sentido poético, de cómo será el
mundo, cuando se cumpla su auténtica voluntad:
“El pueblo que caminaba en las tinieblas
ha visto una gran luz: sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha
brillado una luz. Tú has multiplicado la alegría, has acrecentado el gozo;
ellos se regocijan en tu presencia, como se goza en la cosecha, como cuando reina
la alegría por el reparto del botín. Porque el yugo que pesaba sobre él, la
barra sobre su espalda y el palo de su carcelero. Porque todas las botas usadas
en la refriega y las túnicas manchadas de sangre, serán presa de las llamas,
pasto del fuego. [Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La
soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: «Consejero
maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz».
(Impresionante versión musical de este
pasaje, en ‘El Mesías’ de Händel: Número 12, Coro.)]
Su soberanía será grande, y habrá una paz sin fin para el trono de David y
para su reino; él lo establecerá y lo sostendrá por el derecho y la justicia,
desde ahora y para siempre. El celo del Señor de los ejércitos hará todo esto”.
9, 1-6.
“Saldrá una rama del tronco de Jesé y un
retoño brotará de sus raíces. Sobre él reposará el espíritu del Señor: espíritu
de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de
ciencia y de amor del Señor. El no juzgará según las apariencias ni decidirá
por lo que oiga decir: juzgará con justicia a los débiles y decidirá con
rectitud para los pobres de país; herirá al violento con la vara de su boca, y
con el soplo de sus labios hará morir al malvado. La justicia ceñirá su cintura
y la fidelidad ceñirá sus caderas. El lobo habitará con el cordero y el
leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león
pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá, la vaca y la osa vivirán en
compañía, sus crías se recostarán juntas, y el león comerá paja lo mismo que el
buey. El niño de pecho jugará sobre el agujero de la cobra, y en la cueva de la
víbora, meterá la mano el niño apenas destetado. No se hará daño ni estragos en
toda mi Montaña santa, porque el conocimiento del Señor llenará la tierra como
las aguas cubren el mar”. 11, 1-9.
“Tú dirás en aquel día: Te doy gracias,
Señor, porque te habías irritado contra mí, pero se ha apartado tu ira y me has
consolado. Éste es el Dios de mi salvación: yo tengo confianza y no temo,
porque el Señor es mi fuerza y mi protección; él fue mi salvación. Sacaréis
agua con alegría de las fuentes de la salvación. Y diréis en aquel día: Dad gracias
al Señor, invocad su Nombre, anunciad entre los pueblos sus proezas, proclamad
qué sublime es su Nombre. Cantad al Señor porque ha hecho algo grandioso: ¡que
sea conocido en toda la tierra! ¡Aclama y grita de alegría, habitante de Sión,
porque es grande en medio de ti el Santo de Israel!”.
12, 1-6.
“El Señor quebró el bastón de los malvados,
el cetro de los déspotas; al que golpeaba con saña a los pueblos, dando golpes
incesantes, al que dominaba con furia a las naciones persiguiendo sin tregua.
Toda la tierra descansa tranquila, se lanzan gritos de júbilo. Hasta los
cipreses, los cedros del Líbano, se regocijan de su suerte”.
14, 5-8.
“Señor, tú eres mi Dios, yo te exalto, doy
gracias a tu Nombre. Porque tú has realizado designios admirables, firmemente
establecidos desde tiempos antiguos. Por eso te glorifica un pueblo fuerte, la
ciudad de los tiranos siente temor de ti. Porque has sido un refugio para el
débil, un refugio para el pobre en su angustia, un resguardo contra la
tormenta, una sombra contra el calor. Porque el soplo de los tiranos es como
tormenta de invierno, como el calor en el suelo reseco. Tú acallas el tumulto
del enemigo: como el calor por la sombra de una nube así se extingue el canto
de los tiranos. El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre
esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados,
de manjares suculentos, sabrosos, de vinos añejados, generosos. El arrancará
sobre esta montaña el velo que cubre a todos los pueblos, el paño tendido sobre
todas las naciones. Destruirá la Muerte para siempre; el Señor enjugará las lágrimas
de todos los rostros, y borrará sobre toda la tierra el oprobio de su pueblo,
porque lo ha dicho él, el Señor. Y se dirá en aquel día: «Ahí está nuestro
Dios, de quien esperábamos la salvación: es el Señor, en quien nosotros
esperábamos; ¡alegrémonos y regocijémonos de su salvación!».
25, 1-9.
Y, para no extenderme
demasiado –cosa
casi imposible, como puede verse–, cito el conocido y sugerente texto del
profeta Ezequiel:
"Por eso di: Así habla el Señor: Yo los reuniré de entre los pueblos. los congregaré de entre los países donde han sido dispersados y les daré la tierra de sus padres. Yo les daré otro corazón, y pondré dentro de ellos un espíritu nuevo: arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, a fin de que hagan mi voluntad, porque reconocen mi amor". 11, 17-20.
Por eso,
Jesús da su vida, no por mandato de Dios, para redimirnos del pecado, para
salvarnos de su ira, del castigo del infierno, al que Dios nos mandará –¡ni que
estuviera deseándolo!– a nada que nos descuidemos. Jesús nos regala su vida –se
la quitan los poderosos, por miedo a que les arruine el negocio y la mafia que
han montado ‘en nombre de Dios’–, para que la usemos, para que podamos cumplir
el sueño que nuestro buen padre Dios tiene sobre nosotros: ¡nuestra plenitud y
felicidad! Para que, como decía al comenzar este artículo, entre tanto caos
moral y pesimismo existencial, tengamos una plataforma afectiva, una rampa de
lanzamiento, para intentar ser personas plenas.
De
nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me
pongas un correo a mi dirección
fermomugu@gmaill.com