La
manera de ser cristiano está muy condicionada al concepto y experiencia de los
sacramentos. Ser cristiano, seguir a Jesús, no depende de que te apuntaran en
un libro parroquial, de asistir a misa, cumplir unas normas, tener unas ideas,
creer en unos dogmas, realizar unas acciones. Es algo mucho más interno,
integral, vital, existencial, total: comprometido. Es vivir como viviría Jesús
en mis circunstancias. ¡Nada que ver con pertenecer a un partido político o
integrarse en una asociación del tipo que sea!
En la primitiva Iglesia, más que la palabra sacramento, se usaba la palabra ‘símbolo’. Hoy día, creo que también puede ser más iluminador y expresivo el significado original de símbolo.
En la primitiva Iglesia, más que la palabra sacramento, se usaba la palabra ‘símbolo’. Hoy día, creo que también puede ser más iluminador y expresivo el significado original de símbolo.
‘Sacramentum’
era una palabra latina, derivada de ‘sacrum’: sagrado, consagrado, segregado, separado;
algo sagrado estaba retirado de lo mundano y dedicado exclusivamente a lo
divino. La misma raíz (‘sacer’) tiene la palabra sacerdote: el sacado de la
comunidad, para consagrarse a Dios.
‘Símbolo’
viene del griego –συμβάλλω (‘sin’: con; ‘bállo’: lanzar)–. ‘Echar al tiempo’,
lanzar simultáneamente, tirar dos cosas a la vez. En muchas sociedades, se
usaba este sistema para hacer un pacto: se parte en dos una moneda, una tarjeta
o un trozo de papel, se da una parte a cada uno; y, cuando alguien te dé la
parte exacta que te falta, es el auténtico, se cierra el trato: se efectúa la
entrega de armas o el dinero o lo convenido.
El
sacramento es ese pacto que hace Dios con el ser humano: si tú pones tu parte
(la acción externa: echar agua, compartir el pan, decir ‘sí quiero’), Dios pone
la suya (la acción interna, su gracia, su fuerza, su aval divino a tu acción
humana). Por eso, Santo Tomás dice: “Son
signos visibles de la gracia invisible”; y el Concilio de Trento: “Son símbolo de una realidad sagrada, forma
visible de la gracia invisible”.
Como se
ve en Santo Tomás, también se usaba la palabra ‘signo’: señal, significar.
Quizá lo más conocido y popular de esta palabra es ‘el signo de la cruz’, o
‘hacer la señal de la cruz’. Y, en otro campo más profano, las ‘in-signias’ de
todo tipo, sobre todo, las de los equipos de fútbol.
Una primera cosa muy importante me parece que es el caer en la cuenta de que no es algo ‘automático’ –como una máquina donde echas una moneda y sale una bebida–. Para que se realice el sacramento, para que Dios haga ‘su parte’ –te infunda su vida–, es necesario que tú hagas, consciente y responsablemente, ‘tu parte’. Yo suelo decir que para los bancos o las paredes de la iglesia no se realiza la Eucaristía. Un ejemplo que puede extrañar: si se le cae al sacerdote un trozo de la forma consagrada, y pasa por allí un gato y se la come, él no come el Cuerpo de Cristo, para él no hay sacramento. Porque el gato no ha puesto su parte, su ‘media moneda’: consciencia, intención, compromiso.
Y otro,
también un poco extremo:
Si a
alguien le muestras un papel con estas rayas, es muy posible que no sepa su
significado: quizá vea una escalera, o no sabrá bien qué. Sin embargo, si le
dices que (en la segunda se ve mejor) esa figura es una efe mayúscula (F), la ve clarísimo. Y ya no puede
dejar de verla ¡en todas!
Desde que se ven las rayas, hasta que se distingue la ‘F’, no ha cambiado nada en el papel, sino que donde cambia algo es en él, en sus ojos; o, mejor, en su interior. Por eso dice “El Principito: “Lo esencial es invisible para los ojos, sólo se ve bien con el corazón”.
Algo parecido puede pasar en la Eucaristía. Uno que vea a un grupo de cristianos comulgando, puede decir: “¿Qué hacen estos chalados, comiendo un trozo de pan, con cara de tontos, de abducidos?”. Es que para un cristiano no es un trozo de pan (no son unas rayas), sino que ha adquirido otro significado, es la persona de Jesús (la F).
Y se
podría filosofar mucho: ¿Cambia realmente el pan? ¿O lo que cambia son los ojos
y el corazón de la persona que lo recibe? El gato comería pan; el cristiano se
alimenta de la fuerza, el espíritu, el amor de Jesús.
Otro
ejemplo más: la vidriera de una catedral gótica. Tú le puedes decir a un amigo
que es preciosa.
Pero,
si sólo la ve ‘desde fuera’, no verá más que una masa metálica, gris oscura,
sin belleza alguna.
Hay que entrar ‘dentro’, para ver todo su colorido y significado. ¿Cambia la vidriera? No; cambia la posición del que mira. Para que haya sacramento, tiene que haber un cambio, una posición nueva.
Pero,
sea como sea, quizá ahora se entiende mejor la diferencia práctica entre
sacramento y símbolo. Mucha gente suele entender el ‘sacramento’ como algo
externo, automático, descomprometido: “Voy, hago el rito, y ¡ya está! Llevo
una insignia, me apunto a un grupo social, voy a misa, cumplo lo establecido, y
¡ya está!”. ¡No! Un cristiano de verdad sabe que, sólo si vive, si es coherente,
si quiere colaborar, con su vida y su sueño, en la vida y sueño de Dios, sólo
así es de verdad cristiano.
En la
Iglesia Católica hay 7 sacramentos. Unos dicen que por tradición. Otros que
porque el número 7, en la primitiva comunidad –como en toda la biblia–, tiene
el significado de ‘perfección en la relación del hombre con Dios’. (Este
‘significado del número 7 se da también en otras muchas religiones y escuelas
espirituales, se asocia a la suerte, a la perfección, a los 7 cuerpos solares, los
días de la semana, los 7 mandamientos del Talmud, los 7 chacras del hinduismo,
los 7 brazos del candelabro judío). Esto aparece muy claro, cuando se acercó
Pedro a Jesús, y le preguntó: “Señor, si
mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete veces?
Le contestó Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”,
(Mateo 18, 21-22).
Pero podía haber muchos más ‘sacramentos’. En los 7 ‘oficiales’ están representados los momentos más importantes de la vida del ser humano: nacimiento –integración en una familia–, puesta de largo –celebración de los 15 en varios países de iberoamérica–, alternativa del torero, alegría por un motivo especial, compartiendo un banquete –fiesta importante de un grupo–, reconocimiento de mis errores –he hecho daño a alguien o a mí mismo–, compromiso de pareja, formar una familia o entrega al servicio de Dios –integración de un nuevo modo de vida–, preparación para la muerte –entrenamiento para el último combate–.
Pero, cualquier momento en que yo tomo una decisión vital, o hago algo importante, si quiero hacerlo siguiendo el ‘estilo’ de Jesús, contando con que Dios me echa una mano, puedo poner a Dios por testigo, o pedirle ayuda para el intento, o pedirle compañía como ‘colega’, y ese momento es realmente un sacramento cristiano –‘lo humano pasa a ser divino’–: elección de carrera, forma de llevar mi economía, elección de pareja, compromiso con un grupo de acción social, manera de educar a mis hijos, etc. (Esto de educar bien a los hijos es un tema demasiado importante para pretender incluirlo en este pequeño artículo: pero es una de las tareas más importantes y difíciles del matrimonio.)
Pero podía haber muchos más ‘sacramentos’. En los 7 ‘oficiales’ están representados los momentos más importantes de la vida del ser humano: nacimiento –integración en una familia–, puesta de largo –celebración de los 15 en varios países de iberoamérica–, alternativa del torero, alegría por un motivo especial, compartiendo un banquete –fiesta importante de un grupo–, reconocimiento de mis errores –he hecho daño a alguien o a mí mismo–, compromiso de pareja, formar una familia o entrega al servicio de Dios –integración de un nuevo modo de vida–, preparación para la muerte –entrenamiento para el último combate–.
Pero, cualquier momento en que yo tomo una decisión vital, o hago algo importante, si quiero hacerlo siguiendo el ‘estilo’ de Jesús, contando con que Dios me echa una mano, puedo poner a Dios por testigo, o pedirle ayuda para el intento, o pedirle compañía como ‘colega’, y ese momento es realmente un sacramento cristiano –‘lo humano pasa a ser divino’–: elección de carrera, forma de llevar mi economía, elección de pareja, compromiso con un grupo de acción social, manera de educar a mis hijos, etc. (Esto de educar bien a los hijos es un tema demasiado importante para pretender incluirlo en este pequeño artículo: pero es una de las tareas más importantes y difíciles del matrimonio.)
En este
sentido decía al principio que “la manera se ser cristiano está muy
condicionada al concepto y experiencia de los sacramentos”. Y que “ser
cristiano, seguir a Jesús, no depende de cumplir unas normas, (…) Es vivir como viviría Jesús en mis
circunstancias.”
Por eso, hay muchos cristianos, incluidos obispos y sacerdotes, que piensan que no se debería bautizar a un niño chiquito. No bastaría con que sean conscientes y se comprometan sus padres o sus padrinos; y, cuando empiece a enterarse, o vaya a la catequesis de Primera Comunión, le cuenten que está apuntado al cristianismo: que le echaron agua en la cabeza para quitarle la mancha del ‘pecado original’. ¡No! El que recibe el sacramento debería saber a qué tipo de vida se está apuntando. Optar libre, voluntaria y conscientemente por intentar que su vida se encamine a ayudar a Jesús a implantar en este mundo el Reino de Dios: “Hacer una ‘humanidad nueva’, en la que todos los seres humanos se sientan hijos amados del Padre Dios, y se comporten como hermanos con todos”.
Por eso, hay muchos cristianos, incluidos obispos y sacerdotes, que piensan que no se debería bautizar a un niño chiquito. No bastaría con que sean conscientes y se comprometan sus padres o sus padrinos; y, cuando empiece a enterarse, o vaya a la catequesis de Primera Comunión, le cuenten que está apuntado al cristianismo: que le echaron agua en la cabeza para quitarle la mancha del ‘pecado original’. ¡No! El que recibe el sacramento debería saber a qué tipo de vida se está apuntando. Optar libre, voluntaria y conscientemente por intentar que su vida se encamine a ayudar a Jesús a implantar en este mundo el Reino de Dios: “Hacer una ‘humanidad nueva’, en la que todos los seres humanos se sientan hijos amados del Padre Dios, y se comporten como hermanos con todos”.
Y con
la Eucaristía pasa algo parecido. Un niño de 7 u 8 años no es capaz de entender
qué significa “recibir a Jesús”. La primera vez que Jesús dijo a sus discípulos
que tenían que ‘comer su cuerpo’ (“Yo soy
el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre. El
pan que yo doy para la vida del mundo es mi propia carne”, en el capítulo
6º del evangelio de Juan), se asustaron y le dijeron que eso no podía ser.
¡Pensaron en que tenían que ser antropófagos!
Pero la
Eucaristía tiene un sentido mucho más profundo, maduro y adulto. ¡Y
comprometido! Es celebrar un banquete entre un grupo de amigos –y amigos de
Jesús–, para dar gracias (‘Ευ χαριστος’ = ‘buena
gracia’ = “acción de gracias”) de que nos ha traído la buena noticia (‘Ευ
αηγελιοη’ = ‘ev-angelio’ = ‘buen mensaje’) de que “Dios es amor” (1 Juan 4,
8).
Hasta
Jesús, todas las religiones –y
después de él muchas todavía– pensaban que los dioses eran perversos
enemigos de los hombres, y que éstos tenían que hacer sacrificios, para aplacar
su ira. (Por desgracia, hoy mucha gente sigue con este esquema religioso.)
Jesús es enviado por el Padre, para que todos los seres humanos sepamos que él
no es así: que Dios es AMOR y sólo amor. Que nunca se enfada, que nunca
castiga, que nunca condena a un hijo suyo. Incluso, que tiene un cariño
especial a los más pobres, necesitados, marginados; hasta a los pecadores.
Hay un
cuento que me parece iluminador: “A una madre le preguntaron que a cuál de
sus hijos quería más. Y ella contestó: ‘A todos igual; pero un poco más al
pequeño hasta que crezca, al enfermo hasta que se cure, y al que está fuera
hasta que vuelva’.”
Por eso ‘recibir a Jesús’, no es sólo el hecho externo de recibir la comunión –por muy seria y devotamente que se haga–. Recibir a Jesús es ‘comulgar’ con su persona, estar y vivir de acuerdo con él: masticar su modo de vivir, ensalivarlo con la propia ‘saliva’ –cada uno desde sus propias circunstancias–, tragar y aceptar su vida y su misión, digerir y hacer sentimiento y experiencia –no sólo idea– su mensaje, asimilar su compromiso por el establecimiento del Reino de Dios en este mundo, metabolizar y hacer nuestro su sueño activo y vital de una nueva humanidad, donde no se viva como en ésta, sino como Dios quiere: desde el AMOR.
Y esto
es algo muy serio. No se hace en dos días. No se entiende a la primera. Como el
que se bautiza, no sólo quiere seguir a Jesús, ser su amigo y tenerlo por modelo
y guía, sino que quiere intentar ser, cada vez un poco más, ‘otro Jesús’; que
el motor de su vida sea, cada vez más, como lo fue para Jesús, el Amor y el
Sueño de Dios; necesita alimentar, cultivar, potenciar, hacer crecer esa ‘Vida
de Jesús’, que existe dentro de él. Por eso necesita ‘comulgar’, ‘comer’,
recibir, alimentarse de Jesús.
Hay
otro ejemplo que me gusta poner, sobre todo después de mi operación de corazón,
en la que me tuvieron que implantar una válvula mitral de cerdo –por ser el
animal que tiene el corazón más parecido al nuestro–, pues con la mía, rota por
un infarto, ya no podía vivir.
El
cristianismo es, en realidad, ‘un transplante de corazón’. Sólo es cuestión de
recibirlo. Ya lo decía en el Antiguo Testamento el gran profeta Ezequiel: “Arrancaré de vuestro cuerpo el corazón de
piedra, y os daré un corazón de carne”, (Ezequiel, 36, 26). Más o menos,
todos tenemos el corazón un poco roto, herido, dolorido, machacado,
traumatizado. Y así no podemos ser del todo felices. La ‘Buena Noticia’ de
Jesús es que, como lo único que Dios quiere es que todos sus hijos seamos
plenamente felices, nos regala su corazón, para que vivamos como él. Y hay un
dibujo –de Fano– que me parece que lo expresa muy bien:
Por eso, se puede decir, en cierto sentido, que los sacramentos –como muchas de las buenas acciones de la vida diaria– no son ‘actos de magia’, no ‘añaden nada especial’ –distinto– a la vida de una buena persona, de un ser humano generoso, sensible y comprometido.
Hay quien dice que ‘todo’ lo
humano puede ser ‘sacramento de Dios’: una cena de amigos, una fiesta de
cumpleaños, una madre dando de mamar a su hijo, una pareja que hace el amor
como expresión auténtica y sincera de entrega total, un profesor que escucha
con paciencia y empatía las dificultades de un alumno, un profesional que
desarrolla con ilusión y eficacia su trabajo, un voluntario que colabora en la
construcción de un pozo en Etiopía. Son ‘símbolos’ de la vida –el amor, el
perdón, la compasión– de Dios que se hace presente entre nosotros.
En ese sentido, un ser humano,
consciente y maduro, que se bautiza, una pareja que se casa por la Iglesia, no
sólo ‘celebran’ un sacramento, sino que, ellos mismos, se hacer sacramento,
símbolo, presencia, experiencia de Dios en el mundo.
Cualquier ser humano, que lleva
la vida –tiene el comportamiento, mira con los ojos, siente en su corazón la
sensibilidad, sigue la doctrina– de Jesús, está haciendo presente a Dios: está
siendo ‘encarnación de Dios’.
Por eso, el texto de ‘La
Anunciación’, podemos pensar que está dicha por ‘el ángel’, a cualquiera de
nosotros: Dios, que nos mira con buenos ojos, nos invita a prestarle nuestra
vida, para traer más Jesús, más Amor, más Vida de Dios a nuestra humanidad.
Porque la santidad, la
divinización de un ser humano, sólo necesita que esa persona deje a Dios que se
le haga presencia, experiencia, vivencia de su divinidad. Para ser divino, ‘sólo’
hay que ser plenamente humano. Y, si nos cultivamos de tal manera que llegamos
a ser plenamente humanos, entonces sí podemos decir que Dios –lo divino, lo
absoluto, lo transcendente– está presente en nosotros: que somos presencia,
sacramento de Dios.
La fuerza que mueve al mundo no es el poder, sino el amor, y eso hace que Jesús de Nazaret sea la Palabra de Dios, la imagen de Dios, la Encarnación de Dios. Y ese poder de Dios se hace presente en la ternura y la misericordia de Jesús. Por eso, en la medida en que nosotros vivamos nuestras vidas, con sus momentos buenos y malos, acertados y equivocados, alegres y sufrientes, desde la ternura y la misericordia de Jesús, no sólo podremos decir que somos discípulos de Jesús, sino que somos presencia del Dios de Jesús, y que hemos tenido la experiencia del conocimiento auténtico de Jesús.
La fuerza que mueve al mundo no es el poder, sino el amor, y eso hace que Jesús de Nazaret sea la Palabra de Dios, la imagen de Dios, la Encarnación de Dios. Y ese poder de Dios se hace presente en la ternura y la misericordia de Jesús. Por eso, en la medida en que nosotros vivamos nuestras vidas, con sus momentos buenos y malos, acertados y equivocados, alegres y sufrientes, desde la ternura y la misericordia de Jesús, no sólo podremos decir que somos discípulos de Jesús, sino que somos presencia del Dios de Jesús, y que hemos tenido la experiencia del conocimiento auténtico de Jesús.
Y, en la medida en que nosotros veamos todo, y vivamos
desde la ternura y la misericordia de Jesús, el rostro sufriente del hermano se
hace experiencia de Dios. Y nuestro rostro se convierte, para nuestros
hermanos, en el mismo rostro de Dios. Contra lo que demasiadas veces se ha pensado,
ser cristiano no lo constituye el hecho de asistir a misa o a la iglesia o
rezar. Ser cristiano es vivir, pensar, sentir y actuar como Jesús.
Y, por eso mismo, podemos
afirmar algo que puede parecer una blasfemia: Dios es tan indigente, que, para
actuar, nos necesita a nosotros. Cuando siempre hemos pensado que Dios era
omnipotente. Dios es invisible, y nadie le conoce, por eso ‘necesitó’ a Jesús,
para que fuese su imagen, para darse a conocer y a sentir.
En ese mismo sentido, hoy nos
necesita a nosotros, que vivamos como vivió Jesús, para que, en primer lugar,
sintamos que Dios está presente en nosotros, y para que la gente que nos vea
–sea de la religión e ideología que sea– pueda conocer y experimentar a Dios. Y
creo que nos viene como anillo al dedo una oración, que puede parecer
descabellada.
Se trata de un trozo precioso, escrito por Etty Hellison, holandesa de origen judío, el 12 de julio de 1942, desde el campo de concentración de Auschwitz, en el que fue ejecutada con 29 años, un 30 de noviembre de 1943:
“Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no
puedo asegurarte nada por anticipado.
Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: que tú no
puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros
mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un
fragmento de ti en nosotros. Tal vez así podamos hacer algo por resucitarte en
los corazones desolados de la gente. Sí, mi Señor, parece ser que tú tampoco
puedes cambiar mucho las circunstancias; al fin y al cabo, pertenecen a esta
vida. Y, con cada latido del corazón, tengo más claro que tú no nos puedes
ayudar, sino que debemos ayudarte nosotros a ti, y que tenemos que defender
hasta el final el lugar que ocupas en nuestro interior. Mantendré en un futuro
próximo muchísimas más conversaciones contigo, y, de esta manera, impediré que te
vayas de mí. Tú también vivirás pobres tiempos en mí, Señor, en los que no
estarás alimentado por mi confianza. Pero, créeme, seguiré trabajando por ti y
te seré fiel, y no te echaré de mi interior”.
Cuando leí este escrito-oración, me quedé sumamente
impresionado. Aunque tiene mucho de parecido con la clásica, inspirada en una
oración del siglo XIV:
“Jesús, no tienes manos.
Tienes sólo nuestras manos,
para construir un mundo donde reine la justicia.
Jesús, no tienes pies.
Tienes sólo nuestros pies,
para poner en marcha la libertad y el amor.
Jesús, no tienes labios.
Tienes sólo nuestros labios,
para anunciar al mundo
la Buena Noticia de los pobres,
de que Dios es padre y está de nuestra parte.
Jesús, no tienes medios.
Tienes sólo nuestra acción,
para lograr una humanidad más fraterna.
Jesús, nosotros somos tu Evangelio,
el único Evangelio que la gente puede leer,
si nuestras vidas son obras y palabras eficaces.
Jesús, danos tu amor y tu fuerza,
para proseguir tu causa,
y darte a conocer a todos cuantos podamos,
para que los seres humanos podamos vivir plenamente el Amor.”
Después de leer todo esto,
¿crees que habría hoy mucha gente, medianamente profunda y humana, que
‘pasaría’ de Dios y del cristianismo, si, desde pequeño, hubiera recibido estas
enseñanzas? ¿No es mucho más atractivo e ilusionante –y evangélico, cristiano–,
este sentirse imprescindible para conseguir la auténtica divinización –humanización– de nuestra humanidad,
que aquellas visiones, oraciones e imágenes del “Omnipotente y sempiterno Dios”?
Y pasamos –aunque desde una
visión más tradicional y eclesial– a ir concretando lo que cada uno de los ‘siete
sacramentos’ deben enseñarnos:
El bautismo no es que, al echar
agua en la cabeza del niño, le limpias la mancha del pecado original, y le
conviertes en ‘hijo de Dios’: ¡ya era hijo de Dios! El bautizando se ‘apunta’ a
ser discípulo de Cristo, a seguir el evangelio, a admitir que Dios es amor
incondicional. Por eso, debe ser una persona medianamente consciente y adulta.
Cada vez se aboga más por la mayoría de edad.
La confirmación no es que, como
por arte de magia, al ponerle encima las manos el obispo, ‘entre’ el Espíritu
de Jesús en ese bautizado. Son dos pasos de una maduración humana y cristiana:
por el bautismo ‘me apunto’ a la pandilla de Jesús, y por la confirmación ‘lo
confirmo’, me reafirmo, me ‘hago fijo’, porque me convence ese modo de vivir
–ese ‘puesto de trabajo’–. También debería darse a la edad en que se elige
carrera, trabajo y pareja.
La confesión –‘penitencia’,
tener pena, arrepentirse, cumplir la pena, pagar por el mal hecho– no es ir ‘al
kiosko’ a que Dios me perdone, a que se reconcilie conmigo. Dios nunca nos
vuelve la espalda, nunca nos deja de amar ni perdonar, nos ama tanto que ni
siquiera se ofende. No es ir a pedir perdón, sino a agradecer ese perdón y ese
amor, reconociendo que no ‘me lo merezco’, que es un regalo.
Incluso la palabra ‘perdón’,
viene de la doble ‘per’ y ‘don’: per significa constancia, continuidad
–perseguir, perdurar, perturbar–, y don significa regalo. Por tanto el perdón
es un continuo estar dando, regalando –‘dándosenos’, ‘regalándosenos’.
De ahí también, que, desde la
psicología, se diga que el perdón es de lo más beneficioso para la persona que
perdona. Dice un proverbio: “Si perdonas, haces al otro tu esclavo; si no,
te haces tú su esclavo”. El perdón libera, la venganza, el rencor,
destruye.
La eucaristía, no es un
sacrificio que hacemos para ofrecer al sanguinario padre la sangre de su hijo,
para que nos redima de nuestros pecados. Jesús vino a regalarnos la Vida y el
Amor del Padre misericordioso, para que nosotros, usándola, cumplamos el sueño
que él tiene sobre cada uno de nosotros, sus hijos: que seamos alegres,
generosos, humanos, felices.
Y Dios ya no necesita, ni quiere, sacrificios, normas, cumplimientos, para perdonarnos, para salvarnos –no ya del infierno, sino– de ser unos vulgares materialistas, del rebaño de esta sociedad, cada vez más deshumanizada.
La eucaristía es un banquete
simbólico –el pan y el vino, alimento simbólico, representa y nos da la vida,
la fuerza, el amor de Jesús–, es una reunión de amigos que se reúnen para dar
gracias porque Dios nos ama, y quiere seguir siendo ‘de los nuestros’, nuestra
vida, nuestro alimento.
Por eso, se dice también que el
amor no es un mandamiento. Muchos cristianos, aun hoy día, creen que el ser
cristiano es cumplir los diez mandamientos; incluso, en la confesión, van
pasando revista de los 10. Cuando éstos están escritos en la Biblia muchos
siglos antes de Jesús. (No son ‘anti’-cristianos, sino ‘ante’-cristianos: si
tienes interés, puedes verlos en Éxodo 20, y Deuteronomio 5, y con ‘objetivos y
motivaciones’ distintas; que se notan, sobre todo en la explicación del 3º, que
hace cada uno de los dos relatos.)
Y está claro que el amor no
puede ser objeto de mandato: tú puedes mandar a tu hijo que coma, no que
digiera; que se acueste, no que se duerma; que estudie, no que asimile. Que te
obedezca, no que te ame. Eso ‘te lo tienes que ganar’ tú.
El matrimonio es que los que se
aman, quieren amarse cada vez mejor, y quieren que Dios sea el aval de ese
amor, cada vez más entregado, más libre, más generoso, menos posesivo y
egoísta, menos ‘machista’ y diferenciador, más parecido al suyo. Quieren ser
‘repetición’ –experiencia, ‘sacramento’– del amor de Dios a cada uno de
nosotros: incondicional, total, auténtico, sin mezcla de interés propio. Y algo
curioso: en el sacramento del matrimonio, los ‘ministros’ –los que ‘ejecutan’
el sacramento– son los propios esposos. El sacerdote es un mero testigo.
Mientras que, en todos los demás, el ‘ministro’ es el sacerdote –o el diácono–;
cualquier persona en el bautismo, y generalmente el obispo en la confirmación
De ahí, la importancia del noviazgo. Un amor auténtico y profundo no se improvisa, ni se puede expresar y comunicar, sin un cierto entrenamiento y aprendizaje. Y, en general, así como para cualquier profesión seria y compleja, se necesita unos estudios, unos ejercicios y hasta un examen –para conducir, por ejemplo, o para explicar matemáticas–, para casarse –y tener, y educar, hijos– no se suele pedir nada serio: a lo más, un ‘cursillo prematrimonial’, que poco o nada prepara para la vivencia y expresión del verdadero amor. ¡Porque hoy se suele llamar ‘amor’ a cualquier cosa!
Porque, si no hay verdadero
amor –cosa muy distinta al enamoramiento, al deseo, a la atracción, al cariño,
al sexo, a la posesión y la exclusividad, a la dependencia y el ‘no puedo vivir
sin ti’– realmente no existe sacramento, el matrimonio se podría declarar nulo.
Por eso, hay teólogos que dicen que, si bien la intención auténtica del
matrimonio ha de ser ‘para siempre’, si, por las circunstancias que sean y sin
culpa de nadie, el amor se acaba, ya ‘no hay’ sacramento.
Incluso, se oye la frase: “El
matrimonio mata el amor”. Yo debo de decir que, en parte, estoy de acuerdo.
Prescindiendo de la sinrazón de los ‘malos tratos’, es muy común oír a los
monologuistas imitar el cariño y la ternura que se usan en las conversaciones
de novios, y la brusquedad y crueldad en el matrimonio. Algo hay –no sé si
consciente o inconsciente– de que en el noviazgo se intenta complacer, agradar,
resultar amable, conquistar, seducir, y, firmado el papel, parece que ya está
todo hecho, conseguido, logrado. En “Comunicarse para ser feliz”, escribo: “Normalmente
no cambia nada del noviazgo al matrimonio; pero, si se cambia algo, es a peor”.
El orden sacerdotal viene a ser
igual al matrimonio, pero, en vez de unión con una pareja, es consagración a lo
de Dios. Hoy está muy en cuestión la obligatoriedad del celibato: la
prohibición para un sacerdote católico de tener relación de pareja. Incluso
parece afirmarse más, con ocasión de la terrible epidemia sufrida de ‘abusos’.
Yo personalmente pienso que no debería tener que ver una cosa con otra, ni
siquiera desde la misma doctrina de Jesús.
Estoy convencido de que los
abusos se deben a una mala estructura de la afectividad. Si no, no podría
explicarse que –según los últimos estudios más serios– aproximadamente el 60 %
de los abusos a menores, proviene del entorno familiar: padres, abuelos,
hermanos.
Y, por fin, la ‘extrema
unción’. En varios sacramentos, la Iglesia usa el símbolo de la ‘unción’ –untar
con aceite– como expresión de comunicar la fuerza de Dios, para alguna batalla
que se ha de vivir. De hecho, se usa en el bautismo, la confirmación, la
ordenación sacerdotal y el llamado ‘viático’.
El origen parece ser la costumbre de los gladiadores o luchadores, que, antes del combate, se daban aceite por todo el cuerpo, bien para fortalecer los músculos, bien para dejar el cuerpo más resbaladizo y de difícil agarre.
Hay un diálogo que me parece explicar muy bien el
significado de la extremaunción –la palabra ‘viatico’ se usa, referido a la
comunión que se suele dar al enfermo, con el sentido de ‘alimento para el
camino’ (vía)–. El famoso escritor montañés José Mª de Pereda, conocedor de los
rituales marinos, recordando que los grandes barcos, al llegar a puerto,
esperan que se acerque el ‘práctico’ –barco pequeño que les guía en su
complicada maniobra de entrada en el puerto de calado desconocido–, escribe en “El
fin de una raza”, el siguiente diálogo:
“Y ¿cómo se encuentra usted ahora?”, -llegué a preguntarle.
“Con el práctico a bordo desde ayer”, -me respondió con su voz de
siempre, aunque más premiosa.
“Será por exceso de precaución”, -díjele, comprendiendo su náutica
alegoría de llegar a puerto, y deseando darle
alientos.
“¡Qué precaución ni qué... tiña!”, -me replicó muy fosco-. “Soy
ya casco viejo, vengo desarbolao, el puerto es oscuro y la barra angosta;
¿para cuándo es el ‘práctico’, si no es para ahora mesmo?”
De nuevo te digo que, si quieres hacerme algún comentario,
me
pongas un correo a mi dirección
fermomugu@gmaill.com