martes, 30 de mayo de 2017

“¿QUÉ ES REZAR?”


Aprovechando la fiesta de San Fernando, quiero tratar el tema de la oración, porque, aunque pudiera parecer exclusivo de unos pocos interesados –“Sólo para cristianos practicantes” –, honradamente creo que no: saber ponerse en contacto con Dios, con ‘El Otro’, saber hacer silencio, y escuchar lo mejor de nosotros mismos –tengamos la ideología que sea–, es un aprendizaje prioritario, para que logre su madurez y plenitud humana cualquier tipo de persona.

En “Comunicarse para ser feliz”, defiendo que los tres pilares de la comunicación y, por tanto, de la personalidad de todo ser humano, son la comunicación profunda con lo más intimo de uno mismo, ese mundo desconocido de los sentimientos, que pocas veces nos solemos contar; la comunicación con ‘los otros’, desde los dos aspectos más claros –desde la dicotomía clásica, cuerpo y alma, sexualidad y amor; y la comunicación con El Otro, con lo que no se ve, con lo transcendente  –tengamos la ideología que sea, como decíamos antes–. Una persona que no tiene estructurado, situado, ese mundo –le ponga el nombre que le ponga, repito, Dios, absoluto, vida, energía positiva–, y no haya establecido una relación coherente con ‘ello’, no puede llegar a ser una auténtica persona. Incluso, sus relaciones con los demás, y con él mismo, adolecerán de estabilidad, claridad, coherencia.

Evidentemente, nadie duda de que la oración es uno de los pilares imprescindibles del cristianismo, como de cualquier religión. Se predica sobre ella, se intenta enseñar a orar, y se buscan los mejores medios para que los fieles puedan orar más y mejor. Sin embargo, yo pienso que, en general, la mayoría de los cristianos, incluidos los devotos y piadosos, sabe muy poco y practica muy mal lo que es una verdadera y auténtica oración cristiana.

En mi infancia, aprendí en el catecismo, escrito por el jesuita P. Astete, que la oración es: “Levantar el corazón a Dios, y pedirle mercedes”. Ya no entendíamos bien qué era eso de ‘mercedes’. Se contaba que un desconocedor de todo lo eclesiástico ve salir a un obispo de un cochazo, va haciendo una serie de preguntas sobre la religión, y, al oír esa definición, dice: “¡Ya sé lo que es la oración!”

Probablemente muy pocos de los lectores de este blog, reconocerán ni recordarán aquella definición del catecismo que nosotros aprendíamos. Sin embargo, pienso que el concepto de oración más generalizado se parece demasiado a lo que a nosotros nos enseñaron. Por de pronto, creo que está excesivamente unida la relación entre orar y pedir. Relación que me parece absolutamente improcedente. Así como ‘levantar’ el corazón, dando por supuesto que Dios está fuera y arriba. Y, por otro lado, veo muy unido ‘orar’ con su origen etimológico: oral, de la ‘boca’, de hablar, decir. Y eso puede ser aún más peligroso, por ser aún menos evangélico. Incluso, me atrevo a decir que la mayoría de ‘los medios’ que usamos para rezar, perjudican más que ayudan. Mi abuela materna, vasca por los cuatro costados –mi madre lo era por los ocho–, solía decir, con una gran sabiduría: “¿Tú sabes lo bueno que es rezar? ¡Pues mejor es callar!”

Debemos partir de la base de que rezar no es un fin en sí mismo, sino un medio para algo más importante. No hay que rezar un tiempo al día, o recitar unas oraciones determinadas, para merecer, ganar o cumplir con Dios. La oración debe ser un modo, por el que vayamos logrando ‘conectar’ –escuchar, sintonizar, identificarnos– con Dios. O, como decíamos antes, con lo mejor de nosotros mismos. Que eso decía San Agustín, ya por el año 400 d. C.: “Dios es lo más íntimo a mi intimidad”.

Suelo poner un ejemplo muy luminoso: si quiero practicar un idioma, y dedico una hora a conversar con un nativo, seguro que en un año hablo fluidamente. ¿Cómo se puede entender que alguien diga que lleva años haciendo oración, y no se le haya pegado nada del ‘acento de Dios’? Y hay un refrán popular –quizá pueda parecer vulgar en este contexto–, que lo deja más claro: “Dos que duermen en un mismo colchón, se vuelven de la misma condición”. ¿Se nos nota a los cristianos que ‘dormimos en el colchón de Dios’? ¿Nuestra ‘condición’ va siendo más amable, pacífica, libre?, ¿nos vamos pareciendo, de a poco, pero efectivamente, al Dios en el que creemos?

Y hago un paréntesis a este respecto, que me parece interesante: “Cada uno acaba pareciéndose al Dios en el que cree”, decía un sacerdote mayor, siendo yo un enano. Lo he comprobado en muchos casos, un tanto curiosos. Un religioso anciano, que ha pasado toda su vida ‘dándose a los demás’, y predicando el amor y la misericordia, resulta ser, cuando te acercas a él, un puñetero picajoso, rencoroso, violento y vengativo. Si tienes la suerte de que te descubra su alma, te encuentras que la imagen de Dios que guarda desde su infancia es así: puñetero, justiciero y vengativo.

Sobre este tema hay muchísimo pensado y escrito, pero aquí no quiero pasarme ni aburrir demasiado. El jesuita Javier Melloni (Barcelona 1962) explica la oración, en tres pasos, que me parecen acertados e iluminadores: “Un primer momento en que le cuento brevemente a Dios mis sentimientos. Un segundo, un poco mayor, en el que intento escuchar lo que siente Él ante ellos. Y un tercero, más largo, en que miremos juntos las personas, las cosas, el mundo, y vayamos compartiendo nuestros sentimientos.”

San Ignacio de Loyola decía de los jesuitas que debían ser “contemplativos en la acción”, una mezcla de Marta y María. Sólo esta frase ha dado para varias tesis doctorales, pues, hasta él, eran muy frecuentes las discusiones –a veces encrespadas– entre las diversas órdenes religiosas, sobre si la entrada en la vida religiosa debía potenciar –o reducirse a– el ‘brazo vertical’ de la Cruz de Jesús –adorar a Dios, hablar con Jesús, como María–, o, por el contrario, siguiendo el activismo de Marta, tenían que dedicarse casi exclusivamente a la ‘acción’, a hacer obras de misericordia. Y es que siempre ha sido muy fácil ‘huir’ a los extremos.

En casi todos los campos del vivir, los humanos solemos caer en los ‘ismos’: activismo, perfeccionismo, voluntarismo, fanatismo, radicalismo. ¡Y todos son ‘peligrosismos’! Jesús decía: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Yo intento aclarar que por un lado no es un ‘mandamiento’ –es imposible ‘mandar amar’–, sino un consejo, una estrategia para intentar ser como él. Y, por otro, que deberíamos entenderlo, más bien: “¡Os aviso que no podéis amar a los demás, más que como os amáis a vosotros mismos!”

Pues hay una frase preciosa: “La medida del amor es el amor sin medida”. Pero desde la psicología se confirma que: “La medida del amor es única para todos: para ti, para tu pareja, tus hijos, tu madre o Dios”. Si a ti mismo no te amas –no te cuidas, cultivas, valoras, respetas, aceptas, toleras, comprendes, escuchas–, a los demás les podrás tener cariño, protección o beneficencia, pero no amor. (Por eso, ¡qué poco se ama!)

Hay muchas espiritualidades, sobre todo jesuíticas, que predican e inculcan la frase de San Ignacio: “En todo amar y servir”. O la del genial Pedro Arrupe: “Ser hombres y mujeres para los demás”. Perfecto, precioso. Pero con la precaución de saber que ‘nadie da lo que no tiene’. Y, si, antes de ‘darte a los demás’, no te has dedicado seriamente a llenarte a ti mismo –evidentemente, no de caprichos y chucherías, sino de valores, convicciones, amor, libertad, sensibilidad–, es muy difícil que lo que des, les sirva a los demás, ni te sirva a ti mismo.

Hace poco leí un artículo en el que se identificaban la vida y obra de Teresa de Calcuta y Óscar Romero: dos personas entregadas enteramente a los pobres, y que dieron su vida por ellos. No quisiera que se me notara demasiado quién me cae mejor, pero creo que su vida y su obra tienen muy poco que ver la una con la otra. La Madre Teresa se ‘preocupaba’ de los pobres, pero, cuando hablaba con líderes políticos, religiosos y financieros influyentes, no les ‘exigía’ que ejercieran la justicia, y no crearan más pobreza. Monseñor Romero quería ser ‘la voz de los sin voz’, y no cesaba de predicar, gritar, condenar, para que se cambiara la situación injusta e inhumana, que religiosos, políticos y líderes ‘cristianos’ veían y toleraban con toda naturalidad. Por eso –como Jesús– acabó asesinado a manos del poder establecido.

También me dio que pensar una viñeta de un autor muy sutil, en la que se veía a dos ejecutivos, trajeados y encorbatados, y uno le decía al otro: “Con lo fácil que era ser católico, ¡qué difícil nos quieren poner eso de ser cristianos!”

Ignacio también recomendaba a sus hijos: “Ver a Dios en todas las cosas –y personas–, y a todas en Él”. Con cada persona o  en cada situación que me encuentre, mi mirada transciende lo que tengo ante mis ojos, para ver con el corazón que ahí está realmente Dios para mí; y cada vez que me siente en la capilla ‘con Dios’, siento presentes en mi corazón a todas las personas y situaciones de mi vida cotidiana. En otro momento, describe la oración: “Estar tranquilamente, como un amigo está con un buen amigo”. Dos definiciones preciosas y precisas de la oración cristiana.

Otro jesuita, con el que tuve la suerte de convivir, me dijo en una ocasión: “La mejor –y quizá la única verdadera– oración cristiana es experimentar –sentir con fuerza, emocionadamente–, con cierta frecuencia, que Dios me ama incondicionalmente”. Evidentemente, eso es algo que se refiere más al corazón –se me remueven las vísceras, la afectividad–, que con un ejercicio mental, de la cabeza.

Desde esta perspectiva, parece que no es oración cristiana el repetir ‘oraciones’ de memoria, probablemente pensando en otra cosa de lo que se está diciendo. Los ‘devocionarios’, con preciosas oraciones, para los diversos momentos del día, de la vida o hasta de la época del año, me incitan a pensar en qué diría una novia enamorada, si su fiel amante, cada vez que le habla de sus sentimientos entrañables y entregados de amor, abre un libro y va leyendo, al pie de la letra, lo que pone el manual: “Mi inimaginable amada, eternamente admirada y nunca suficientemente alabada, culmen de mis aspiraciones más sublimes y realización de mis sueños más inconfesables, . . .”. No es de creer que la buena mujer, tardara mucho en decirle que se volviera con su relamida mamá. ¿Os habéis preguntado qué pensará Dios, cuando nosotros recitamos bellas oraciones, impresas en lujosos libritos de canto dorado? ¿O nuestra Madre, María, cuando, durante media hora, sus amantes hijos repiten lo mismo 50 veces seguidas, todos los días del año, si bien con una idea de fondo distinta cada dos días de la semana? Me atrevo a decir que es bastante difícil pensar que estas piadosas y bienintencionadas personas ‘escuchan’ a Dios: ¡no le dan tiempo a hablar!

 Desde esa misma perspectiva, aunque con distinto modo y lugar de vida –y con todo el respeto y admiración posible, hoy hay mucho teólogo serio que se cuestiona el modo de vivir de las comunidades de vida contemplativa: su autenticidad cristiana, su fidelidad al evangelio y a la vida de Jesús. Jesús nos dejó muy claro que Dios no quiere que le adoremos a Él, si esa adoración no va acompañada –no lleva como baremo de verificación evangélica– el servicio a los más necesitados: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer.” “Lo que hacías con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hacíais.” –“Es que no lo sabíamos; ¡¡¡si nos lo hubieras dicho!!!” –“Pues, a estas alturas de la película, ¡¡¡debíais sabéroslo de memoria!!!”

El jesuita Papa Francisco no se cansa de decir que los pastores deben tener ‘olor a oveja’. Para ayudar al mundo, hay que vivir en el mundo. Para poder resolver los problemas de los más necesitados, tienes que conocerlos muy de cerca. Es muy distinto amor a beneficencia. Decía Gandhi: “¡Más que el mal que generan los malos, me duele más el bien que dejan de hacer los buenos!”. Y, aunque no sé si tiene mucho que ver, me acuerdo ahora de una anécdota que me contó una madre y me emocionó: Cuando entró a dar el beso de ‘buenas noches’ a su niño de 7 años, se lo encontró arrodillado sobre la cama rezando. Le preguntó, toda ingenua: “Cariño, ¡qué le pides a Dios?”. Y se encontró con una respuesta inesperada: “¡Cómo le voy a pedir yo nada a Dios, con todo lo que él me ha dado a mí!”. Se deduce que sus catequistas de Primera Comunión no eran nada común: sabían y explicaban lo que es el auténtico cristianismo y la verdadera oración cristiana.

Y permitidme que termine con una reflexión que pueda ser útil a personas de cualquier ideología, religión o creencia. Los mismos exegetas aseguran que en estas frases –que aparecen en el capítulo 25 del evangelio de Mateo–, no se refiere Jesús al juicio que él hará a los suyos. Lo llaman “El juicio a las naciones”. El juicio universal, pero no en el sentido en el que se nos ha explicado, sino que lo que ahí se propone es válido para cualquier ser humano: “En el atardecer de la vida, nos examinarán del amor”. O, más bien: cada día de nuestra vida, cada ser humano se esta ‘examinando’ –¡y aprobando o suspendiendo!– por medio del amor. Que amas, eres feliz; que no amas, eres un amargado. Que vives fijándote y valorando lo que tienes, te faltará tiempo para ser agradecido. Que sólo te fijas en lo que le falta a tu vida, vivirás amargado y amargando.

Santa Teresa decía que el que ama ya está en el cielo, y el que no ama ya está en el infierno. Me parece total y universalmente válido. Nadie te premia o castiga. Eres tú mismo el que, al elegir tu modo de vida –agradecer o echar cuentas, no hay más–, estás eligiendo tu estado de ánimo, la calidad de tu paz interior, la amplitud y profundidad de tu felicidad.

Y termino –ahora sí, como empecé. Lo que he escrito de los cristianos, del rezar y de la oración, es válido para todo tipo de personas: seas budista, ateo o protestante, si quieres llegar a la profundidad y plenitud humana, deberás tener tus espacios de escuchar lo más íntimo de tu intimidad. Esa vida, energía, absoluto, fuerza, madre tierra, naturaleza, sensibilidad, que sólo se escucha en el silencio de la soledad buscada y sonora: enriquecedora.

Se dice que el principio más importante de los psicólogos es que, ya que arreglamos poco, por lo menos, no deberíamos ponerlo peor. Y el de los curas que, ya que no atraemos a nadie, al menos, no espantar. Todos los cristianos deberíamos ser conscientes del rechazo que provocan en mucha gente las formas religiosas anticuadas, autoritarias y dogmáticas. Y que esas mismas formas son, en gran medida, la causa de que tantos jóvenes y no tan jóvenes pasen de la religión, de la Iglesia y de los curas. (¡Aparte de que, encima, no tienen mucho de cristiano!)


Caigamos en la cuenta de cuánto daño nos hacen las etiquetas, las ideologías, las creencias. Y cuánto bien nos puede hacer el ir a lo esencial, a comulgar con lo común, a ejercitarnos en esas estrategias plenamente humanas y universales, que nos pueden hacer el mismo bien a todos los seres humanos.



N.B. Sigo diciendo, que, si quieres comentarme algo,

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martes, 9 de mayo de 2017

“El talante”



Escribí este artículo para la revista ‘BELLAVISTA’ -de Antiguos Alumnos de este cole-, en el primer número de 2005, cuando el entonces presidente de gobierno, Rodríguez Zapatero, puso de moda esta palabra, casi como santo y seña de su política.

Está muy de moda la palabra ‘talante’. Zapatero la tomó por bandera programática y la exhibió como sonriente estandarte de sus promesas esperanzadas y esperanzadoras, que comparaba y contraponía ‘al pasado felizmente superado del inflexible, adusto y cavernícola Aznar’. De ahí, que a todos los de aquel lado se les contagie la sonrisa con sólo oír la palabrita; y que a los del otro les esté resultando cada vez más cargante: la palabra y la persona.

No hace mucho, en esta misma revista -con el título de ‘La Intolerancia’-, escribía largamente de cómo ‘todo es según el color del cristal con que se mira’. Y, en este mismo blog, hace muy poco, he comentado los temas de actualidad a este respecto. Por otro lado, no quisiera dar pie a algo que me aterra y es que, a propósito del tema que sea, con causa o sin ella, casi todo el mundo discute, chilla y grita -por no decir insulta y agrede- al vecino. No se escucha, no se atiende, no se comprende, no se aprende, no se reflexiona, no se cambia, no se mejora, no se humaniza; todo se polemiza, todo se politiza, todo se agresiviza. Recuerdo que mi padre decía con bastante gracia y mucha miga: “¡Qué cosa mala tendrá la política, que a la palabra ‘madre’ -lo mejor del mundo- le añades ‘política’ y te sale ‘suegra’!”

Dejo a los lectores unos primeros ‘deberes para casa’: claro que hay cuestiones polémicas y posturas crispadas en el mundo de la política o en el de la religión. Claro que hay terrorismo y muerte en fechas señaladas y recordadas, y en naciones acostumbradas y silenciadas. Claro que hay violencia en los campos de fútbol o en las calles oscuras de cualquier ciudad. Claro que hay malos tratos y abusos en parejas, familias y escuelas. Claro que muchos jóvenes son agresivos y amorales, individualistas y cómodos. Pero, ¿la solución es decirlo chillando, a ver quién grita más alto? Varias veces he defendido que a los niños, más que la violencia de la calle o de la tele, les influye la que se respire en casa: los comentarios airados ante el televisor, los malos modos y las palabrotas al volante del padre que lleva al niño, asombrado, al colegio, las reacciones airadas y los ojos de odio ante malas notas y comportamientos, o simples reveses y disgustos.

De ahí, mis ‘deberes para casa’: yo, personalmente, realmente, prácticamente, ¿genero y contagio violencia, agresividad, amargura?; ¿aprovecho cualquier noticia, actuación u opinión ajena, para gritar, discutir, insultar, e imponer la mía?

Pues volvamos al ‘talante’. La palabra viene del griego -‘τάλαντον’-, que primeramente significaba balanza, peso, medida de oro o plata -de ahí, ‘talento’, la moneda-; y posteriormente pasó a significar también ‘peso’ de una persona, ponderación, ecuanimidad, equilibrio, ‘talento’, personalidad.

Por eso, es normal que el uso actual más generalizado esté casi siempre unido a su adjetivación positiva. Así lo quería anunciar Zapatero, cuando prometía tenerlo y usarlo: talante de diálogo, de escucha, de consenso, de acercamiento, de cercanía, de flexibilidad.

Parece que el talante indica sólo bondad; pero hay días que en los que estamos ‘de mal talante’. Como la personalidad, que suele usarse con una ambigua positividad: “Mi hijo tiene mucha personalidad”; al contrario de carácter, que suele ser negativo: “¡Menudo carácter tiene tu padre!” Y no digamos nada de ‘temperamento’. Pero, en el fondo y sin entrar en disquisiciones psicológicas, talante, personalidad, carácter, incluso temperamento, vienen a ser lo mismo. Y puede ser bueno o malo, positivo o negativo, fuerte o débil, constructivo o destructivo, para uno mismo y para los demás.

Hace ya bastante tiempo, cuando tenía que explicar la ‘parábola de los talentos’ del final del Evangelio de Mateo (en Mt. 25, 14-30, justo antes y como preludio explicativo del ‘juicio final’, de los de la derecha y los de la izquierda, ¡qué curioso!, ¿no?), yo solía decir que la tal parábola debería llamarse de ‘los talantes’ en vez de ‘los talentos’. Imagino que todos sabéis de qué va: un rey se va de viaje y deja a tres de sus siervos cinco, dos y un ‘talento’ –moneda romana al uso-, para que negocien con ellos. A su vuelta, tanto el de 5 como el de 2, han negociado, y le devuelven el doble. El de 1, tuvo miedo a perderlo, lo enterró y se lo devolvió tal cual. A primera vista, puede parecer que se trata de que ‘el que más tiene más gana’; y se oyen explicaciones en el sentido de que, ‘cuantos más talentos -cualidades, beneficios, inteligencia- hemos recibido, mejor, aunque más estricta cuenta tendremos que dar a Dios’. Incluso puede parecer que Dios quiere más y trata mejor a ‘los listos’. Y ‘el pobre’ que recibe un talento le cae mal a Dios, ‘¡por tonto!’.

Y creo que no. No va por ahí. Como en muchísimos pasajes del evangelio, la moraleja que quiere Jesús que saquemos, no es de tipo religioso, de relación con Dios, sino de tipo humano, psicológico, de autorrealización y felicidad personal.

De ahí, que lo primero importante es que no se trata de ‘los talentos’ que hayamos recibido. Lo esencial para Jesús es ‘el talante’, la actitud, la postura de corazón, el estilo de vida: la actitud con la que actuamos con las cosas, ‘el talante’ con que usamos nuestros ‘talentos’. Con lo que tenemos -da igual que sea mucho o poco-, con nuestra vida, ¿qué hacemos?, ¿cómo la usamos?, ¿a qué número apostamos?: ¿al miedo o al riesgo, a no quedar mal o a crecer, a acomodarnos o a luchar, a criticar o a construir, a gritar o a calmar, a enfocar en lo malo o en lo bueno, a crear amargura o a contagiar felicidad, a quedar bien o a quedarte bien, a complacer o a ser libre?; en definitiva, ¿al egoísmo o al amor? Y seguro que cada uno de nosotros estamos en una postura de fondo o en la contraria -son incompatibles: ‘no se puede estar en misa y repicando’, ‘no se puede servir a Dios y al Dinero’-. Porque no se trata de lo que nos proponemos o lo que creemos o queremos hacer. Se trata de lo que ‘nos sale’ casi sin darnos cuenta. Como de un estado de ánimo, un cimiento profundo, una actitud ya permanente. Un color del fondo de la piscina, que hace que la superficie del agua se vea clara o turbia, azul o marrón, limpia o sucia; por mucho que pasemos el ‘quita hojas’, incluso el ‘limpiafondos’. Y sin querer, sin darnos cuenta, sin poderlo admitir, a veces.

Recuerdo una serie de televisión de hace muchos años, creo que por los setenta: ‘El Dr. Gannon’. Un cardiólogo, guapo, joven, listo y amable, que, además de operar prodigiosamente, hacía de psicólogo, de coach personal y desfacedor de entuertos. Pues hubo un detalle de un episodio que me llamó la atención y me hizo pensar mucho, aunque entonces no lo acababa de entender; hoy creo entenderlo, lo comparto y me parece muy revelador. Después de una larga operación a corazón abierto, sin quitarse la bata, se acerca sudoroso al recién operado, todavía en el más profundo sueño de una larga anestesia, y le dice: “Yo ya he hecho todo lo que he podido; ahora todo depende de ti.”

Pero, ¡si está dormido!, ¡si no oye!, ¡si no es consciente!, ¡si no puede hacer nada!, ¡si no depende de él!, ¡si no tiene voluntad ni entendimiento para poder decidir! Pues mire usted: ahí funcionan fuerzas -que hay quien dice que son las que dominan nuestra vida-, de las que depende que unos superen y otros no el mismo cáncer o la misma dificultad. Y a eso es lo que yo le llamaría el ‘talante’ de una persona. A esa actitud vital, lentamente establecida, complicadamente introyectada, inconscientemente mantenida e involuntariamente autónoma -fruto de muchas influencias ajenas, unas veces, y de largo y esforzado entrenamiento propio, otras-, es a la que se debe que seamos buenos o malos, grandes o raquíticos, generosos o egoístas, comprensivos o intolerantes; en definitiva, humanos o miserables.

Y, la mayoría de las veces -¡oh misterio!- sin realizar yo mismo la decisión, ni caer en la cuenta, ni ejercer la propia voluntad. Se ha hecho ya como un reflejo.

Creemos que nos mueve lo voluntario, lo que prometemos: lo que queremos hacer; lo que ‘nos parece’ bueno, incluso lo mejor. Y, en el fondo, nos mueve nuestro ‘talante’, nuestro inconsciente, nuestra sensibilidad. Eso que hay que cultivar. Eso que surge de nosotros sin darnos cuenta. Eso que sólo veremos si nos atrevemos a llegar al fondo de nosotros mismos: ése que nos da tanto miedo conocer, porque, siempre que hemos llegado a verlo, nos han o nos hemos reñido, despreciado, castigado.

Suelo unir esta realidad interior a la imagen del ‘iceberg’: si alguien quisiera moverlo empujando sólo la pequeña parte que se ve, la que sobresale a la superficie, no conseguiría desplazarlo ni unos milímetros. Habrá que desplazarlo poniendo la fuerza en esa otra parte, mucho más grande y pesada, que no está a la vista. Eso es mucho más costoso y lento. ¡Aunque lo único efectivo!

Tendríamos que caer en la cuenta de que, en la mayoría de los problemas, ‘la causa’ del problema -y, por tanto, la solución-, no está en ‘lo que se ve’. En la parte exterior del iceberg, en la que yo no suelo ver. Y probablemente vea mejor alguien ajeno a mí, que me conozca bien. Y -¡la gran clave!- sin que yo me sienta reñido, reprochado, ofendido.

Alguien decía que es imposible ‘reconocerse’ -conocerse, aceptarse-, hasta haberse visto desde unos ojos que te miran con amor incondicional. ¡Y qué difícil viene resultando eso!

Recuerdo con cierta nostalgia aquel ejemplo que se solía poner a este propósito. El hijo mayor, adolescente, obediente y sumiso, que acude con su familia los domingos a la misa de doce de la parroquia. Su madre no se atreve a preguntarle sobre el agrado de esa semanal e ininterrumpida práctica devota. En el fondo, astuta de ella, sospecha que a su hijo le gusta la hija mayor de los vecinos del quinto, y que ésa es la auténtica causa de su fidelidad en acudir al templo. Pero no se lo pregunta, no sólo por temor a que no le conteste la verdad, sino, porque sospecha que ni su mismo hijo es consciente de la auténtica motivación inconsciente.

Consciente y voluntariamente pondremos una cara u otra, mantendremos una sonrisa o un gesto crispado; incluso podremos usar una careta de un tipo en unas situaciones o con unas personas, y otra máscara muy distinta otras veces; pero eso no es el ‘talante’, ahí no nos jugamos nada serio. Con nuestros gestos podremos hacer creíbles nuestras promesas o nuestros arrepentimientos, podremos quedar más o menos bien ante los demás; pero donde nos jugamos nuestra vida y nuestra felicidad -y la de los que nos rodean, ¡claro!- es en nuestra actitud profunda, en la postura de nuestro corazón, en nuestro talante vital. Ése que no se improvisa y no depende de nuestros ‘talentos’; ése que ni siquiera depende de nuestra relación con los demás. Ése talante que sólo depende de mi relación conmigo, de mi entrenamiento y cultivo interior, de mi exigencia continua por ser fiel a lo mejor de mí mismo. Eso que da la felicidad, que precisa y preciosamente describía el gran Juan XXIII: “El estado interior de satisfacción profunda, que produce el saber que he intentado hacer, no mi voluntad, sino lo que en ese momento me ha parecido, honradamente, más coherente”.

Decía Tony de Mello: “He recibido una educación tan excelente, que me ha costado 30 años quitármela de encima”. Dada la multiplicidad incontable de capas que han ido superponiendo -o que nosotros nos hemos ido poniendo-, para ser perfectos, complacientes, del gusto de los demás, el atrevernos a llegar al fondo de nosotros mismos, el intentarlo e irlo consiguiendo, es una tarea terriblemente difícil y costosa. Nos da miedo llegar al fondo y encontrarnos con demasiada porquería. Nos resulta muy problemático ir abandonando los mandatos de ‘la buena educación’ -“¡No hagas nada de lo que yo me pueda arrepentir!”-, con una culpa, inseguridad y miedos que, en el 90 % de los casos, nos echan para atrás.

Sin embargo, casi todos los autores que buscan la auténtica espiritualidad -incluido Jesús de Nazaret-, coinciden en que esa aventura de volver a ser lo mejor de uno mismo -despertar, nacer de nuevo, lograr la iluminación, el nirvana, la mística- es lo único para lo que hemos nacido, y el único camino para ser amor, libertad, sensibilidad, humanismo, felicidad.

Deberes finales para casa: ¿quieres salir mono en la foto, que la gente te aplauda, quedar bien y siempre por encima de los demás, gritar mucho para que parezca que tienes razón; o quieres que nos dediquemos a hacer un mundo mejor, a base de cultivar nuestro jardín interior, para ser felices y contagiar felicidad? ¿Te apuntas al auténtico humanismo o prefieres seguir en el eterno victimismo?

En el fondo -siempre igual-, es la pregunta del millón: lo único importante. ¿Quieres ser tú el que decide la meta -y el camino- de tu vida?


N.B. Sigo diciendo, que, si quieres comentarme algo,

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