jueves, 4 de abril de 2019

“Los Sacramentos”


La manera de ser cristiano está muy condicionada al concepto y experiencia de los sacramentos. Ser cristiano, seguir a Jesús, no depende de que te apuntaran en un libro parroquial, de asistir a misa, cumplir unas normas, tener unas ideas, creer en unos dogmas, realizar unas acciones. Es algo mucho más interno, integral, vital, existencial, total: comprometido. Es vivir como viviría Jesús en mis circunstancias. ¡Nada que ver con pertenecer a un partido político o integrarse en una asociación del tipo que sea!

En la primitiva Iglesia, más que la palabra sacramento, se usaba la palabra ‘símbolo’. Hoy día, creo que también puede ser más iluminador y expresivo el significado original de símbolo.

‘Sacramentum’ era una palabra latina, derivada de ‘sacrum’: sagrado, consagrado, segregado, separado; algo sagrado estaba retirado de lo mundano y dedicado exclusivamente a lo divino. La misma raíz (‘sacer’) tiene la palabra sacerdote: el sacado de la comunidad, para consagrarse a Dios.

‘Símbolo’ viene del griego –συμβάλλω (‘sin’: con; ‘bállo’: lanzar)–. ‘Echar al tiempo’, lanzar simultáneamente, tirar dos cosas a la vez. En muchas sociedades, se usaba este sistema para hacer un pacto: se parte en dos una moneda, una tarjeta o un trozo de papel, se da una parte a cada uno; y, cuando alguien te dé la parte exacta que te falta, es el auténtico, se cierra el trato: se efectúa la entrega de armas o el dinero o lo convenido.

El sacramento es ese pacto que hace Dios con el ser humano: si tú pones tu parte (la acción externa: echar agua, compartir el pan, decir ‘sí quiero’), Dios pone la suya (la acción interna, su gracia, su fuerza, su aval divino a tu acción humana). Por eso, Santo Tomás dice: “Son signos visibles de la gracia invisible”; y el Concilio de Trento: “Son símbolo de una realidad sagrada, forma visible de la gracia invisible”.

Como se ve en Santo Tomás, también se usaba la palabra ‘signo’: señal, significar. Quizá lo más conocido y popular de esta palabra es ‘el signo de la cruz’, o ‘hacer la señal de la cruz’. Y, en otro campo más profano, las ‘in-signias’ de todo tipo, sobre todo, las de los equipos de fútbol.

Una primera cosa muy importante me parece que es el caer en la cuenta de que no es algo ‘automático’ –como una máquina donde echas una moneda y sale una bebida–. Para que se realice el sacramento, para que Dios haga ‘su parte’ –te infunda su vida–, es necesario que tú hagas, consciente y responsablemente, ‘tu parte’. Yo suelo decir que para los bancos o las paredes de la iglesia no se realiza la Eucaristía. Un ejemplo que puede extrañar: si se le cae al sacerdote un trozo de la forma consagrada, y pasa por allí un gato y se la come, él no come el Cuerpo de Cristo, para él no hay sacramento. Porque el gato no ha puesto su parte, su ‘media moneda’: consciencia, intención, compromiso.

Y otro, también un poco extremo:

Si a alguien le muestras un papel con estas rayas, es muy posible que no sepa su significado: quizá vea una escalera, o no sabrá bien qué. Sin embargo, si le dices que (en la segunda se ve mejor) esa figura es una efe mayúscula (F), la ve clarísimo. Y ya no puede dejar de verla ¡en todas!


Desde que se ven las rayas, hasta que se distingue la ‘F’, no ha cambiado nada en el papel, sino que donde cambia algo es en él, en sus ojos; o, mejor, en su interior. Por eso dice “El Principito: “Lo esencial es invisible para los ojos, sólo se ve bien con el corazón”.

Algo parecido puede pasar en la Eucaristía. Uno que vea a un grupo de cristianos comulgando, puede decir: “¿Qué hacen estos chalados, comiendo un trozo de pan, con cara de tontos, de abducidos?”. Es que para un cristiano no es un trozo de pan (no son unas rayas), sino que ha adquirido otro significado, es la persona de Jesús (la F).

Y se podría filosofar mucho: ¿Cambia realmente el pan? ¿O lo que cambia son los ojos y el corazón de la persona que lo recibe? El gato comería pan; el cristiano se alimenta de la fuerza, el espíritu, el amor de Jesús.

Otro ejemplo más: la vidriera de una catedral gótica. Tú le puedes decir a un amigo que es preciosa.

Pero, si sólo la ve ‘desde fuera’, no verá más que una masa metálica, gris oscura, sin belleza alguna.

Hay que entrar ‘dentro’, para ver todo su colorido y significado. ¿Cambia la vidriera? No; cambia la posición del que mira. Para que haya sacramento, tiene que haber un cambio, una posición nueva.

Pero, sea como sea, quizá ahora se entiende mejor la diferencia práctica entre sacramento y símbolo. Mucha gente suele entender el ‘sacramento’ como algo externo, automático, descomprometido: “Voy, hago el rito, y ¡ya está! Llevo una insignia, me apunto a un grupo social, voy a misa, cumplo lo establecido, y ¡ya está!”. ¡No! Un cristiano de verdad sabe que, sólo si vive, si es coherente, si quiere colaborar, con su vida y su sueño, en la vida y sueño de Dios, sólo así es de verdad cristiano.

En la Iglesia Católica hay 7 sacramentos. Unos dicen que por tradición. Otros que porque el número 7, en la primitiva comunidad –como en toda la biblia–, tiene el significado de ‘perfección en la relación del hombre con Dios’. (Este ‘significado del número 7 se da también en otras muchas religiones y escuelas espirituales, se asocia a la suerte, a la perfección, a los 7 cuerpos solares, los días de la semana, los 7 mandamientos del Talmud, los 7 chacras del hinduismo, los 7 brazos del candelabro judío). Esto aparece muy claro, cuando se acercó Pedro a Jesús, y le preguntó: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete veces? Le contestó Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”, (Mateo 18, 21-22). 
Pero podía haber muchos más ‘sacramentos’. En los 7 ‘oficiales’ están representados los momentos más importantes de la vida del ser humano: nacimiento –integración en una familia–, puesta de largo –celebración de los 15 en varios países de iberoamérica–, alternativa del torero, alegría por un motivo especial, compartiendo un banquete –fiesta importante de un grupo–, reconocimiento de mis errores –he hecho daño a alguien o a mí mismo–, compromiso de pareja, formar una familia o entrega al servicio de Dios –integración de un nuevo modo de vida–, preparación para la muerte –entrenamiento para el último combate–.

Pero, cualquier momento en que yo tomo una decisión vital, o hago algo importante, si quiero hacerlo siguiendo el ‘estilo’ de Jesús, contando con que Dios me echa una mano, puedo poner a Dios por testigo, o pedirle ayuda para el intento, o pedirle compañía como ‘colega’, y ese momento es realmente un sacramento cristiano –‘lo humano pasa a ser divino’–: elección de carrera, forma de llevar mi economía, elección de pareja, compromiso con un grupo de acción social, manera de educar a mis hijos, etc. (Esto de educar bien a los hijos es un tema demasiado importante para pretender incluirlo en este pequeño artículo: pero es una de las tareas más importantes y difíciles del matrimonio.)

En este sentido decía al principio que “la manera se ser cristiano está muy condicionada al concepto y experiencia de los sacramentos”. Y que “ser cristiano, seguir a Jesús, no depende de cumplir unas normas, (…)  Es vivir como viviría Jesús en mis circunstancias.”

Por eso, hay muchos cristianos, incluidos obispos y sacerdotes, que piensan que no se debería bautizar a un niño chiquito. No bastaría con que sean conscientes y se comprometan sus padres o sus padrinos; y, cuando empiece a enterarse, o vaya a la catequesis de Primera Comunión, le cuenten que está apuntado al cristianismo: que le echaron agua en la cabeza para quitarle la mancha del ‘pecado original’. ¡No! El que recibe el sacramento debería saber a qué tipo de vida se está apuntando. Optar libre, voluntaria y conscientemente por intentar que su vida se encamine a ayudar a Jesús a implantar en este mundo el Reino de Dios: “Hacer una ‘humanidad nueva’, en la que todos los seres humanos se sientan hijos amados del Padre Dios, y se comporten como hermanos con todos”.

Y con la Eucaristía pasa algo parecido. Un niño de 7 u 8 años no es capaz de entender qué significa “recibir a Jesús”. La primera vez que Jesús dijo a sus discípulos que tenían que ‘comer su cuerpo’ (“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi propia carne”, en el capítulo 6º del evangelio de Juan), se asustaron y le dijeron que eso no podía ser. ¡Pensaron en que tenían que ser antropófagos!

Pero la Eucaristía tiene un sentido mucho más profundo, maduro y adulto. ¡Y comprometido! Es celebrar un banquete entre un grupo de amigos –y amigos de Jesús–, para dar gracias (‘Ευ χαριστος’ = ‘buena gracia’ = “acción de gracias”) de que nos ha traído la buena noticia (Ευ αηγελιοη’ = ‘ev-angelio’ = ‘buen mensaje’) de que “Dios es amor” (1 Juan 4, 8).

Hasta Jesús, todas las religiones y después de él muchas todavía– pensaban que los dioses eran perversos enemigos de los hombres, y que éstos tenían que hacer sacrificios, para aplacar su ira. (Por desgracia, hoy mucha gente sigue con este esquema religioso.) Jesús es enviado por el Padre, para que todos los seres humanos sepamos que él no es así: que Dios es AMOR y sólo amor. Que nunca se enfada, que nunca castiga, que nunca condena a un hijo suyo. Incluso, que tiene un cariño especial a los más pobres, necesitados, marginados; hasta a los pecadores.

Hay un cuento que me parece iluminador: “A una madre le preguntaron que a cuál de sus hijos quería más. Y ella contestó: ‘A todos igual; pero un poco más al pequeño hasta que crezca, al enfermo hasta que se cure, y al que está fuera hasta que vuelva’.”

Por eso ‘recibir a Jesús’, no es sólo el hecho externo de recibir la comunión –por muy seria y devotamente que se haga–. Recibir a Jesús es ‘comulgar’ con su persona, estar y vivir de acuerdo con él: masticar su modo de vivir, ensalivarlo con la propia ‘saliva’ –cada uno desde sus propias circunstancias–, tragar y aceptar su vida y su misión, digerir y hacer sentimiento  y experiencia –no sólo idea– su mensaje, asimilar su compromiso por el establecimiento del Reino de Dios en este mundo, metabolizar y hacer nuestro su sueño activo y vital de una nueva humanidad, donde no se viva como en ésta, sino como Dios quiere: desde el AMOR.

Y esto es algo muy serio. No se hace en dos días. No se entiende a la primera. Como el que se bautiza, no sólo quiere seguir a Jesús, ser su amigo y tenerlo por modelo y guía, sino que quiere intentar ser, cada vez un poco más, ‘otro Jesús’; que el motor de su vida sea, cada vez más, como lo fue para Jesús, el Amor y el Sueño de Dios; necesita alimentar, cultivar, potenciar, hacer crecer esa ‘Vida de Jesús’, que existe dentro de él. Por eso necesita ‘comulgar’, ‘comer’, recibir, alimentarse de Jesús.

Hay otro ejemplo que me gusta poner, sobre todo después de mi operación de corazón, en la que me tuvieron que implantar una válvula mitral de cerdo –por ser el animal que tiene el corazón más parecido al nuestro–, pues con la mía, rota por un infarto, ya no podía vivir.

El cristianismo es, en realidad, ‘un transplante de corazón’. Sólo es cuestión de recibirlo. Ya lo decía en el Antiguo Testamento el gran profeta Ezequiel: “Arrancaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne”, (Ezequiel, 36, 26). Más o menos, todos tenemos el corazón un poco roto, herido, dolorido, machacado, traumatizado. Y así no podemos ser del todo felices. La ‘Buena Noticia’ de Jesús es que, como lo único que Dios quiere es que todos sus hijos seamos plenamente felices, nos regala su corazón, para que vivamos como él. Y hay un dibujo –de Fano– que me parece que lo expresa muy bien:

Por eso, se puede decir, en cierto sentido, que los sacramentos –como muchas de las buenas acciones de la vida diaria– no son ‘actos de magia’, no ‘añaden nada especial’ –distinto– a la vida de una buena persona, de un ser humano generoso, sensible y comprometido.

Hay quien dice que ‘todo’ lo humano puede ser ‘sacramento de Dios’: una cena de amigos, una fiesta de cumpleaños, una madre dando de mamar a su hijo, una pareja que hace el amor como expresión auténtica y sincera de entrega total, un profesor que escucha con paciencia y empatía las dificultades de un alumno, un profesional que desarrolla con ilusión y eficacia su trabajo, un voluntario que colabora en la construcción de un pozo en Etiopía. Son ‘símbolos’ de la vida –el amor, el perdón, la compasión– de Dios que se hace presente entre nosotros.

En ese sentido, un ser humano, consciente y maduro, que se bautiza, una pareja que se casa por la Iglesia, no sólo ‘celebran’ un sacramento, sino que, ellos mismos, se hacer sacramento, símbolo, presencia, experiencia de Dios en el mundo.

Cualquier ser humano, que lleva la vida –tiene el comportamiento, mira con los ojos, siente en su corazón la sensibilidad, sigue la doctrina– de Jesús, está haciendo presente a Dios: está siendo ‘encarnación de Dios’.

Por eso, el texto de ‘La Anunciación’, podemos pensar que está dicha por ‘el ángel’, a cualquiera de nosotros: Dios, que nos mira con buenos ojos, nos invita a prestarle nuestra vida, para traer más Jesús, más Amor, más Vida de Dios a nuestra humanidad.

Porque la santidad, la divinización de un ser humano, sólo necesita que esa persona deje a Dios que se le haga presencia, experiencia, vivencia de su divinidad. Para ser divino, ‘sólo’ hay que ser plenamente humano. Y, si nos cultivamos de tal manera que llegamos a ser plenamente humanos, entonces sí podemos decir que Dios –lo divino, lo absoluto, lo transcendente– está presente en nosotros: que somos presencia, sacramento de Dios.

La fuerza que mueve al mundo no es el poder, sino el amor, y eso hace que Jesús de Nazaret sea la Palabra de Dios, la imagen de Dios, la Encarnación de Dios. Y ese poder de Dios se hace presente en la ternura y la misericordia de Jesús. Por eso, en la medida en que nosotros vivamos nuestras vidas, con sus momentos buenos y malos, acertados y equivocados, alegres y sufrientes, desde la ternura y la misericordia de Jesús, no sólo podremos decir que somos discípulos de Jesús, sino que somos presencia del Dios de Jesús, y que hemos tenido la experiencia del conocimiento auténtico de Jesús.

Y, en la medida en que nosotros veamos todo, y vivamos desde la ternura y la misericordia de Jesús, el rostro sufriente del hermano se hace experiencia de Dios. Y nuestro rostro se convierte, para nuestros hermanos, en el mismo rostro de Dios. Contra lo que demasiadas veces se ha pensado, ser cristiano no lo constituye el hecho de asistir a misa o a la iglesia o rezar. Ser cristiano es vivir, pensar, sentir y actuar como Jesús.

Y, por eso mismo, podemos afirmar algo que puede parecer una blasfemia: Dios es tan indigente, que, para actuar, nos necesita a nosotros. Cuando siempre hemos pensado que Dios era omnipotente. Dios es invisible, y nadie le conoce, por eso ‘necesitó’ a Jesús, para que fuese su imagen, para darse a conocer y a sentir.

En ese mismo sentido, hoy nos necesita a nosotros, que vivamos como vivió Jesús, para que, en primer lugar, sintamos que Dios está presente en nosotros, y para que la gente que nos vea –sea de la religión e ideología que sea– pueda conocer y experimentar a Dios. Y creo que nos viene como anillo al dedo una oración, que puede parecer descabellada.

Se trata de un trozo precioso, escrito por Etty Hellison, holandesa de origen judío, el 12 de julio de 1942, desde el campo de concentración de Auschwitz, en el que fue ejecutada con 29 años, un 30 de noviembre de 1943:
“Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado.
Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros. Tal vez así podamos hacer algo por resucitarte en los corazones desolados de la gente. Sí, mi Señor, parece ser que tú tampoco puedes cambiar mucho las circunstancias; al fin y al cabo, pertenecen a esta vida. Y, con cada latido del corazón, tengo más claro que tú no nos puedes ayudar, sino que debemos ayudarte nosotros a ti, y que tenemos que defender hasta el final el lugar que ocupas en nuestro interior. Mantendré en un futuro próximo muchísimas más conversaciones contigo, y, de esta manera, impediré que te vayas de mí. Tú también vivirás pobres tiempos en mí, Señor, en los que no estarás alimentado por mi confianza. Pero, créeme, seguiré trabajando por ti y te seré fiel, y no te echaré de mi interior”.

Cuando leí este escrito-oración, me quedé sumamente impresionado. Aunque tiene mucho de parecido con la clásica, inspirada en una oración del siglo XIV:


“Jesús, no tienes manos.
Tienes sólo nuestras manos,
para construir un mundo donde reine la justicia.

Jesús, no tienes pies.
Tienes sólo nuestros pies,
para poner en marcha la libertad y el amor.

Jesús, no tienes labios.
Tienes sólo nuestros labios,
para anunciar al mundo
la Buena Noticia de los pobres,
de que Dios es padre y está de nuestra parte.

Jesús, no tienes medios.
Tienes sólo nuestra acción,
para lograr una humanidad más fraterna.

Jesús, nosotros somos tu Evangelio,
el único Evangelio que la gente puede leer,
si nuestras vidas son obras y palabras eficaces.

Jesús, danos tu amor y tu fuerza,
para proseguir tu causa,
y darte a conocer a todos cuantos podamos,
para que los seres humanos podamos vivir plenamente el Amor.”

Después de leer todo esto, ¿crees que habría hoy mucha gente, medianamente profunda y humana, que ‘pasaría’ de Dios y del cristianismo, si, desde pequeño, hubiera recibido estas enseñanzas? ¿No es mucho más atractivo e ilusionante –y evangélico, cristiano–, este sentirse imprescindible para conseguir la auténtica  divinización –humanización– de nuestra humanidad, que aquellas visiones, oraciones e imágenes del “Omnipotente y sempiterno Dios”?

Y pasamos –aunque desde una visión más tradicional y eclesial– a ir concretando lo que cada uno de los ‘siete sacramentos’ deben enseñarnos:

El bautismo no es que, al echar agua en la cabeza del niño, le limpias la mancha del pecado original, y le conviertes en ‘hijo de Dios’: ¡ya era hijo de Dios! El bautizando se ‘apunta’ a ser discípulo de Cristo, a seguir el evangelio, a admitir que Dios es amor incondicional. Por eso, debe ser una persona medianamente consciente y adulta. Cada vez se aboga más por la mayoría de edad.

La confirmación no es que, como por arte de magia, al ponerle encima las manos el obispo, ‘entre’ el Espíritu de Jesús en ese bautizado. Son dos pasos de una maduración humana y cristiana: por el bautismo ‘me apunto’ a la pandilla de Jesús, y por la confirmación ‘lo confirmo’, me reafirmo, me ‘hago fijo’, porque me convence ese modo de vivir –ese ‘puesto de trabajo’–. También debería darse a la edad en que se elige carrera, trabajo y pareja.

La confesión –‘penitencia’, tener pena, arrepentirse, cumplir la pena, pagar por el mal hecho– no es ir ‘al kiosko’ a que Dios me perdone, a que se reconcilie conmigo. Dios nunca nos vuelve la espalda, nunca nos deja de amar ni perdonar, nos ama tanto que ni siquiera se ofende. No es ir a pedir perdón, sino a agradecer ese perdón y ese amor, reconociendo que no ‘me lo merezco’, que es un regalo.

Incluso la palabra ‘perdón’, viene de la doble ‘per’ y ‘don’: per significa constancia, continuidad –perseguir, perdurar, perturbar–, y don significa regalo. Por tanto el perdón es un continuo estar dando, regalando –‘dándosenos’, ‘regalándosenos’.

De ahí también, que, desde la psicología, se diga que el perdón es de lo más beneficioso para la persona que perdona. Dice un proverbio: “Si perdonas, haces al otro tu esclavo; si no, te haces tú su esclavo”. El perdón libera, la venganza, el rencor, destruye.

La eucaristía, no es un sacrificio que hacemos para ofrecer al sanguinario padre la sangre de su hijo, para que nos redima de nuestros pecados. Jesús vino a regalarnos la Vida y el Amor del Padre misericordioso, para que nosotros, usándola, cumplamos el sueño que él tiene sobre cada uno de nosotros, sus hijos: que seamos alegres, generosos, humanos, felices.

Y Dios ya no necesita, ni quiere, sacrificios, normas, cumplimientos, para perdonarnos, para salvarnos –no ya del infierno, sino– de ser unos vulgares materialistas, del rebaño de esta sociedad, cada vez más deshumanizada.

La eucaristía es un banquete simbólico –el pan y el vino, alimento simbólico, representa y nos da la vida, la fuerza, el amor de Jesús–, es una reunión de amigos que se reúnen para dar gracias porque Dios nos ama, y quiere seguir siendo ‘de los nuestros’, nuestra vida, nuestro alimento.

Por eso, se dice también que el amor no es un mandamiento. Muchos cristianos, aun hoy día, creen que el ser cristiano es cumplir los diez mandamientos; incluso, en la confesión, van pasando revista de los 10. Cuando éstos están escritos en la Biblia muchos siglos antes de Jesús. (No son ‘anti’-cristianos, sino ‘ante’-cristianos: si tienes interés, puedes verlos en Éxodo 20, y Deuteronomio 5, y con ‘objetivos y motivaciones’ distintas; que se notan, sobre todo en la explicación del 3º, que hace cada uno de los dos relatos.)

Y está claro que el amor no puede ser objeto de mandato: tú puedes mandar a tu hijo que coma, no que digiera; que se acueste, no que se duerma; que estudie, no que asimile. Que te obedezca, no que te ame. Eso ‘te lo tienes que ganar’ tú.

El matrimonio es que los que se aman, quieren amarse cada vez mejor, y quieren que Dios sea el aval de ese amor, cada vez más entregado, más libre, más generoso, menos posesivo y egoísta, menos ‘machista’ y diferenciador, más parecido al suyo. Quieren ser ‘repetición’ –experiencia, ‘sacramento’– del amor de Dios a cada uno de nosotros: incondicional, total, auténtico, sin mezcla de interés propio. Y algo curioso: en el sacramento del matrimonio, los ‘ministros’ –los que ‘ejecutan’ el sacramento– son los propios esposos. El sacerdote es un mero testigo. Mientras que, en todos los demás, el ‘ministro’ es el sacerdote –o el diácono–; cualquier persona en el bautismo, y generalmente el obispo en la confirmación

De ahí, la importancia del noviazgo. Un amor auténtico y profundo no se improvisa, ni se puede expresar y comunicar, sin un cierto entrenamiento y aprendizaje. Y, en general, así como para cualquier profesión seria y compleja, se necesita unos estudios, unos ejercicios y hasta un examen –para conducir, por ejemplo, o para explicar matemáticas–, para casarse –y tener, y educar, hijos– no se suele pedir nada serio: a lo más, un ‘cursillo prematrimonial’, que poco o nada prepara para la vivencia y expresión del verdadero amor. ¡Porque hoy se suele llamar ‘amor’ a cualquier cosa!

Porque, si no hay verdadero amor –cosa muy distinta al enamoramiento, al deseo, a la atracción, al cariño, al sexo, a la posesión y la exclusividad, a la dependencia y el ‘no puedo vivir sin ti’– realmente no existe sacramento, el matrimonio se podría declarar nulo. Por eso, hay teólogos que dicen que, si bien la intención auténtica del matrimonio ha de ser ‘para siempre’, si, por las circunstancias que sean y sin culpa de nadie, el amor se acaba, ya ‘no hay’ sacramento.

Incluso, se oye la frase: “El matrimonio mata el amor”. Yo debo de decir que, en parte, estoy de acuerdo. Prescindiendo de la sinrazón de los ‘malos tratos’, es muy común oír a los monologuistas imitar el cariño y la ternura que se usan en las conversaciones de novios, y la brusquedad y crueldad en el matrimonio. Algo hay –no sé si consciente o inconsciente– de que en el noviazgo se intenta complacer, agradar, resultar amable, conquistar, seducir, y, firmado el papel, parece que ya está todo hecho, conseguido, logrado. En “Comunicarse para ser feliz”, escribo: “Normalmente no cambia nada del noviazgo al matrimonio; pero, si se cambia algo, es a peor”.

El orden sacerdotal viene a ser igual al matrimonio, pero, en vez de unión con una pareja, es consagración a lo de Dios. Hoy está muy en cuestión la obligatoriedad del celibato: la prohibición para un sacerdote católico de tener relación de pareja. Incluso parece afirmarse más, con ocasión de la terrible epidemia sufrida de ‘abusos’. Yo personalmente pienso que no debería tener que ver una cosa con otra, ni siquiera desde la misma doctrina de Jesús.

Estoy convencido de que los abusos se deben a una mala estructura de la afectividad. Si no, no podría explicarse que –según los últimos estudios más serios– aproximadamente el 60 % de los abusos a menores, proviene del entorno familiar: padres, abuelos, hermanos.

Y, por fin, la ‘extrema unción’. En varios sacramentos, la Iglesia usa el símbolo de la ‘unción’ –untar con aceite– como expresión de comunicar la fuerza de Dios, para alguna batalla que se ha de vivir. De hecho, se usa en el bautismo, la confirmación, la ordenación sacerdotal y el llamado ‘viático’.

El origen parece ser la costumbre de los gladiadores o luchadores, que, antes del combate, se daban aceite por todo el cuerpo, bien para fortalecer los músculos, bien para dejar el cuerpo más resbaladizo y de difícil agarre.

Hay un diálogo que me parece explicar muy bien el significado de la extremaunción –la palabra ‘viatico’ se usa, referido a la comunión que se suele dar al enfermo, con el sentido de ‘alimento para el camino’ (vía)–. El famoso escritor montañés José Mª de Pereda, conocedor de los rituales marinos, recordando que los grandes barcos, al llegar a puerto, esperan que se acerque el ‘práctico’ –barco pequeño que les guía en su complicada maniobra de entrada en el puerto de calado desconocido–, escribe en “El fin de una raza”, el siguiente diálogo:

“Y ¿cómo se encuentra usted ahora?”, -llegué a preguntarle.
“Con el práctico a bordo desde ayer”, -me respondió con su voz de siempre, aunque más premiosa.
“Será por exceso de precaución”, -díjele, comprendiendo su náutica alegoría de llegar a puerto, y deseando darle alientos.
“¡Qué precaución ni qué... tiña!”, -me replicó muy fosco-. “Soy ya casco viejo, vengo desarbolao, el puerto es oscuro y la barra angosta; ¿para cuándo es el  ‘práctico’, si no es para ahora mesmo?”


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