Me molesta reconocer que nuestras conversaciones, y, en parte, nuestra manera de pensar y hasta de vivir, está condicionada por los medios de comunicación social. De ahí que estamos viviendo en una época, en la que la crispación, la agresividad y otras muchas características, muy poco humanas y recomendables, son el factor común de demasiadas situaciones sociales, familiares, personales y aun ‘íntimas’.
Los
atentados terroristas, los debates políticos, los planteamientos y las formas
de casi todas las tertulias televisivas, los problemas económicos, religiosos y
educativos, su manera de ser presentados, percibidos y afrontados, hacen que
tengamos la impresión de que todo está mal, de que todos están locos –¡yo no!,
siempre son los demás–, los que no piensan como yo son unos fanáticos
descerebrados, y, en definitiva, creo que, hoy casi más que nunca, va siendo
cada vez más verdad el que el sentido común es el menos común de los sentidos.
Lo
primero que quiero decir es que intento no fomentar ese clima enervado, exacerbado,
autoritario, dogmático y fanático. Todo lo que voy a decir, no es ni universalmente
seguro, ni lo único cierto o admisible. Únicamente es mi opinión, mi manera de
ver las cosas, tan respetable como cualquiera otra, pero en absoluto pretendo
que sea indiscutible ni indiscutiblemente absoluta.
Aunque
digo enseguida que sí quisiera dar unas pistas de reflexión, algunos argumentos
que hagan pensar, con el ánimo claro y descarado de que los que me leáis no
seáis fanáticos ni dogmáticos, ni extremistas ni insensatos. ¡Qué menos
pediros!
Una
primera idea que creo oportuna es que prácticamente todos los ‘ismos’ son malos
y peligrosos. Incluidos el de Suez y el de Panamá. Y no por la idea u origen
que los sustenta, sino por el modo, exagerado y fanático, de vivirlos, de
aplicarlos, de defenderlos. Está muy bien la integridad, pero no el integrismo.
Admito el Islam, pero no el islamismo. Cada uno puede ir añadiendo los que más
le hayan tocado padecer: psicologismo, perfeccionismo, victimismo, fanatismo,
ritualismo –incluso, en algunos aspectos, catolicismo–.
Hace
poco se paseaba por Madrid un autobús, preciosamente decorado, con las frases: “Los niños tienen pene. Las niñas tienen
vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás
siéndolo.”
Y
los que lo pusieron en circulación se quedaron tan panchos. Como hace años,
otros escribieron: “PROBABLEMENTE DIOS NO
EXISTE DEJA DE PREOCUPARTE Y DISFRUTA DE LA VIDA”. Que también se quedaron
tan panchos.
Lo
malo del caso –siempre en mi opinión– es que ni los que lo hicieron circular,
ni los que reaccionaban al verlo, lo hacían desde ‘el sentido común’, desde una
formación suficiente. Y yo añadiría, que ni desde la mínima cultura y
serenidad, sensatez e información. En los cuatro casos no se usa el cerebro
cultivado, sino la visceralidad agresivizada y, la mayoría de las veces,
violenta.
Otro
evento que ha hecho correr mucha tinta y mucha saliva, ha sido ‘la virgen
crucificada’ del carnaval de Valencia. Y no olvidemos que siguen de fondo los
debates y proclamas sobre los matrimonios homosexuales, o sobre la clase de
religión o sobre el burka. Poniendo en casi todos ellos, como colchón
justificatorio, ‘la libertad de expresión’, o ‘el respeto a las ideologías y
sentimientos ajenos’.
“Una mujer gritó: la
guerra era justa, ¡allí mataron a mi hijo!”, escribía Kalil Jibran, como
explicación prácticamente universal de la mayoría de las ‘opiniones’. Y Blas
Pascal (1623 – 1662) decía: “El corazón
tiene razones que la razón no entiende”.
Yo
pienso honradamente que, primero el corazón –la educación, la familia, lo
visto, los prejuicios, las emociones, quién lo dijo– decide lo que ‘hay que
pensar’, lo que es ‘verdad’, lo que pensamos ‘los nuestros’, y, luego, le dice
al cerebro que le vaya trayendo argumentos, para racionalizar, probar y
demostrar, que eso es lo correcto. Dice un proverbio muy sutil que ‘la ignorancia es la madre de los
prejuicios’. Efectivamente, no hacemos juicios, sino que tenemos y funcionamos
con prejuicios.
Para
mí, cualquier extremismo y fanatismo, sea de un lado u otro, es inaceptable,
injustificable e indefendible. Lo que suele pasar es que, al que está cerca de
un lado, hasta el fanatismo de ese lado no le parece tal fanatismo: “¡Bueno, quizá haya exagerado un poco! ¡Pero
tiene razón!”
Y
me gustaría no olvidar aquella maravillosa frase del –a veces no tanto: cuando
no estoy de acuerdo con él, ¡claro!– inspirado Voltaire: "No
comparto tu opinión, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarla.”
En el número de febrero de 2009, de “Bellavista”, revista de AAAA de este Colegio, escribía yo, a propósito del ‘bus ateo’: «¿Es que la imagen de Dios que damos los católicos hace pensar que sin él viviríamos mejor? Yo creo honradamente que sí, y en este punto es en el que tendríamos que reflexionar. Nuestra generación fue educada -más bien, indoctrinada- desde una ambigüedad bastante incoherente: por un lado, se afirmaba la bondad de un Dios Padre, que era amor y misericordia infinita; pero, por otro, se transmitían constantes mensajes de lo contrario: “Dios te va a castigar”, “Si eres malo, Dios no te quiere”, “¡Dios lo ha querido!” (tratándose de la muerte repentina de un ser querido, de una trágica catástrofe, o de una hambruna en Etiopía); “Cuanto más sufras, más cerca estás de Dios”, “Dios te manda esto, porque te quiere”. Cada uno de nosotros podría ampliar largamente este apartado. (…) La religión se puede vivir como un 'mandato sacrificado', o como una 'suerte potenciadora'. Dependiendo del Dios en que creamos, la religión será una pesada carga –‘una obligación’– o una alegría ilusionante –‘una oportunidad’–.»
Cuando
alguien dice o hace algo que me ofende, lo más sensato me parece ver primero si
yo le he dado razones para ello. Y creo que los católicos tendríamos mucho que
preguntarnos. No solemos caer en la cuenta de la cantidad de situaciones que
hemos dado por supuesto que eran buenas, permisibles y que nadie tenía que
ofenderse por ellas. Como teníamos la verdad absoluta, todos tenían que actuar
conforme a nuestros valores y principios, y tolerar las consecuencias de
nuestras imposiciones.
Sin
ir demasiado lejos, a acontecimientos realmente horrendos, siempre nos pareció
normal que el pueblo fuera despertado –estuvieran o no de acuerdo– por las
campanas madrugadoras de su iglesia, o por los cantos fervorosos del ‘rosario
de la aurora’. Que los jerarcas de la religión nacional ocuparan plaza de
derecho en las Cámaras de Gobierno. O que los representantes oficiales de la
ley tuvieran que jurar sus cargos sobra la Biblia. A nadie le parecía mal –ni
se les dejaba que lo dudaran– el tener que ‘pasar por el aro’.
Concretamente,
en el caso de la homosexualidad, habría mucha tela que cortar. En primer lugar,
no es claro que la homo-sexualidad –aunque puede parecer superfluo, conviene
saber que aquí la raíz es del griego ‘homo’ = igual, no del latín ‘homo’ =
hombre– sea una enfermedad, un vicio, ni siquiera un mal. No está claro en la
ciencia –ni en el evangelio–. Hasta hace poco, se daba por supuesto que el sexo
lo definía el género. Hoy no es así de nítido para todos los científicos
–médicos, genetistas, antropólogos o psicólogos–.
Hace
bastante tiempo venía en el ‘dominical’ de EL PAÍS, un reportaje sobre este
tema. Seis ilustres psiquiatras españoles –recuerdo a López Ibor, Vallejo
Najera, Castilla del Pino– tenían un largo artículo justificando su opinión. Y
me resultó enormemente impactante que la mitad daban por supuesto el origen
genético –con toda clase de razones y experimentos–, mientras que los otros
tres afirmaban rotundamente que era fruto de la educación, del ambiente, de los
estímulos introyectados. Teoría que va tomando cada vez más fuerza en los
ambientes científicos más serios.
«De hecho, muchas de las alteraciones psicológicas que se observan en
algunos homosexuales son mera consecuencia de la exclusión, el estigma, el
miedo, el aislamiento y la ruina social producidos por una sociedad hostil. (…)
Hoy día, los homosexuales continúan siendo presa de múltiples ideologías que
les niegan la dignidad. El intenso conflicto sobre la homosexualidad y el
sufrimiento humano que conlleva nos desafían a esclarecer el valor social y el
papel que desempeña el sexo en la existencia humana. Pues, en definitiva, la
homosexualidad no es una cuestión de salud mental, sino un reto sociopolítico y,
últimamente, un dilema moral», escribía el 4 de julio de 1991, Luis Rojas Marcos,
psiquiatra, que dirige el sistema hospitalario municipal de salud mental de
Nueva York.
Si damos por buenas estas doctas palabras de
Rojas Marcos –aun sin tomar tampoco posición definitiva y dogmática sobre el tema–,
habremos de ser conscientes del daño irreparable que la Iglesia Católica –incluidos
los regímenes políticos que la secundaban– ha perpetrado contra el colectivo
homosexual, y no deberíamos rasgarnos las vestiduras de que se sientan con todo
el derecho del mundo para protestar, quejarse, lamentarse e incluso pedir que
se les repare tanto desprecio, humillación, maltrato, y hasta cárcel sufrida,
sin razón, y, desde luego, sin la mínima misericordia y amor, que tanto se
predicaba.
Al buen papa Francisco le preguntaban, en el
avión, a la vuelta de Río de Janeriro, sobre los homosexuales. Y él dijo, como
siempre, con una sonrisa, con humildad, con cariño, con misericordia: “¿Quién soy yo para juzgar a nadie?”
No podemos decir que los que reaccionan
agresivamente contra la Iglesia que todo lo hagan bien; pero, al menos,
entendamos que sienten –¡y poseen!– grandes razones para hacerlo. Si estamos –o
hemos estado siempre– en el lado de los agresores, deberíamos intentar
comprender a los agredidos. Incluso, cuando nos agreden.
“Hoy
las ciencias adelantan que es una barbaridad”, cantaba Don Hilarión en la ‘Verbena
de la Paloma’. Hace unos días, decía Bruno Cardeñosa, director de un programa
muy serio sobre ciencia, “La rosa de los vientos”: “Es terrible lo rápido que se avanza en el
mundo de la ciencia; lo que era verdad absoluta hace cinco años, hoy ya no
tiene validez, y podemos negarlo tranquilamente”; y uno de los tertulianos,
el genial gallego Manuel Carballal, le matizaba: “Eso nos tiene que hacer admitir que lo que hoy acabamos de descubrir,
y tenemos por seguro, ¡puede no serlo el año que viene!”
¡Sabia reflexión! En uno de los textos del
canon de la eucaristía cristiana, se pide: “Que
todos los miembros de la Iglesia sepamos interpretar los signos de los tiempos –cómo
van cambiando las circunstancias, y actuar en consecuencia–, y crezcamos en la fidelidad al evangelio –El Amor–.”
Lo que ahí se pide –con toda razón– a los
cristianos, yo lo pediría para mí, y para todos mis lectores: tolerancia,
comprensión, reflexión, coherencia, objetividad. Dicen que es el mejor camino
para ser libre y feliz.
Si quieres comentarme algo, ponme un mensaje a <fermomugu@gmaill.com>